Defiende el marxismo que la Historia es una sucesión de crímenes e injusticias, una constante lucha de clases por la consecución del poder, que tiene en la guerra su máxima expresión. Con anterioridad al materialismo histórico de Marx y Engels, Hegel había teorizado sobre la Historia como un proceso dialéctico de desarrollo de la libertad. Más aún, siendo Hegel el más preclaro exponente del idealismo alemán, tenía el convencimiento de que la razón guía la historia hacia una realización progresiva de la libertad y la conciencia. Conciencia e ideas, ése era el enfoque de Hegel. Aunque la posteridad, y más concretamente nuestro tiempo, aún rebate una de sus ideas más controvertidas: el eurocentrismo. Desde esta perspectiva —en la que vendrían a abundar un inquietante número de pensadores antes de llegar a Martin Heidegger, filósofo, poeta y militante nazi—, los pueblos africanos no tienen historia —o se reduce a una crónica tan irrelevante que no merece tal nombre— antes de sus primeros contactos con los europeos.
Una brigada es más grande que un batallón —la brigada suele incluir varios batallones y tiene una cantidad mayor de efectivos y recursos—, pero como la Historia ha querido dar cuenta de la gesta del batallón Abraham Lincoln de la XV brigada internacional, puestos a honrar a uno de sus comandantes más bravos, llamemos Brigada Lincoln al batallón. Estuvo integrada por unos 2.500 combatientes, hombres y mujeres, en su mayoría pertenecientes al Partido Comunista de los Estados Unidos de América, que pelearon en España entre 1937 y 1938. Unos 800 no volvieron nunca a su país.
Como el común de los revolucionarios, estaban llamados a ser carne de cañón de aquel conflicto, al que se unieron sin tener preparación alguna para combatir en él. Una cosa es levantar barricadas en una vía pública, arrojar un cóctel molotov, y otra, muy diferente, enfrentarse en un campo de batalla a las mañas de un ejército fajado en las crueldades de la guerra colonial. De modo que, recién llegados los extranjeros que venían a morir a España —fuera cual fuese su idea sobre nuestro país, lo que honra a todos ellos es que venían aquí a luchar por él—, se impuso un precario periodo de instrucción. Para los estadounidenses, aunque acuartelados en Figueras, tuvo lugar en Albacete.
Aún bisoños en las técnicas de combate, su bautismo de fuego se produjo en la batalla del Jarama, librada en 1937. Fue allí donde cambiaron la letra del “Red River Valley” —esa vieja canción triste, en la que, originalmente, una chica del Oeste recuerda el amor que le juró un soldado que partió hacia el Este; esa melodía que acompaña tantas de las imágenes más bellas de las cintas de John Ford y conoció una de sus mejores versiones en la voz de Johnny Cash—, por otra, tanto o más emotiva, alusiva al valle madrileño, que habrían de cantar Woody Guthrie y Pete Seeger: “There’s Valley in Spain called Jarama / It’s a place that we all know so well / It was there that we gave of our manhood / where so many of braves comrades fell”. Unos 700 valientes de la Brigada Lincoln quedaron en este valle de nuestro país.
Fue allí, en la batalla del Jarama, donde el comandante Law tuvo oportunidad de su primer desquite. Como todos los afroamericanos de la brigada —una tropa numerosa, aunque difícil de cuantificar con exactitud, porque la suya fue una de las pocas nóminas de la época que no diferencia las razas del personal— le trajo a España la idea de enfrentarse a los italianos que en el 35 habían invadido Etiopía a las órdenes del Duce, utilizando contra los etíopes —que tenían poco más que lanzas para defenderse— gas mostaza y otras armas prohibidas por la convención de Ginebra. Ahora bien, de aquella execrable invasión podría seguirse, según Hegel, que los etíopes entraron entonces en la Historia.
