Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.
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Raúl Quinto nunca ha tenido miedo a la locura, pero durante cierta etapa de su vida, obviamente la adolescencia, se sintió al borde del abismo. En una de sus novelas, La canción de NOF4 (Jekyll & Jill, 2021), contaba la historia de un esquizofrénico, Fernando Oreste Nannetti, que escribió todo un libro en el muro del manicomio donde estaba ingresado. Grabó el texto con el ardillón de una hebilla y, aunque su obra resultó un jeroglífico imposible de descifrar, hoy se usa para ejemplificar la pulsión enfermiza de quienes tienen que escribir por encima de cualquier otra cosa. Quinto sintió esa necesidad en la pubertad. De hecho, se obsesionó tanto con la literatura que perdió ligeramente el rumbo. Todavía hoy le incomoda recordar aquella época, pero eso no le impide aclarar que si salió de la vorágine autodestructiva en la que había caído fue porque tomó la firme, inquebrantable decisión de no volver a convertir su yo en material literario. Porque eso, dice, es lo peligroso: tratar de ser uno mismo literatura. Raúl Quinto es uno de los autores más respetados de la narrativa contemporánea; en ninguna de sus novelas habla de su propia persona. O al menos no lo hace de un modo directo.
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El miedo a la locura de Jorge Luis Borges se manifestaba a través del rechazo a los espejos. En su habitación de la infancia había tres, y cada uno reflejaba la luz de un modo distinto, a veces incluso en contra de las leyes más elementales de la física. Cuando el futuro escritor se ponía delante de una superficie de esas, pensaba que el auténtico yo era el otro, el que aparecía en el vidrio, el que le miraba en silencio. Cuando se iba a dormir, pedía a Dios no soñar con espejos. Algunos estudiosos dicen que ese temor le llevó a elaborar su propia teoría sobre el desdoblamiento, sobre el duplicado, sobre el Doppelgänger. Otros intelectuales, mejor dicho pseudointelectuales, afirman que Borges se quedó ciego para no tener que mirarse nunca más en un espejo.
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El miedo a la locura está ligado a los orígenes literarios de una enorme cantidad de escritores. La madre de Patricia Highsmith, Mary Coates, lo expresó perfectamente el día en que miró con repugnancia a su hija y le preguntó: “¿Por qué no te enderezas de una vez?”. Hoy sabemos la respuesta: porque no se puede crear a Tom Ripley siendo una persona recta. Es así de sencillo. Quien no lo entienda, que busque otro oficio.
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El poeta catalán Miquel Bauçà cogió el camino de la locura cuando su madre lo dejó huérfano y cuando se enteró de que su padre planeaba entregarlo a una secta religiosa de la Mallorca profunda. Cuando ya fue mayor de edad, abandonó su casa y se instaló en una roulotte abandonada en un campo de olivos. Cuenta la leyenda que un día, cansado del mundo, y sobre todo de las gentes que lo habitan, empezó a cavar un hoyo bajo la caravana. Quería enterrarla por completo y así vivir totalmente aislado. Años después, se mudó a Barcelona y, tras un periodo de relativa visibilidad, se encerró de nuevo. Dejó de codearse con los editores, con los periodistas, con los colegas del ramo; empezó a comunicarse con el exterior a través de un apartado de correos. Se rumoreaba que a veces cogía el autobús y daba vueltas y vueltas y más vueltas a Barcelona. Murió a los sesenta y cuatro años, en la más oscura de las soledades. Los vecinos tardaron semanas en llamar a los bomberos, su cuerpo permaneció sin identificar en el instituto forense durante días. Miquel Bauçà era un grande de la literatura catalana.
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Los escritores enloquecen porque viven obsesionados con la búsqueda de la verdad. Ante la tumba de Aquiles, por ejemplo, Homero solicitó contemplar el escudo y la armadura que Hefesto había forjado para el héroe. Y cuando se los pusieron delante, el brillo sobrenatural que desprendían aquellos pertrechos le dejó ciego. Tal fue el precio que el aedo pagó por su curiosidad, tal fue el castigo por querer ver lo que mejor se mantiene secreto. Por suerte, no termina aquí la historia. Por suerte, la diosa Tetis se apiadó de su invidencia y, como compensación, le concedió el don de la poesía.
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La última novela de Raúl Quinto es La ballena azul (Jekyll & Jill).


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