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Ken Russell y su búsqueda constante de la alucinación

Ken Russell y su búsqueda constante de la alucinación

Hay un dato, casi una paradoja, que invita a trazar una analogía entre William S. Burroughs y Ken Russell. Cada uno a su modo, tanto el novelista estadounidense como el cineasta inglés pueden ser considerados un par de alucinados. Uno y otro hicieron de la percepción y la creencia en la realidad distorsionada una parte fundamental de su discurso. Ahora bien, fue precisamente en las obras que por su título o temática se imaginaban más dadas a esta tendencia donde esta alteración se dio menos. Así, en Yonqui (1953), la novela más conocida de Burroughs, éste nos cuenta su experiencia con la heroína de un modo lineal. Tras aquel recuerdo de la infancia —cuando William Lee, alter ego del autor, siendo un niño se promete que cuando sea mayor fumará opio— toda la narración discurre de un modo lineal, tal y como mandan los cánones del clasicismo en la novelística: planteamiento, nudo y desenlace. El gran maese del underground y la contracultura de la centuria pasada —eso exactamente es lo que fue Burroughs cuando la Beat Generation se extinguió— escribe una novela formalmente tan tradicional como pueda serlo El último mohicano (1826), de Fenimore Cooper. Y acorde con la forma, el fondo es más documental —un testimonio realista sobre las miserias de la drogadicción, su submundo, etcétera—, pero no un paseo por las alteraciones de los sentidos que procura el caballo de la muerte. De hecho, como es harto sabido, la heroína no es ningún alucinógeno, es un opiáceo que actúa como depresor del sistema nervioso central. Esto significa que tiene un efecto sedante o calmante, reduciendo la percepción del dolor. Pero no es un alucinógeno ni un estimulante.

El Burroughs alucinado —tanto que, con independencia de la Beat Generation se le considera un autor clave en la ciencia ficción— hay que buscarlo en El almuerzo desnudo (1959). Narrado igualmente por un yonqui, que adopta diferentes alias a lo largo del relato, el título —apuntado por Kerouac— alude a ese momento en que miramos a la punta del tenedor, para ver la comida allí ensartada, y tomamos conciencia de nuestra condición de depredadores. Una narración compuesta por una serie de “viñetas” —secuencias más que capítulos, que Burroughs llama “rutinas”— “vagamente conectadas entre sí”, que pueden ser leídas en cualquier orden. Aunque no estamos en esa ciencia ficción tradicional, a la que bien podríamos adscribir El eternauta, la historieta argentina de Héctor Germán Oesterheld (guion) y Francisco Solano López (dibujo), claramente deudora del Wells de La guerra de los mundos (1898), de actualidad estos días por su adaptación de Netflix, El almuerzo desnudo sí que supone una experimentación con la mente, próxima a la alucinación, en la que se exploran mundos surrealistas y distópicos. De hecho, la influencia de Burroughs puede percibirse en autores como Philip K. Dick, J. G. Ballard y William Gibson, que es como decir la terna rectora de la ciencia ficción en la escena finisecular angloestadounidense.

"Byron, el Lord de Russell, nos es presentado como un fugitivo de la realidad, pero también de la fantasía. Dice que contempla a menudo una cara que ha amado, en la que sólo puede ver los estragos que la muerte hará en ella algún día"

Ken Russell, a quien se imaginaba un notable alucinado, tras una carrera de escándalos y procacidades iniciada, en lo que al agravio de las buenas costumbres se refiere, en su adaptación de Mujeres enamoradas (1969), sobre la novela homónima, publicada por D. H. Lawrence en 1920, se limitó a poco más que cubrir el expediente en Gothic (1986), su acercamiento al legendario verano de cinco ingleses en Villa Diodati el año sin verano: 1816.

Siglo y medio después, Russell, el todavía polémico cineasta británico, volvía a la legendaria residencia a orillas del lago de Ginebra, que aquel estío que no fue acogió a Lord Byron y a sus invitados —Percy Bysshe Shelley, Mary Wollstonecraft Godwin, en breve Mary Shelley, y Claire Clairmont—. Cuantos seguimos con ese interés que solo nos despiertan los cineastas heterodoxos a Russell, apenas supimos de su rodaje en aquella legendaria mansión, nos las prometimos muy felices. Una vez vista la cinta, no sin cierta decepción, comprobamos que Ken Russell, el realizador irreverente que había escandalizado a todo el mundo con esa visión de la Iglesia y la represión sexual mostrada en Los demonios (1970), se había limitado a poco más que a cubrir el expediente en Gothic.

Byron, el Lord de Russell, nos es presentado como un fugitivo de la realidad, pero también de la fantasía. Dice que contempla a menudo una cara que ha amado, en la que sólo puede ver los estragos que la muerte hará en ella algún día. Bebe láudano, “el elixir de la vida, según Paracelso”, y vive rodeado de autómatas y criados: como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia: “El terror tiene una extraña belleza”, comenta. Y disertando de “metafísica” con Shelley, suelta una sentencia que hoy, casi 40 años después, no se escucharía con la misma indiferencia que se escuchó en su momento: “¿Sería igual el cuello de una mujer de no ser por el deseo de ver correr por él un hilillo de sangre?”

