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Alejandro Palomas: «Sigo sufriendo el síndrome del impostor»

Alejandro Palomas: «Sigo sufriendo el síndrome del impostor»

La literatura tan sólo es posible tras una primera ascesis mediante la cual el individuo transforma y asimila sus recuerdos dolorosos, al mismo tiempo que construye su personalidad

(Jorge Semprún)

Las palabras de Alejandro Palomas son como esa luz que regala un contorno nuevo, un relieve que aún no se había apreciado. Belleza náufraga esperando a que alguien la descubra partiendo de un ángulo, de un fragmento, para contar siempre algo mayor, más profundo. Una madre, un perro, un hijo, un cerezo, un secreto… Tras los telones surge siempre una verdad revelada en Alejandro Palomas, mientras el protagonista indiscutible —el amor, como madre que apareja todas esas formas— teje fruncidos por donde no volverá a romperse el delicado lienzo de una vida. Incluso cuando Alejandro Palomas nos abre su alma y comparte con el lector crudas intimidades lo hace con esa luz. Este es el caso de su último libro, Esto no se dice (Destino, 2022), donde cuenta los abusos y agresiones sexuales que sufrió en su niñez. Por algo es un poeta. Decía Semprún que si los novelistas y los poetas no se apropiaban de la memoria, nadie lo haría.

La que sigue es la historia real de todos esos años de silencio, un largo camino de supervivencia, reparación, enfermedad, lucha diaria y daño. Pero es, por encima de todo, un testimonio infatigable de apego a la vida. Lo que no se nombra no existe y aquello que se rebautiza pierde su identidad, y también su impacto original. Yo fui un niño violado, abusado y agredido, física y psicológicamente. Lo fui todo a la vez y repetidamente.

No hay adjetivos, no se han inventado, para describir lo que tuvo que soportar Alejandro Palomas durante un año con el Hermano L —así lo denomina él en la obra— y con los compañeros de colegio que le acosaron. Aún fue más difícil sobrellevar el silencio que vino después, la ausencia de una explicación racional. Él sobrevivió a todo eso, y encontró un alivio infinito en la literatura, a la que recurría a todas horas, antes de convertirse en un creador de mundos. Desde la campana de cristal donde se refugió, las historias que fluían de su imaginación empezaron a conectar con miles de lectores que se reconocían en sus cómplices detalles, esos que en su sigilosa presencia esculpen familias. Eligió seguir, y en esa elección siempre estuvo Amalia, su querida y añorada madre, que rescató a Alejandro de todos sus abismos.

Esto no se dice es una de esas narraciones que apaga el ruido de la mente, permitiendo que entren todos los sentidos y contando, sin retorcer el lenguaje, aquellos días en los que dejó de ser un niño para ser un superviviente. La pregunta podría ser cuál es la razón por la que algunas personas se convierten en dianas. Pero no existe razones en la mente de una persona ecuánime. Simplemente lo que surge ahí es la condición humana, la de la más absoluta depredación ante la inocencia de la infancia. Con el tiempo aparecen las palabras, que siempre importan, y lo hacen porque marcan etiquetas invisibles en las personas, que terminan por aceptarlas, como si no hubiera otra opción. Entender el error de mirar a otro lado cuando algún niño se convierte en ese foco de violencia es otra de las motivaciones por la que muchas personas deberían leer este libro.

La verdad surge en este relato, a veces interrumpido de expresivos descansos gráficos, poniendo voz a millones de voces silenciadas que se quedaron ancladas en ese tiempo robado, haciéndose mayores sin interludios, pero encerrando al niño que buscaba esa protección, el consuelo y la seguridad necesarias.

Mis novelas, todo lo que escribo desde que empecé a hacerlo, son mi ventana al exterior, esa grieta de luz que se cuela desde fuera y me ayuda a tranquilizar al niño que soy, el que tiene miedo a la oscuridad, a despertar de noche con las manos atadas. Escribo para que la luz no se apague, esa es la verdad. 

