Estreno de un tango
Me envía Óscar un vídeo del momento en el que Joaquín Sabina interrumpió su concierto de Gijón para mencionar a la Semana Negra y recordar la noche en la que cantó junto a Ángel González en la Carpa del Encuentro, y sonrío porque hace sólo unos días —al finalizar el acto en el que llevamos a cabo una lectura colectiva de poemas de Ángel para conmemorar su centenario— yo mismo me referí a aquella noche antes de dar paso a una de las pocas grabaciones que existen, si no la única, del acontecimiento. Uno comprende que se va haciendo mayor cuando observa que lo que para muchos es descubrimiento constituye para él la evocación de una vivencia, y ésa ha sido siempre una de las más preciadas en el largo inventario de momentos que me ha venido deparando mi participación en la Semana —más directa o más circunstancial, en función de la época— a lo largo de más de veinte años. Yo era en aquel verano un becario de veintiún años adscrito casi de forma exclusiva al suplemento de verano de uno de los tres periódicos que coexistían entonces en la ciudad, y recuerdo bien el trabajo que me costó convencer a mi jefa de entonces de la pertinencia de entrevistar a Ángel González —tuve que enumerar sus méritos y referirme con profusión a la influencia que su obra ejercía sobre las generaciones posteriores; añadí que, por lo demás, tenía entendido que era un tipo simpático, extremo importantísimo teniendo en cuenta que la responsable de la coordinación de aquellas páginas estivales no creía que la conversación con un poeta constituyera un contenido veraniego, significara eso lo que significase— y también lo mucho que tuve que bregar para que me permitieran ocuparme del paso de Sabina por Gijón, toda vez que uno de los periodistas veteranos de la casa —redactor de la sección de deportes y, a la sazón, novio o marido de mi jefa— era un gran admirador del cantautor y estaba dispuesto a lo que fuese para seguirle los pasos. No sé cómo lo hice, pero conseguí que finalmente me adjudicaran ambos trabajos, y como en los días previos había entablado buena relación con algunos de los responsables del festival —lo había frecuentado desde mi preadolescencia y aquélla era la primera vez que lo cubría, me temo que a algunos les di no poca murga— me permitieron quedarme con el equipo directivo en las oficinas instaladas en los bajos del estadio del Molinón cuando Sabina y González, una vez finalizada la rueda de prensa que improvisaron allí mismo —la presencia del cantautor había generado interés: estaba bastante retirado desde que uno o dos años antes le había dado un ictus y no abundaban sus apariciones públicas, recuerdo que en aquella comparecencia anunció la publicación a finales de ese mismo año de un nuevo disco, que finalmente se titularía Dímelo en la calle—, se refugiaron en ellas para ensayar una letra que el primero traía escrito de Madrid y que ambos iban a cantar esa misma noche con la música de «Garufa», el célebre tango compuesto por Fontaina, Solino y Collazo. No estaban entonces los teléfonos móviles tan evolucionados, pero había allí cámaras y se tomaron fotos y se grabó un vídeo que nunca he conseguido ver, pero que seguramente refleje bien el aire de fiesta y gratitud que se respiró en aquella pequeña sala mientras ambas voces, ayudadas por una guitarra que tocaba Sabina y que creo que le prestó Yampi, iban desgranando unos versos que encabalgaban una oda a la Semana en aquella época en que al festival se lo ponía un día sí y otro también en entredicho. Luego salimos todos a la noche y se abalanzó la multitud, hubo que reubicar la tarima que en la carpa hacía las veces de escenario para que el largo se convirtiera en ancho y pudiese entrar así más gente de la que se había previsto en un principio, y debían de ser la una y media o las dos de la madrugada cuando se estrenó oficialmente aquel tango que aún se interpretaría dos o tres veces más en ese mismo recinto —siempre que Sabina volvía a la Semana y estaba por allí Ángel— y que no me parece que se cantara en más ocasiones hasta que el otro día, en el concierto de Gijón, Sabina entonó a capela su estribillo, con una ligera modificación, para devolverme desde la distancia el recuerdo de aquella noche que convirtió la ciudad en un callejón sin salida por el que circulaban los coches en dirección prohibida.

