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Al sur de Baroja

A la filóloga granadina María Bueno Martínez la ciudad de San Sebastián, donde su padre y su paisano Antonio Muñoz Molina hicieron el servicio militar, le conectó con la cultura vasca y con Pío Baroja.

Zenda ofrece un fragmento de Baroja y yo: Un vasco en la corte nazarí.

En 1953, Pío Baroja publicó su libro El País Vasco, un libro que hizo por encargo, como expresa en el Prólogo, y donde nos aclara: “No comprendo por qué razones me sentí desde joven vasquista. No fue por contagio familiar. Mi padre era muy entusiasta de San Sebastián, su pueblo. Había llevado una infancia y una juventud divertida, y la recordaba con gusto; pero no tenía gran fervor por el país, solamente por la ciudad. Mi madre era indiferente y creía que en todas partes se podía vivir si era necesario” .

De ese libro tengo dos ejemplares en mi biblioteca, uno es la cuarta edición (1972) de la editorial Destino, que fue la encargada de su publicación. Una edición preciosa con una serie de mapas desplegables, cinco de ellos son obra de José María de Ucelay y el general, a escala, de Pablo Cots y profusamente ilustrada con fotografías en blanco y negro, la mayoría de ellas de  Ramón Dimas, aunque también aparecen obras de otros fotógrafos: Archivo Mas, Marqués de Santa María  del Villar, Gerardo López de Guereñu, Cándido Fullaondo, Argazki, Antonio Arrieta, García Gagabella, Mariano López Sellés, Guy le Boyer, Marín, Ocaña, J. de  Ojanguren, Séris y José María de Ucelay. Y el segundo ejemplar es la edición que en 2006 publicó Txalaparta, aunque yo tengo la segunda edición de 2007. Edición que incorpora ilustraciones de Jean-Marc Lanusse, complemento a una selección de las numerosas fotografías que aparecían en la primera edición, y de esta edición proceden las citas. Los dos me los han regalado. La edición de Destino me la regalaron Rafael Zambrana y Mabel Abril, padres de Inés, que durante sus primeros años cuidé. Y la segunda, la de Txalaparta, Joxerra Zabala y Marian Vázquez, que se han convertido en mi familia donostiarra. Joxemari Iturralde, en el libro, Órdago-Hor dago, número 12 de esta colección, hace un breve recorrido por las diferentes ediciones, incluidas censuras, de la obra.

Antes que nada, debo decir que estoy de acuerdo con el entusiasmo de Serafín Baroja, padre del novelista, por San Sebastián y con su madre, Carmen Nessi, en lo de que se puede vivir en cualquier parte si es necesario.

Escribía Baroja que no comprendía por qué razones se sintió desde joven vasquista; yo creo que sí sé de dónde viene mi amor por San Sebastián y de ahí mi interés por la cultura vasca.

Del capítulo dedicado a San Sebastián me gustaría destacar algunos fragmentos:

Yo nací en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Soy guipuzcoano y donostiarra; lo primero me gusta, lo segundo menos. Hubiera preferido nacer en un pueblo, entre montes o en una pequeña villa costera que no en una ciudad de forasteros y de fondistas. Me hubiera parecido más pintoresco.

No siento gran entusiasmo por San Sebastián, por varias razones. Primeramente, el pueblo no es pintoresco, pudiendo haberlo sido: tiene calles rectas, que son todas iguales, y dos o tres monumentos que son medianos. Yo creo que en el caso de los monumentos públicos hay que tenerlos muy buenos, o si no, no tenerlos. Hay cosas en donde no se acepta ser mediocre. Allí donde los donostiarras, en colaboración con los madrileños, ponen su mano, se levanta una cosa vulgar. Ya han afeado y municipalizado el monte Igueldo; ahora están afeando el Castillo; y el monte Ulía; si pudieran, afearían, y municipalizarían el mar para ponerlo a gusto de los forasteros de la Mancha o de la Sierra de Cazorla.

Yo no tengo espíritu de esteta. Lo necesario es más importante que lo bonito. ¿Para qué adornar la ciudad con bagatelas de bazar?

San Sebastián es una ciudad síntesis de la vida española, de la burguesía. No tiene el espejismo engañoso de lo pintoresco que tienen Sevilla o Granada.

Estas ideas de Baroja son las que irán apareciendo a lo largo de este texto, pero quiero volver al primer párrafo de su capítulo sobre San Sebastián:

San Sebastián, en vascuence Donosti, y antiguamente Izurun, está situada en el fondo mismo del golfo de Gascuña, en la desembocadura del río Urumea, y alrededor de una espléndida bahía arenosa cerrada al oeste por el monte Igueldo, y al este por el Urgull, coronado por el castillo de la Mota. Es pueblo de fundación antigua; tiene cerca de un millar de años.