Lo que queda después de leer esta magnífica confesión, armada con exquisita literatura, es esperanza, pues hay una apuesta clara por la vida a pesar de todas sus esquinas y espinas. Lo que queda es una plácida escena, donde una madre mece al hijo para siempre, donde un hijo escribe para su madre eternamente, y un alma risueña destensa todas las cuerdas. Una ventana donde su perro Rulfo espera, donde los impares ganan, y no hay sombras ni noches eternas. Luz indirecta que rescata las orfandades.

Soy un hombre libre que todavía pelea por aprender a gestionar esa libertad para que la esfera de la imaginación no desaparezca poder dejar a mi muerte un mundo un poco mejor del que encontré al llegar.

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—¿Crees que Esto no se dice ha estado de alguna manera en el fondo de todas tus anteriores obras?

"En el fondo, y no tan en el fondo, el resto de mi obra desde el principio ha sido una proyección"

—Sí, claro, ha estado en el fondo porque forma parte de mí, soy yo. Y en el fondo, y no tan en el fondo, el resto de mi obra desde el principio ha sido una proyección. Quien escribía era la persona que había pasado por Esto no se dice y poco a poco, creo que en muchas obras aparecen pinceladas de lo que luego ha sido este testimonio ficcionado, no maquillado, porque no suelo maquillar las cosas. Pero si se lee mi obra después de haber leído Esto no se dice, la visión y la lectura cambian por completo.

—Dices en tu poema final que has tardado 50 años en despellejar la infelicidad de la infancia. El momento oportuno lo decidió el cuerpo, que es el que habla, como bien apuntas. ¿Quién habla realmente en esta obra, el niño, o el adulto?

—Hablan los dos. No puede haber uno sin el otro. No pueden no convivir, porque eso significaría desvivir, entonces se desvivirían. Están siempre unidos, hablan y se dan la palabra el uno al otro, porque Esto no se dice es en realidad un diálogo entre el niño y el adulto. Son esos diálogos que yo mantengo conmigo en la intimidad para que los dos sigan con vida. De no ser así, uno de los dos desaparecería, y en consecuencia el otro también.

—¿Hubieras sido alguien distinto de no haberte sucedido lo que te pasó? Si las cosas hubieran sido distintas ¿tu mundo interior hubiera pugnado por salir, tu poesía…?

"Son preguntas que no tienen respuesta, y que por lo tanto llevan a un estado de desesperación en el que no quiero caer"

—Pues no lo sé. Habría sido alguien distinto seguro, lo que pasa es que no sé qué tipo de persona habría sido si no me hubiera ocurrido lo que me ocurrió. Bien es cierto que lo que me ocurrió no ha sido lo único que me ha sucedido de esas características, con lo cual…Es una pregunta muy complicada, porque uno nunca sabe cómo habría sido en otras circunstancias, o quién habría sido, quién es realmente. Si las circunstancias varían, el individuo varía también, o no: a veces lo que cambian son las formas de afrontar las circunstancias, pero no la esencia del individuo. Es la eterna pregunta, y desconozco la respuesta. Me lo pregunto muchas veces, pero llega un momento que es como cuando nos hacemos esa terrible pregunta que nos sumerge en ese terrible pozo del que es tan difícil salir, que es “qué sentido tiene la vida”. Esa es una pregunta muy semejante a la que formulas. Son preguntas que no tienen respuesta, y que por lo tanto llevan a un estado de desesperación en el que no quiero caer.

—Somos la suma de nuestras renuncias, dices. Pero pienso que hay veces el azar debería repartir el doble de tiempo, ese doble seis, y rara vez es así. ¿Qué procuras sumar tú? ¿Y cuáles han sido tus renuncias?