Nacido en Texas, en 23 de octubre de 1900, el comandante Law sirvió en el ejército de su país en la Gran Guerra. Pero en aquel primer conflicto se batió en unidades segregadas. Tanto los afroamericanos como los subsaharianos que formaron en compañías del Ejército colonial francés —unos 134.000 senegaleses— fueron despreciados por sus propios compañeros de armas. Si bien Francia levantó un monumento a sus “tropas negras” que pelearon por la patria en Reims, en la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes ocuparon la ciudad, lo volaron. Les pareció una vergüenza honrar la memoria de los subsaharianos muertos por la metrópoli que les colonizó. De hecho, concibiendo la guerra como un asunto entre caballeros, no ocultaron su indignación cuando los franceses los llevaron a pelear contra ellos en el conflicto anterior.
Por eso puede decirse que, si la historia tiene su máxima expresión en las guerras libradas por los europeos, los afrodescendientes entraron en ella un día como el de hoy en que el comandante Law cayó dirigiendo su compañía —integrada por blancos y negros para más inri— en la batalla de Brunete. Ascendió al mando, gracias a su experiencia en las tropas segregadas de la Gran Guerra, dadas las numerosas bajas de la unidad. Imagino su muerte como la de ese miliciano que retrató Robert Capa, calzado con alpargatas y herido fatalmente en el pecho. Curiosa forma de ganar la gloria, curiosa forma de democratizar ese campo del honor que es todo campo de batalla, cuando la sangre de los caídos lo empieza a anegar.
Entre su nacimiento en Texas y su muerte en Villaviciosa de Odón, la vida de Oliver Law no se diferenció mucho de la del resto de las personas de su condición concienciadas políticamente en los Estados Unidos de la segregación racial. La Guerra Civil Española, pese a ser tan cruenta como el resto de las guerras civiles, en las que los vecinos y familiares se matan con toda la inquina de la que son capaces, precisamente por ser gente que se conoce de antiguo. El gran John Dos Passos, el otro gran hispanófilo de la Generación Perdida, da cuenta en Años inolvidables (1966) de un encuentro con Unamuno en Santander, el primero de mayo de 1936. Conversaron sobre la tensa situación política del país: se palpaba la inminente matanza y Dos Passos nos recuerda cómo advirtió toda la sangre que iba a correr en el odio con el que los de arriba miraban pasar a los de abajo, y viceversa.
Con todo, la Guerra Civil fue la última guerra romántica porque la política entonces —a diferencia de ahora, que es una oportunidad para el negocio— era un asunto de idealistas y en ella murieron valientes como Oliver Law. De hecho, al principio, fue una guerra de voluntarios. Fue después, cuando todos habían muerto, cuando la República movilizó a los nacidos en 1920, la Quinta del biberón.
Cualquier persona libre de esos prejuicios políticos que, incluso ahora, justifican al estalinismo, sabe que fue el Comintern (la internacional comunista) la organizadora de las Brigadas Internacionales. En ellas vinieron personajes del jaez de André Marty, inspector general de aquellas tropas, estalinista convencido —como Pablo Neruda y otros grandes poetas de nuestra lengua—, apodado por sus propios camaradas como el carnicero de Albacete: su idea de la disciplina le llevó a dar muerte por cobardía a quinientos brigadistas.
Y hubo más, de regreso a sus países, muchos antiguos brigadistas fueron acusados de trotskistas, y torturados y fusilados igual que los auténticos trotskistas, solo por haber sido testigos de la represión contra el anarquismo y el trotskismo que el estalinismo había desatado en España con el beneplácito de la dichosa República que generó tanta ilusión.
Pero cuando se habla de las Brigadas Internacionales, cumple hacerlo de brigadistas como el comandante Law. Luis Cernuda, el gran Luis Cernuda, escribió uno de sus más bellos poemas a este respecto, 1936 lo tituló. Nos habla en sus versos de “un antiguo soldado en la Brigada Lincoln” y siempre que escribo sobre los que entonces vinieron a morir a mi país, a mi solar natal, tal fue el caso del comandante Law, me gusta recordar sus cuatro últimos versos: “Nada importa que tan pocos lo sean, / uno, uno tan solo basta / como testigo irrefutable / de toda la nobleza humana”. Así se escribe la historia, comandante Law.


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