Pues a esta postal descrita por Baroja en 1953, un año más tarde llegó Diego Bueno Molero, mi padre, aunque no de turismo. También me gustaría copiar otra postal, esta de Antonio Muñoz Molina, que 25 años después llegó al mismo lugar y, en concreto, al Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia:

El cuartel era un edificio con torreones de ladrillo al otro lado del río, un río ancho y lento, cenagoso, del que ascendía una niebla húmeda, un olor muy denso a vegetación, a limo, a aguas corruptas, a tierra y hojas empapadas, a lluvia, el olor del norte, que, para muchos de nosotros, venidos del secano, constituía un misterio y una novedad.

[…]

Habíamos llegado a San Sebastián, al barrio de Loyola.

Es un fragmento de Ardor guerrero, relato de su servicio militar, publicado en 1995, aunque yo he leído la edición de bolsillo de Booket, de 2016, de donde proceden las citas. La actual ubicación del Acuartelamiento se inauguró en 1926, tras trasladarlo del antiguo cuartel de San Telmo; en el claustro de este edificio se instaló el primer monumento a Baroja en San Sebastián. Entre las curiosidades de este acuartelamiento hay que resaltar que mantiene el nombre del Gran Tercio Viejo de Sicilia, del que fue soldado Miguel de Cervantes, manteniendo también una guarnición con unos 400 infantes. Información que he extraído del artículo “El soldado Cervantes, un insigne en el cuartel militar de San Sebastián”, de Mikel Ormazabal, publicado en El País, 30 de mayo de 2015. Aunque existe la épica de los relatos de la mili, mi padre no es un buen narrador y desde que yo recuerdo no nos ha hecho nunca la narración de ese período, quizás porque éramos tres hijas su auditorio, pero sí volvió, como narra Muñoz Molina, en otro fragmento, cargado de nombres. Y también de algunas anécdotas. Leyendo la biografía de Baroja de José-Carlos Mainer, me he encontrado este fragmento del Prólogo a Bagatelas de otoño, donde Baroja confesaba que como Merimée “de la historia no me gustan más que las anécdotas”.

Tanto mi padre como Muñoz Molina fueron destinados a la ciudad natal de Baroja, ejemplos claros de la política militar de la que habla el novelista ubetense:

Las autoridades militares habían decidido que nadie, salvo los voluntarios, podían hacer la mili en su región de origen, con la finalidad, según aseguraban ellos, de que todos llegáramos a conocer los lugares más lejanos de nuestro país, o lo que es lo mismo, que descubriéramos eso que en la prosa franquista se llamaba la rica variedad de los hombres y las tierras de España.

Del sur al norte llegó mi padre casi de madrugada, después de dos días de un largo viaje en tren. Aunque cuando iniciaron el viaje en la estación de Guadix no sabían dónde iban a pasar casi dos años de sus vidas. Entre los que estaban allí para despedirlos se encontraba un primo, que, cogiendo la cartilla militar de alguno, le preguntó a un militar que estaba en el andén si sabía dónde iban y, en ese momento, se enteraron de su destino: San Sebastián.

Una de las anécdotas que nos ha contado de este período es que se hizo amigo de el cabo primera, un bilbaíno que era el encargado de distribuir las guardias y al que mi padre acudía para que pusiera a los guipuzcoanos de guardia los fines de semana y así éstos se acercaban a él para pedirle que se las hiciera él, eso sí, a cambio de algún dinero, ya no recuerda el importe. Con ese dinero podía ir a comer a algún local del puerto y, si le quedaba algo, podía ir también al cine. Al cine volveré más tarde. Es una anécdota que encajaría muy bien con algunos personajes barojianos.

También descubrió la amistad, fuera del pueblo, en un compañero de Purullena (Granada): Calixto Badilot Medina, que, aunque estaba destinado en diferente compañía, le dio una llave del candado de su taquilla para que cuando su madre le enviaba, en latas, pollo en aceite, él pudiera ir a comer allí. Además, era el encargado de escribirle las cartas, porque mi padre no sabía escribir; en el cuartel también recibió sus primeras clases. A mi abuela, que sabía leer, pero no escribir, se las escribía la maestra, doña Elisa. Mi abuela correspondía a su amabilidad comentando que la maestra era una mujer muy guapa y buena. Calixto le propuso escribirle una carta cortejándola. Cosa que hicieron. Y ella le contestó agradeciendo su interés, pero le decía que estaba casada. Cuando mi padre volvió a Sillar Baja, nuestro pueblo, ella le daría clases durante las noches para enseñarle a escribir y leer. Si las circunstancias de su vida, y aquí debo incluir a mi madre también, hubieran sido diferentes, estoy segura de que los dos hubieran sido buenos lectores.