Yo procuro sumar los días de mi calendario, no tengo conciencia de querer sumar…o quizá sí. Quizá intento sumar logros, desafíos; mi vida ha sido un constante desafío, o una constante suma de desafíos que yo he creído necesarios para demostrarme que servía, que valía, con lo cual ha sido también una suma de carencias que, como buenamente he podido o he sabido, he intentado corregir. Tenía que conseguir logros, ponerme retos y metas para convencerme de que mi lugar en el mundo, y mi forma de estar en el mundo, están justificados y eso ha sido muy complicado, porque es algo muy angustiante, muy estresante. Tener que demostrarte constantemente a través de desafíos que tienes tu derecho a estar aquí es a veces una condena. Mis renuncias…no creo que hayan sido ni menores ni menos que las renuncias de cualquiera, porque lo de las renuncias es algo totalmente relativo, y depende de las expectativas de cada uno. En mi caso he renunciado a cosas, la mayor parte de ellas temporalmente, porque esto es temporal —la vida es una suma de temporalidades—. En mi caso he renunciado en gran medida al amor romántico, pero eso no quiere decir que lo haya desestimado, sino que está en barbecho; he renunciado a la convivencia, y creo que es una decisión muy sana; he renunciado a todo aquello que me coarta la libertad, o lo que yo entiendo por libertad, que es también algo totalmente distinto para cada uno de nosotros.

—Háblanos, por favor, de esa relación tuya con las novelas que fueron, te cito, casa y silencio. De Los Cinco y las Mellizas O’sullivan, pasando por La historia interminable, y finalmente Un hombre, o Acoso moral. Pareciera que un tipo de libro te estuviera esperando para cada tiempo concreto…

"A lo largo de mi vida he caído a menudo en el peligro de generalizar, y creo que generalizar es defenderse, es tener mucho miedo, por eso lo hacemos"

—Sí, hay un tipo de libro que me espera, un tipo de “libro puerta”. Yo los llamo así —“libros puerta”—, y todos los que citas lo han sido. Hubo un libro puerta que también existió cuando era muy pequeño, eran las historias de Óscar, Kina y el láser: trataba de un niño que estaba acompañado siempre de su oca y de un objeto con el que hacía magia, y no necesitaba nada más. Eso me salvó también la vida de alguna manera en mis expectativas de niño, y fue un gran alivio a la hora de contrarrestar esa imagen del niño que siempre debe tener muchos amigos para ser feliz. Óscar me dio esa tranquilidad. El resto de los libros han ido apareciendo como regalos; es como si desde algún lugar de este planeta en el que vivimos o de un más allá ignoto alguien tuviera un libro para mí que aparece en el momento justo y que va marcando las diferentes etapas de mi vida, que me hace mirar hacia un lugar y apartar definitivamente la mirada del paisaje que he estado contemplando hasta ese momento. Son flotadores que no solamente te dejan flotar como balsa, si no que además se van deslizando sobre el agua hacia un lugar distinto, sin que te resulte tan forzoso ni tan forzado.

—Afirmas en Esto no se dice que la vida se cuela irremediablemente en la ficción porque la ficción se nutre de la vida. ¿Crees que es posible crear literatura sin partir de ese anclaje?

—Yo creo que no, al menos en mi caso. A lo largo de mi vida he caído a menudo en el peligro de generalizar, y creo que generalizar es defenderse, es tener mucho miedo, por eso lo hacemos. Yo ya no lo hago tanto. Ya no puedo. Mi ficción y mi vida se auto y retroalimentan, y crean como un circuito cerrado de cosas que van reciclándose y entrelazándose, formando combinaciones distintas. No pienso que cree a partir de materiales nuevos. Quizá sí a partir de nuevas vivencias, pero no de materiales nuevos: nuevas vivencias sobre el mismo material, que soy yo y mi mirada sobre el mundo. Por eso pienso que en mi caso es imposible crear sin ese anclaje; sin él seguramente no tendría nada que decir.

—Has comentado que hubo un tiempo en que sentías impostura al referirte a ti mismo como escritor. ¿Cuándo y cómo cambio eso?

