Puede que, en la extensa trayectoria de Gonzalo Torrente Ballester (Serantes, 1910-Salamanca, 1999), su trilogía Los gozos y las sombras —compuesta por las novelas El señor llega (1957), Donde da la vuelta el aire (1960) y La Pascua triste (1962)— y esa obra maestra sin paliativos que es La saga/fuga de J. B. (1972) constituyan sus obras más conocidas, acaso con permiso de Crónica del rey pasmado (1989), que fue adaptada al cine por Imanol Uribe, y Filomeno, a mi pesar, que obtuvo el premio Planeta en 1988. Habrá quienes, con mucho fundamento, reclamen atención sobre títulos como Don Juan (1963) o Fragmentos de Apocalipsis (1977) y quienes reivindiquen total o parcialmente algunas de las piezas que alumbró en sus últimos años —tal vez La muerte del decano (1992) o La novela de Pepe Ansúrez (1994)—, pero serán muy pocos los que pongan el foco sobre los libros adscritos a su periodo de formación como novelista, es decir, los que transcurrieron desde que regresó a España en plena Guerra Civil hasta que salió de la imprenta el primer volumen de Los gozos y las sombras.
Es conocida la peripecia que llevó a Gonzalo Torrente Ballester a transitar desde un galleguismo de cariz republicano hasta un falangismo de conveniencia que nunca casó demasiado bien con sus reticencias a aceptar determinados dogmas prestablecidos. En los años inmediatamente posteriores a la consumación de ese viaje ideológico redactó el escritor las páginas que se terminarían convirtiendo en su primera novela. Javier Mariño, que salió a la luz casi recién finalizada la contienda y que ahora reedita Almuzara dentro de una colección destinada a rescatar textos más o menos relativos a la Guerra Civil provenientes de plumas que la vivieron en primera persona, tuvo una existencia agitada. Como el propio autor contó en el prólogo a una edición impresa en 1985, la novela llegó a las librerías en diciembre de 1943 y «veinte días pasados de su aparición, el diez de enero de 1944, los ejemplares existentes en las librerías fueron retirados y la editorial recibió orden de almacenarla». No tardó mucho en entrevistarse personalmente con el censor que dictaminó su prohibición, y no tuvo empacho en reconocer que sus observaciones «revelaban una lectura atenta de la obra, una lectura detenida como quizá nadie haya leído después una obra mía». «Al importante lector», añadía Torrente con su conocida retranca, «conciencia escrupulosa, no se le había escapado un solo matiz, había dado a las palabras el valor que tenían, desde su punto de vista, por supuesto, que no era el mío ni probablemente el de muchos congéneres suyos; que se retrotraía, creo yo, en su espíritu, a lo más intransigente del postridentinismo».
Es justamente ese personaje, el protagonista, el principal responsable de que la lectura de la novela resulte hoy, en algunos tramos, controvertida. El propio Torrente Ballester hacía alusión también a esto en 1985, al señalar que «tengo mis dudas acerca del verdadero pensamiento político de este personaje: no que sea ambiguo, como creía mi censor, sino que carece de él. Quien vea en esta figura lo que realmente es, una persona y su máscara, sabrá qué atribuir a la máscara y qué a la persona». Marcos Giralt, por su parte, opina que «Javier Mariño es, desde luego, por muchas de sus creencias, un personaje repelente, pero la historia de la literatura está llena de grandes novelas sobre personajes repelentes y es de cajón —aunque haya que repetirlo— que lo que piensa un personaje no es necesariamente lo que piensa su autor». «En cualquier caso», apunta, «en lo que a Javier Mariño atañe, su único delito es el de haber plegado su indudable instinto de novelista a las demandas de la España en la que vivía».
No se puede decir que Javier Mariño fuese una joya escondida en la abundante bibliografía torrentiana, toda vez que en ella despuntan títulos como los señalados al inicio de este artículo. Sin embargo, su lectura resulta interesante en la medida en que permite adentrarse en el taller del novelista primerizo que se terminará convirtiendo en uno de los grandes nombres propios de nuestras letras y asistir en primera fila a sus dudas y titubeos, y también a los primeros despuntes de una brillantez que derrocharía años más tarde en cientos de páginas. Como advierte Marcos Giralt en el prólogo, Torrente Ballester «pudo optar por no publicar, pero el precio era demasiado alto para alguien que desde muy joven vivió para ser escritor». Éste fue el principio del camino, y sin él no habría existido lo demás.


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