La obra de Kazuo Ishiguro, premio Nobel de Literatura 2017, se comporta como su biografía: a la manera de un gran laboratorio. Nacido en Nagasaki, en 1954, Kazuo Ishiguro se trasladó a Inglaterra en 1960. Creció con la impronta cultural y literaria británica. Estudió en las universidades de Kent y de East Anglia y emergió en lo que hoy se conoce como la Generación Granta, en la que se incluyen autores de los ochenta como Ian McEwan, Martin Amis o Barnes. Quizá una de las descripciones más claras de Ishiguro como autor la dio este jueves la secretaria de la Academia Sueca, Sara Danius, al anunciar que se le concedía el Nobel de Literatura: Ishiguro es una mezcla de Jane Austen, Kafka y Marcel Proust, pero con menos palabras. Ese es el mayor rasgo de Ishiguro: la capacidad de mezclar, un atributo que lo convierte en un escritor de la memoria, el paso del tiempo y el olvido en la época de la posverdad, lo cual es un matiz importante. Ishiguro es un decimonónico que puede escribir distopías. Un hombre híbrido y por tanto, autor de una obra que responde naturalmente a esa condición. Y sólo basta dar un repaso a su obra para descubrirlo.
Ishiguro es un autor poco prolífico: tiene apenas ocho libros pero ha sabido jugar en cada uno la carta de la mezcla y la experimentación. Aunque ya había publicado Pálida luz en las colinas (Premio Winifred Holtby) y Un artista del mundo flotante (Premio Whitbread), saltó a la palestra con Los restos del día (1989), Premio Man Booker de ese año y su novela más conocida, en buena medida gracias a la adaptación cinematográfica que hizo James Ivory, en 1993, con Anthony Hopkins y Emma Thompson como protagonistas. Ambientada en la Inglaterra de mediados del siglo XX, en esta novela Ishiguro se valió de un personaje como Stevens, el mayordomo de Darlington Hall, para levantar un fresco moral e histórico de una clase y una sociedad. Tras la muerte de Lord Darlington, la casa en la que Stevens trabaja es adquirida por un norteamericano. Esa circunstancia permite a Stevens viajar por primera vez en su vida. A partir de esa estructura de novela victoriana, el sirviente pasa de testigo a detective. Es él quien averigua, descubre, lo que le ha sido ocultado. Son los ojos de Stevens los que revelan al lector las costuras morales de su antiguo patrón y su relación con hechos de la II Guerra Mundial. La ocultación y la memoria; lo intimista y lo histórico, se alternan para asumir su gran relato del olvido, la moral, los fantasmas del pasado, los odios heredados así como las traiciones implícitas en las patrias.

El gigante enterrado ocurre en la Inglaterra medieval, y en ella se desarrollan los hechos en función de una mezcla: la fantasía, el viaje iniciático, la fábula y la épica, para indagar en la memoria y el olvido. Un círculo más dentro de los temas destacados y en los resortes internos de su obra. Hay un efecto decimonónico y al mismo tiempo contemporáneo en las novelas del británico, que se impone en el palmarés del Nobel con una sobriedad tranquilizadora, a la luz de los sobresaltos de los últimos años. Ishiguro tiene algo conciliador, justamente porque en él todas las piezas encajan. A pesar de eso, su elección sorprendió a muchos, entre otras cosas porque su nombre no sonaba en las quinielas, en las que se repetían otros autores como el sirio Adonis, el israelí Amos Oz y el keniano Ngugi wa Thiong’o, y a las que poco después se añadió la escritora Margaret Atwood. Murakami, por supuesto, estaba también entre los aspirantes, pero ya no se sabe si hay maldad, chascarrillo o mala baba en tan permanente candidatura.



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