" Sigo sufriendo el síndrome del impostor. Es un síndrome que en mi caso ya no aumenta, aunque se hace mucho más evidente cuando recibo algún tipo de reconocimiento público"

—No ha cambiado. Sigo sufriendo el síndrome del impostor. Es un síndrome que en mi caso ya no aumenta, aunque se hace mucho más evidente cuando recibo algún tipo de reconocimiento público, porque creo que el reconocimiento público institucionalizado, oficializado, me pone aún más en tela de juicio; es ese momento en que te ves delante de la gente con un premio y tienes la sensación de que quienes te aplauden van a darse cuenta de que no lo mereces. No me ha abandonado nunca y supongo que ese es uno de los factores que me animan a seguir, porque de nuevo me plantea el desafío de ver llegar un día en el que consiga entender que el impostor no existe. Lo sé, pero no lo siento. Ese es el gran reto personal, esa la gran superación: dejar de sentirte impostor, por mucho que tu mente sepa que no lo eres. Saberlo no es sentirlo.

—No fue fácil tu inicio en la literatura, según cuentas. Hubo siete editoriales distintas, y sentías desconfianza. ¿Qué te hizo persistir? Tus palabras vendrán bien a quienes estamos empezando en este oficio y vemos lo complejo que es este mundo.

—Pues me hizo persistir la seguridad de que yo estaba en el lugar correcto, de que estaba haciendo lo que tenía que hacer, y de que sabía hacer lo que estaba haciendo. No sé por qué, siempre he tenido mucha seguridad en lo que hago, y no me refiero tanto en la vida en sí, sino en esta faceta en particular que es la escritura y la expresión escrita. Siempre he sentido que tengo una música muy clara a la hora de expresarme y de comunicar, de llegar al otro. En cuanto a mi obra, si bien ha habido algunos momentos en los que he dudado, porque sabía que estaba metiéndome en algún tipo de formato que no dominaba, siempre he tenido claro que mi columna vertebral era ésa, desde siempre, desde pequeño. He crecido con esa certeza, creo que ha sido la única certeza que he tenido y que me ha mantenido firme. Y lo curioso es que tengo la sensación de que no ha sido algo aprendido, de que es algo con lo que uno nace. No sé explicarlo de otra manera.

—Me gusta lo que dices que a nadie se le ocurre preguntar a alguien que no puede caminar si se ha vuelto adicto a una silla de ruedas, pero en cambio sí se pregunta cuando alguien necesita ayuda psicológica. Hay mucho trabajo por delante, parece…

"Creo que la ayuda psicológica es aconsejable para todo el mundo, en cualquier momento de la vida"

—Hay mucho trabajo por delante, y hay muchas defensas que derribar. Creo que la ayuda psicológica es aconsejable para todo el mundo, en cualquier momento de la vida, no solamente cuando estamos mal y creemos necesitarla, sino como un acompañamiento constante o periódico. Uno siente que necesita ayuda, que no puede solo, en según qué cosas. A veces es una mera cuestión de acompañamiento en la curiosidad, de información, de querer aprender más sobre uno mismo. Diría que una de las maravillas que tiene el ser humano es que podemos plantearnos constantemente quiénes somos, cómo somos, por qué somos como somos y descubrir muchísimas cosas sobre nosotros, cosas que nos ayudan además a hacer mejor la vida de quienes nos rodean, con lo cual también creo que eso es parte de nuestra misión en este paso por aquí. Ya no únicamente por una simple cuestión de confort individual, sino también pensando en el bien común.

—Revelas en la obra que en su día contaste una mentira sobre ese personaje favorito tuyo, Mary Poppins. ¿Puedes compartir con nosotros por qué la elegiste a ella?

—La elegí a ella porque es un personaje que, en aquel momento, en mi generación, era el símbolo de la libertad. Mary Poppins era además humana, y hacía magia con nada, sin valerse de ningún tipo de elemento: la hacía ella, sin conjuros, sin varita, la llevaba dentro, era su voz, y la hacía cuando quería y la consideraba oportuna. Era una mujer libre, que volaba, no tenía necesidad de dar explicaciones sobre su comportamiento y estaba por encima de la familia, sin compromisos adquiridos. Por otro lado, la elegí porque ella entraba y salía volando por una ventana, era su forma de aparecer en la vida de quienes la necesitaban. Uno de los peores episodios del abuso sexual que sufrí de pequeño fue en una habitación de una casa de vacaciones escolares de verano donde estuve encerrado toda una noche. En esa habitación había una ventana que para mí fue vital porque fue el imaginario de la escapatoria. Si yo aprendía a volar…si yo hubiera sido capaz…. Durante toda esa noche, viví convencido de que si era capaz de llegar a esa ventana podría escapar del horror que viví esas horas en manos mi agresor. No pudo ser, pero en ese momento pensé, dentro de mi ilusión infantil: “Tengo que aprender, tengo que averiguar cómo y dónde se estudia para llegar a ser Mary Poppins, porque necesito poder volar desde las ventanas. Si esto me vuelve a ocurrir, tengo que ser capaz de salir volando por una ventana y salvarme”.