Pasados los años, mi padre fue a pie desde Sillar Baja hasta Purullena, para hacer una visita a su amigo. He mirado en Google Maps la distancia; andando se tarda 3 h. 50’ en recorrer los 19, 4 Km. que separan los dos pueblos por la A-4105, y 5 h 10’, los 23,8 Km., por la GR-4104. Aunque mi padre iría por veredas y trochas, por lo que tardaría menos.

Cuenta Muñoz Molina, cómo emprendió un viaje a Úbeda con un carnet militar falso y el pasaporte que debía autorizar y firmar el coronel del regimiento para que pudiera viajar gratis, aunque esos documentos solo se concedían a los soldados con permiso oficial o que acababan de obtener la licencia, y él no la tenía. El novelista se acercó a las taquillas a recoger su billete, pero el requisito se le hizo eterno y en un momento pensó que “de no haber sido eso mucho más sospechoso habría retirado el pasaporte con un gesto brusco y me habría ido a hacer autostop, porque no tenía dinero para pagarme el largo viaje hasta Madrid y luego hasta Linares-Baeza”.

A mi padre, le dieron un mes de vacaciones, pero tuvo que renunciar a ellas porque, aunque el capellán le prestaba el dinero para el billete hacia Granada, él sabía que no se lo podría devolver y tampoco tendría dinero para comprar el billete de vuelta. Cuando se ha tenido que trabajar desde los primeros años de tu vida y no se logran más que los trabajos que van saliendo, en esa época y en un pequeño pueblo, las privaciones son la norma; por eso se le quedó en la memoria los calcetines de lana, blancos y altos, que le dieron en el cuartel.

El mismo año que se publicó El País Vasco, también arrancó la semana de cine promovida por el comercio local donostiarra; al año siguiente convertido ya en Festival Internacional de Cine. Y es que ahora toca la anécdota cinéfila. El 17 de setiembre de 1956 –un mes y medio antes de la muerte del novelista-, se estrenó en el Palacio de la Música de Madrid, la película Embajadores en el infierno. Y, según nos informa Sergio Alegre en su trabajo sobre “Embajadores en el infierno”, publicado en el libro La historia a través del cine: Europa del Este y la caída del muro. El franquismo (obra coordinada por Santiago de Pablo y que publico la UPV/EHU, en el año 2000): “El rodaje de Embajadores en el infierno se inició en otoño de 1955 quedando listo para su montaje en abril del siguiente año” (84).

Después de diez años de cautiverio en los campos de prisioneros soviéticos, en 1954, regresaron, en un barco de la Cruz Roja, a España los miembros de la División Azul que habían ido voluntarios al frente soviético. Torcuato Luca de Tena realizó una serie de entrevistas a los retornados y entre estos se encontraba el capitán Teodoro Palacios, al que todos consideraban un héroe. Las entrevistas que mantuvo con él le sirvieron para escribir Embajador en el infierno, que fue publicado en 1955, convirtiéndose en un éxito de ventas e inmediatamente se llevó la historia del “héroe anticomunista” al cine. La película la dirigió José María Forqué.

Uno de los aspectos destacados de la película son los decorados asombrosos de Ramiro Gómez, que reconstruyó con gran verosimilitud los barracones y alambradas de los campos de trabajo soviéticos en Burguete (Navarra). En la entrevista al director que recoge Sergio Alegre en su artículo “La División Azul en la pantalla. El presente cambia la Historia”, publicado en 1991, José María Forqué comenta que miembros de la Falange iban al rodaje a amenazarlos y le echaban en cara que utilizara soldados como figuración y no a los habituales del cine. A lo que el director respondía: “Yo era simplemente el director de la película y les decía que se cortaran el pelo a cero todos los figurantes y podían entrar. Para defenderme de una acusación tonta ya que sólo por razones de producción se llamó a soldados ya que estos correspondían mejor a los movimientos que tenían que hacer”.

Pues precisamente las primeras escenas donde salen los soldados caminando por la nieve, mi padre estaba en la compañía de esquiadores-escaladores, son las que a mí más me interesan porque entre esos soldados estaba él.

No se acuerda si vio la película o no. Pero regresó a su pueblo con estas anécdotas, una foto de un mozo muy guapo con toda la inocencia de sus rasgos, entre los que destacan sus ojos pequeños y un nombre de ciudad: San Sebastián, que yo heredé y el tiempo lo ha ido llenando de significados.

En primer lugar, San Sebastián es para mí la Real Sociedad. Viendo su historia, desde la temporada 1967/68 hasta la 2006/7, había estado en primera. Es decir, desde que yo nací había estado en primera división, por eso fueron duros los años de segunda. Desde la década de los ochenta, es un gran amor.

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Autor: María Bueno Martínez. Título: Baroja (& yo): Un vasco en la corte nazarí. Editorial: Ipso Ediciones. Venta: Amazon 

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