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La tierra en que morimos

La tierra en que morimos

El verano en Madrid

Hay una hora exacta —suele ser a las tres y veinte de la tarde, aunque varía con los caprichos del termómetro— en la que Madrid se detiene: el tráfico se convierte en un rumor apenas sostenido, las persianas descienden con una resignación doméstica, los porteros se refugian en sus garitas como combatientes de una guerra perdida de antemano y los turistas vagan por la Gran Vía con la expresión extrañada de quien descubre que se ha equivocado de planeta. Uno casi llega a pensar que en esos instantes podría cruzar la ciudad de punta a punta sin que nadie lo viera, como si Madrid se hubiera evaporado de sí misma. El verano aquí no es una estación, es una prueba; no de fe, sino de resistencia. En Madrid no se veranea, en Madrid se sobrevive. Lo saben los gatos, que huyen a sus segundas residencias en una contradicción zoológica tan repetida que ya a nadie sorprende; lo saben los camareros, que se funden con el mobiliario de las terrazas como si fueran figuras de cera; lo saben los lectores solitarios que desafían el colapso térmico y buscan en los bancos del Retiro o de cualquier plaza en la que aún hayan dejado vivo algún árbol un rincón donde el mundo aún pueda parecerse a un párrafo de Galdós. Aunque parezca mentira, la ciudad se vuelve más verdadera cuando se vacía. Abandonada por los que se creen importantes y corren a instalarse en urbanizaciones con nombres ridículos, Madrid se entrega a los que se quedan: a los que no tienen piscina ni excusa, a quienes descargan o vigilan o barren o escriben. Es en estas fechas cuando Madrid se despoja de su máscara funcional y revela otra cara, más callada y más honda, como si al fin se atreviera a hablar en voz baja. A Madrid, cuando le sobra el calor, le falla la memoria. No recuerda que fue corte ni que fue villa. Tampoco que en sus calles se cocieron conjuras, motines, zarzuelas y ruinas. El entendimiento sólo le da para saber que hace calor, que el asfalto brilla con una dignidad de espejismo y que no hay más remedio que esperar a que anochezca. Es una forma rudimentaria de sabiduría: cuando no se puede hacer nada, se hace nada, pero con estilo. Por eso florece en las plazas la liturgia del botellín, redoblan los abanicos como tambores en las manos de señoras que lo saben todo y los bares se convierten en templos donde los camareros son unos sacerdotes laicos a los que se acude por ver si son capaces de obrar el milagro de una caña bien tirada. No todo es perfecto: también están los que no entienden nada, los que se quejan del calor como si fuera un problema técnico, los que fuera del trabajo siguen llevando americana como si la elegancia no fuera en estas circunstancias una forma de sadomasoquismo y los que pasean por el centro con el convencimiento de que Madrid les debe algo. A ellos el verano les responde con una bofetada lenta pero constante; no para castigarlos, sino para recordarles que en esta ciudad los que no aprenden a reírse de sí mismos terminan sudando por encima de sus posibilidades. Porque Madrid en verano es un acto de fe sin Dios. No hay redención ni promesa, únicamente el ahora: el instante exacto en que la ciudad se abandona a su suerte y, al abandonarse, se encuentra. Puede que por eso quienes la aman de verdad prefieran julio al mes de abril. Porque en este mes que corre aquí no hay máscaras: la ciudad es sólo eso, la ciudad; puede parecer poco, pero es muchísimo.

A orillas del Duero

"Quedan los álamos del río, cuyas hojas se mueven al compás de la brisa de julio y que quizá sean los mismos que contemplaba Machado en sus paseos solitarios por las orillas del Duero"