Joaquín Sabina en la Semana Negra de Gijón
El río de la vida
Durante cuatro años me encontré cada septiembre con José María Guelbenzu y por una especie de pudor institucional mal entendido —yo dirigía la fundación que entregaba el premio del que él era jurado— nunca le dije lo mucho que me fascinaron en su día El mercurio y El río de la luna ni todo lo que había disfrutado con algunas de sus novelas policiales. Me lo encontraba siempre tan silencioso y mayestático, sentado en los veladores del Gijón, y me parecía grosero perturbar su tranquilidad, el relajo con el que se personaba puntualmente a una cita que posiblemente constituía para él un mero trámite y que esperaba despachar con la pulcritud y la agilidad que esperaba preceptivas. Seguía siendo por entonces uno de los críticos literarios más reputados del país, y no sé si ese estatus —leía muy bien, sabía separar el grano de la paja, elogiaba sin estridencias y puntualizaba sin desprecios— iba en menoscabo de su reconocimiento como novelista, pero en todo caso tengo la impresión de que en las últimas dos o tres décadas no se valoraron como era debido sus aportaciones literarias, su peso específico entre los narradores que en los últimos sesenta o setenta años han definido el mejor pulso de nuestra literatura. Supo estar en la vanguardia de una manera natural, por pura afinidad y sin esclavizarse nunca a la tiranía de las modas, y se entregó después a una escuela más realista y popular para demostrar, sabio como era, que no hay géneros mejores o peores, sólo libros bien o mal escritos. Era un grande, y aunque no debiera hacer falta recordarlo tampoco está de más decirlo ahora que ha dejado de navegar por el río de la vida.
Historia de un perro
Me había encontrado alguna que otra vez con la escultura que lo inmortaliza en la calle Huertas, pero no le había prestado la menor atención hasta ahora que, por casualidad, doy con su historia. Era un perro callejero que andaba haciendo de las suyas por Madrid durante la década de 1880 y al que el acervo popular bautizó con el nombre de Paco. Asistía a teatros, a los cafés de moda, se colaba en tertulias. Comenzó a aparecer en crónicas periodísticas y acabó por convertirse en una estrella de su tiempo. Unos dicen que dormía en las cocheras de la calle Fuencarral y otras que pernoctaba en el Café de Fornos, en la esquina de Alcalá con Virgen de los Peligros, por cortesía de sus propietarios. Lo dejaban entrar incluso en los lugares en los que no estaba permitida la presencia de los de su especie, y hasta le llegaron a componer canciones. Lo acabó perdiendo su afición por la tauromaquia. Parece que le cogió gusto a merodear por el coso de Las Ventas en las tardes de corrida, y que gustaba de salir al ruedo a pasearse y hacer unas cabriolas en cuanto el matador de turno terminaba su tarea, antes de que los clarines señalaran la inminencia de la siguiente faena. Una tarde dio con un diestro que debía de ser bastante malencarado, además de torpe. A decir de los entendidos, su dominio de la lidia fue un desastre y tuvo más fallos que aciertos a la hora de capear al animal que le había tocado en suerte. El público de la plaza le reprochaba con gritos y silbidos sus malas artes cuando Paco, fiel a su costumbre, saltó al ruedo, y el diestro —que en este caso era más bien siniestro— no se lo tomó nada bien: cogió el estoque y se lo clavó al pobre perro entre las costillas, acelerando su partida al otro mundo. Lo disecaron y lo exhibieron durante un tiempo en una taberna, pero en cierto momento alguien decidió enterrarlo en un rincón del Retiro cuya ubicación exacta es un misterio. Al leer su historia me ha venido a la memoria aquel pasaje de una de las novelas de Manuel Vázquez Montalbán. «¿Le gustan a usted los toros, señor Carvalho?», le pregunta alguien al famoso detective, que de inmediato responde: «Los toros, sí; los toreros, no».


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: