Sabíamos que jugar al golf no puede llenar la vida de nadie, pero ha tenido que venir el número 1 del mundo a confirmárnoslo. Scottie Scheffler ha ganado el Open Británico, y enseguida ha dicho que no tiene sentido ni ganar el Open Británico ni ganar nada jugando al golf. No ha esperado a retirarse, a escribir su autobiografía, llegar al epílogo y manifestar ligeras dudas sobre una vida entera dedicada al deporte. Lo ha dicho nada más ganar.
O sea: ¿qué sentido tiene? ¿Qué sentido tiene ganar el Open Británico? Los periodistas presentes en la sala no daban crédito, acostumbrados a egos desparramados, agradecimientos interminables y satisfacciones muy sólidas. Ganas y estás contento. No ganas y dices: “Me da igual”.
A Scottie no le daba igual ganar; de hecho, trabaja a diario para ello, según afirmó. Trabaja con ilusión y hasta desesperación (“so badly”) por ganar torneos como el Open Británico. Pero, cuando los ganas, ¿qué? Para Scottie Scheffler había mucha decepción en ganar; ganar era exactamente igual que fracasar, sólo que cuesta mucho más esfuerzo y no puedes quejarte. La gente no te entiende.
Era la euforia, ese volcán de fogueo, lo único que acompañaba al éxito. El golfista dijo estar eufórico “durante unos minutos”. El subidón incluía abrazos con la familia, saborear un sueño cumplido y algunas fotos para la prensa. Luego, nada. “La vida sigue”.
“¿Por qué quiero ganar este torneo tan desesperadamente? Es algo por lo que lucho a diario. Gano un torneo, celebro, abrazo a mi familia, mi hermana está ahí, es un momento increíble. Y luego es como: Bueno, ¿qué vamos a cenar?”
Scottie quiere ganar y que no haya nada para cenar, después. Quiere que se pare el mundo, la gastronomía, el gas en la cocina. Si deseas obtener algo so badly, lo mínimo que puede suceder cuando lo consigues son hecatombes, tres días de luto, como cuando se muere una eminencia nacional. Quizá Scottie sólo parará el mundo muriéndose, pero eso no es algo que desee so badly.
El golfista no era ajeno a la contradicción que, por lo demás, explicaba con enorme claridad. Sabe que le va muy bien en la vida, que tiene la inmensa suerte de hacer lo que le gusta y recibir mucho dinero por ello. Sin embargo, era sincero, nada sistémico (“no quiero ser el modelo de nadie”), y reconocía que “en el fondo de su corazón” ganar torneos, ser el mejor jugador de golf del momento, no “le llenaba”. Sin embargo, competirá por ganar el siguiente torneo como si la supervivencia del cosmos dependiese de ello.
Por supuesto, todos conocemos diversas sabidurías, no siempre budistas, que advierten de las decepciones del éxito. El viaje es más importante que el destino, subir la montaña es más revelador que mirar desde la cima, etcétera. Pero desde donde habla Scottie es desde la profesionalización de esas decepciones: él quiere seguir haciendo algo que sabe perfectamente sin sentido. Ganar otra vez. Por mucho que haya ganado varias veces, y sentido sucesivamente ese vacío del éxito, necesita ganar de nuevo, ampliar el vacío. Quizá, al final del camino, haya un éxito que merezca la pena.
Es lo que Umbral llamaba “la droga del éxito”. Tener éxito una vez es un gran fracaso: hay que tener éxito siempre. Y cuanto más éxito se tiene, más fracasado te sentirás no teniéndolo.
Scottie pone en cuestión que la felicidad sean proyectos, como aconsejan los psicólogos. Nadie tiene más proyectos que Scottie, pues anualmente se celebran decenas de torneos de golf que podría ganar y los récords en su disciplina son ilimitados (por ejemplo, ser el golfista que más tiempo se mantuvo el número 1). Así, Scottie siempre estará ocupado con el sueño de ganar quince veces el Open Británico. Pero, cada vez que lo gane, se preguntará lo mismo: ¿y?
El dilema del golfista presenta dos caras. Una es la profesional, que en su cuadratura resulta impecable. Me dedico al golf y lo hago bien, mejor que nadie, todo está en su sitio. La segunda es humana, universal: me dedico al golf, pero ése que juega al golf no soy yo, es otro. Yo soy el que no sabe quién es.
El éxito en el golf, la literatura o la música no llena porque la actividad obsesiva que dirigió tus sueños durante años o décadas se revela finita. Triunfar es salirse del juego, descubrir un engaño. Ser mejor que los demás no te hace una leyenda, sino un simple cromo en un álbum, casi una caricatura. Ser sólo el que mejor pega con un palo a una pelotita es ridículo, y no lo sabrás hasta que seas el mejor en pegarle con el palo a la pelotita.
¿Esto era yo, el mejor golfista del mundo, el mejor escritor, el hombre con más dinero de todos? Hay una masa anónima de la que deseamos alejarnos, y lo único que conseguimos con el éxito es pasar a otra masa anónima, virtualmente tan gigantesca como la primera. Éxito han tenido millones de individuos en la Historia de la Humanidad; el número de personas famosas, reconocidas, con estatua, con página en un libro de texto o con su nombre en una calle es incalculable. Querían ser alguien, y sólo son esa placa que hace esquina con la Gran Vía en Vigo, o la cara que sale en la tapa de una vieja caja de galletas.


En mi país, Argentina, uno de los hermanos Heguy (no recuerdo cuál) que llegó a 10 de hándicap como polista y ganó no sé qué cantidad de veces el torneo abierto de Palermo, el más importante del mundo, dejó en un reportaje una frase que es bien elocuente con respecto al éxito deportivo “el polo es lo que mejor hago, pero no lo mejor que hago.”