Vuelvo después de diez años y mis ojos se lanzan con avidez en busca de lo que contemplaron entonces. Cuando salimos del Parador nos dejamos guiar por Patricia, que nos conduce por un sendero que desciende hacia el río por el extremo opuesto a la ciudad, y tras unos momentos de inquietud me reconforta distinguir allá a lo lejos la silueta de San Saturio sobre la ladera. Tengo ahora la certeza de que he vuelto a Soria, y con la jovialidad de quien vuelve a recuperar una pertenencia muy querida me aventuro por las calles que suben desde el puente de piedra a la ciudad, pasan junto a las ruinas sobrecogedoras de San Nicolás y desembocan en la Plaza Mayor, con su coqueto Palacio de la Audiencia y su inscripción en recuerdo de Cervantes y los soportales que anuncian la inminencia del Collado. Venimos a conmemorar el sesquicentenario de Antonio Machado y por eso recorremos la calle de los Estudios, donde estuvo la pensión en la que conoció a Leonor, y el perímetro del instituto en el que impartió clases y que lleva hoy su nombre. Nos detenemos ante el monumento al olmo seco, ante la iglesia y el cementerio del Espino, y aprovecho unos momentos solitarios para acercarme al monasterio de San Juan de Duero y visitar su hermoso claustro y el interior del templo, de un románico tan sencillo que abriga sin proponérselo. Han peatonalizado el entorno del otro San Juan, el de Rabanera, y gracias a ese cambio se aprecian mejor la hermosura y las proporciones de un templo que parece haber sobrevivido de milagro, incrustado como está en el corazón de la ciudad moderna. Cuando vine la primera vez me ocurrió lo que imagino que les ocurre a todos los que han leído con cierto detenimiento los versos de Machado, que se sienten en un territorio conocido porque Soria es, más que una ciudad, un territorio mítico del que brotan reminiscencias inevitablemente familiares. De vuelta al Parador, por un sendero que se va desdoblando en curvas varias y transcurre junto a la carretera, distingo a lo lejos la iglesia del Mirón, a la que no podré subir esta vez porque estaremos aquí durante un tiempo muy breve y no dan las horas para todo. Es una contrariedad porque da la impresión de que por estas tierras el reloj queda en suspenso, pero no deja de ser una ilusión que se desmorona en cuanto la realidad se digna a hacer acto de presencia: a la vuelta de mi anterior viaje escribí una crónica que concluí con la conversación que mantuve con un camarero veterano que se llamaba Tomás y nos atendió el mismo día en que se jubilaba; al terminar el acto de homenaje a don Antonio que nos ha convocado aquí en este día de verano, pregunto por él a Gustavo y me cuenta que se murió hace dos o tres años, después de la pandemia, casi por las mismas fechas en las que falleció Jesús Bárez, que me hizo de anfitrión entonces y a quien ya no podré saludar ahora. Quedan los álamos del río, cuyas hojas se mueven al compás de la brisa de julio y que quizá sean los mismos que contemplaba Machado en sus paseos solitarios por las orillas del Duero, ese río que discurre apacible y susurra, muy bajito, sus versos.

La controversia de una tumba

"La tumba de Machado se ha convertido en un lugar sagrado y está, además, enclavada en un entorno hermoso, y eso no deja de ser un consuelo al afrontar la evidencia de su final inmerecido"

En el último tramo de nuestra conversación pública en el interior del Palacio de la Audiencia, Eva Díaz Pérez saca a colación el asunto de si deben o no repatriarse los restos de Antonio Machado y de su madre. Le respondo lo que he respondido siempre que me plantean la cuestión: que entiendo el razonamiento de quienes abogan por exhumar los cuerpos del poeta y de su madre y darles sepultura dentro del territorio español, pero no me parece que sea la decisión más acertada. Machado murió en el exilio por una decisión que iba en perfecta consonancia con sus principios y sus valores, con las ideas que defendió a lo largo de su vida, y por eso su fallecimiento y su entierro en Collioure no pueden ni deben entenderse como algo accidental, sino como el resultado de una trayectoria vital y cívica que lo forzó a dejar España en aquellos tiempos de vileza y furia. El hecho de que para visitar su sepultura haya que desplazarse hacia ese pueblecito anclado en la costa del sur de Francia —un trayecto trabajoso casi siempre, salvo que uno lo inicie ya en la Cataluña litoral— implica por sí mismo una inevitable toma de conciencia respecto a las circunstancias últimas del poeta y por eso el túmulo se ha convertido en un símbolo del exilio, un recordatorio perpetuo de los cientos de miles de hombres y mujeres y niños que tuvieron que dejar su país para no verse sometidos al rencor de los vencedores. La tumba de Machado se ha convertido en un lugar sagrado y está, además, enclavada en un entorno hermoso, y eso —aunque a él le sirva de poco— no deja de ser un consuelo al afrontar la evidencia de su final inmerecido. Hay una última razón: él mismo dictaminó que sólo la tierra en la que se muere es nuestra. Sacarlo de Collioure quizá sea arrebatarle la única que, según su propio criterio, le pertenece realmente.

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Jaime Ramírez Morales
Jaime Ramírez Morales
4 meses hace

Conozco Madrid. Hace muchísimo tiempo que no la visito, pero sé que todo lo que en su artículo señala, critica, y pone de relieve sobre esa ciudad donde todos se mueren es cierto; de modo que no iré a Madrid y me quedo en Almería. Ah, y diré también algo que he leído muy ingenioso sobre la humanidad: Somos la única especie capaz de extinguirlo todo.