"A mi entender, esa búsqueda fallida de la alucinación fue una constante en el final de la filmografía de Ken Russell, un cineasta que quiso volver a alcanzarla tras haberla rozado en Los demonios"

Una vez desatada la inclemencia del tiempo, al hilo de la noticia de Fantasmagoriana, el texto que su librero ginebrino ha conseguido al Lord, se citan algunos de los títulos clásicos de la novela gótica, exaltándolos como diferentes pecados. No sé si fueron pecados o no. Lo que no deja lugar para la duda es que fueron sombras del Siglo de las Luces. Hay noticia de una imagen recurrente en la torturada mente de Shelley aquel verano de las heladas que fue el de 1816: esos senos femeninos con ojos en vez de pezones —probablemente los de Clair Clairmont, embarazada de Byron, cuyos pechos ya estaban listos para alimentar—. Imagen lo bastante pletórica en sí misma como para inspirar una alucinación, el cineasta se refiere a ella mediante el resorte de una autómata.

Y es que la alucinación no es un acto voluntario. No es ningún artificio que pueda ponerse en marcha a discreción. Hay veces que esta alteración de los sentidos no le es dada ni a quien consume voluntariamente alucinógenos. Como también las hay que el alucinado pierde definitivamente la razón. El cineasta puede sugerir a sus espectadores la alucinación mediante imágenes y sonidos psicodélicos. Pero poco más.

A mi entender, esa búsqueda fallida de la alucinación fue una constante en el final de la filmografía de Ken Russell, un cineasta que quiso volver a alcanzarla tras haberla rozado en Los demonios. El realizador británico basaba su cinta más alucinada en Los demonios de Loudun (1952), una novela en la que Aldous Huxley —todo un experto en cruzar las puertas de la percepción— trazaba una alegoría sobre la inquisición mccarthista. Simbolizada en el que pasa por ser el mayor caso de posesión diabólica que, al parecer, registra la historia de la Iglesia, sus secuencias nos trasladan a la Francia del siglo XVII, donde un clérigo, Urbano Grandier, fue llevado a la hoguera acusado por las ursulinas de un convento local de haberlas hecho víctimas de Asmodeo —un célebre príncipe de los demonios, inspiración de El diablo cojuelo (1819), de Luis Vélez de Guevara— para abusar sexualmente de ellas.

"Expresión exuberante y, a menudo, irónica, fue a ser una especie de cinismo: algo que, de puro malo, es bueno. Y ahí estaba la dulce Twiggy con su rostro angelical"

Aquella adaptación de Huxley, además de ratificar a Russell como el provocador que había demostrado ser con Mujeres enamoradas, descubrió a sus espectadores a un auténtico alucinado que, muy probablemente, sólo quiso ser un autor procaz. Pero sus imágenes extravagantes, el uso provocador de la simbología religiosa y la intensidad emocional de sus personajes, así como la representación de la represión política en la Francia del siglo XVII, hicieron que Los demonios fuera prohibida en varios países. Yo la vi a comienzos de los años 80 en el cine Príncipe Pío de Madrid y aún recuerdo la impresión que me causó aquel visionado.

Había descubierto a Russell en el 75, en su adaptación de Tommy, la ópera de The Who. Después llegó Valentino (1977). Pero no fue hasta aquel visionado de Los demonios que la filmografía de Russell caló en mí.

Aunque algo mayor —nació en Hampshire en 1927—, tiendo a situar a Russell en la estela del Swinging London. Su plástica —y no digamos su interés por The Who— bien podría ser la de las portadas de aquellos álbumes conceptuales del año 67 —Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (The Beatles), 2000 Light Years from Home (The Rolling Stones), The Who Sell Out (The Who)—; es más, incluso puesto a filmar sus biopics de esos compositores llamados clásicos —Mahler, una sombra en el pasado (1974), Lisztomania (1975)—, Ken Russell lo hizo con una estética próxima al pop.

"Aquel afán del británico por los estados alterados de la conciencia fue como a John Ford esos westerns que ponía en marcha para enmendar los malos resultados de una producción anterior"

Unos años antes, El novio (1971), aquel musical a la mayor gloria de la dulce Twiggy, fue todo un acercamiento a esa estética —o subestética, si se me permite la expresión, dado su arraigo en el pop— que fue a llamarse camp y a consagrar lo exagerado, lo artificial y lo teatral. Surgida en los años 70, se caracteriza por su amor a lo kitsch, lo ostentoso y lo que desafía las convenciones del buen gusto. Expresión exuberante y, a menudo, irónica, fue a ser una especie de cinismo: algo que, de puro malo, es bueno. Y ahí estaba la dulce Twiggy con su rostro angelical.

A medida que descubro sus títulos perdidos en extraños canales de distribución, estimo más y más el cine de Russell. Desde El cerebro de un billón de dólares (1967), la insólita y sugerente película de Harry Palmer (Michael Caine), el agente del MI5 británico, hasta Un viaje alucinante al fondo de la mente (1980), que vino a demostrarme que esa búsqueda del delirio perdido, tras haber sido encontrado en Los demonios, fue el norte del cine de Ken Russell. O, si no, aquel afán del británico por los estados alterados de la conciencia fue como a John Ford esos westerns que ponía en marcha para enmendar los malos resultados de una producción anterior.

He visto con sumo agrado, en un par de ocasiones, La guarida del gusano blanco (1988), adaptación de un texto de Bram Stoker. Pero de aquel antiguo delirio ni rastro. Correré un tupido velo sobre La pasión de China Blue (1984).

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Jaime
Jaime
4 meses hace

William S. Burroughs estaba fatal de la cabeza. Claro que era un yonqui – y yanqui- alucinado. La heroína es perversa y malvada. Destroza familias enteras. Y se la están dando a mucha gente. Qué se puede hacer para acabar con esa basura, ¿mandarla al espacio?