—Desde que publicaste Una madre comentas que algo cambió en tu percepción física del entorno. ¿A qué te refieres exactamente, y por qué crees que sucedió?

"Entendí que en esos abrazos no se ocultaba nada más, que no había una doble lectura, sino que los abrazos eran cariño, y que me podía abandonar a ellos y confiar"

—Cambió porque me vi sometido una sobre exposición que no esperaba, aunque no al principio. Una madre fue la novela con la que despegué entre el público. Es una obra que lee y conoce mucha gente, y que me ha llevado a dar muchas presentaciones, charlas, encuentros… También al contacto físico con los demás. Con el tiempo ha habido por parte de los y las lectoras una percepción de que Amalia, su protagonista, y también el resto de la familia que habita en esta novela forma parte de ellos, o que de algún modo ellos son parte de esta familia, y eso se ha reflejado en las presentaciones y en los encuentros, porque como escritor me han incorporado también a ese conjunto. Todo eso propició un acercamiento físico por parte de lectores y lectoras que yo no esperaba y para el que no estaba preparado, y al que me tuve que rendir porque entendí que se hacía desde la espontaneidad. No había en él ninguna maldad, ninguna agresión. Entendí que en esos abrazos no se ocultaba nada más, que no había una doble lectura, sino que los abrazos eran cariño, y que me podía abandonar a ellos y confiar.

—Me enternece la bondad, el despiste, el humor que describes que caracterizaba a tu madre. Su presencia ilumina todos los rincones oscuros de Esto no se dice. Ella fue tu salvadora, además de amiga, confidente, compañera… ¿Escribías para ella?

—No es exactamente que escribiera para ella, mentiría si dijera eso. Ella era mi lectora imaginaria. Yo escribo con los ojos cerrados, y ella era la persona que yo tenía al otro lado. Cuando escribes ficción o cuando uno escribe como dedicación no escribes para ti, escribes siempre pensando en los ojos de alguien, y los ojos que había al otro lado, cuando yo cerraba los míos, eran los de mi madre. La persona a la que yo esperaba ver cuando terminaba de escribir era ella.

—En tu reciente presentación en Bibliotecas de Barcelona nos contaste que las madres están incluso cuando no están. Cómo sientes ahora su presencia.

—Depende de los días… hay días en que sé que mi madre sigue viva, porque yo sigo vivo, con lo cual ella seguirá mientras yo continúe aquí. Cuando mis hermanas y yo dejemos de estar vivos, mi madre morirá, pero mientras tanto sigue aquí, porque nosotros le insuflamos vida, con lo cual su presencia es constante. Yo hablo con ella muy a menudo, la nombro, la pienso, me río con ella. No está físicamente, cierto, pero sigue estando. Es como si nos hubiéramos tomado unas vacaciones el uno del otro.

—Cuentas que tu perro Rulfo parece que se desdobló en ti. Qué crees que notaba en ti y qué percibías tú en él.

—Fue una relación muy larga. Lo tuve desde que era un bebé hasta que fue muy mayor —murió con 14 años—. Para él fue toda una vida conmigo, para mí no ha sido así, y yo valoré mucho eso, siempre fui muy consciente de que Rulfo iba a vivir toda su vida a mi lado, y yo no, así que era una relación dispar. Entendí que debía aprender muy rápido lo que tuviera que aprender de él porque se me iba a ir, y todo aquello se iría con él. Desde el principio fuimos inseparables. Vivimos los dos solos, juntos; no viví nunca con nadie mientras estuve con él, ni después. Fue mi mejor compañero de piso, mi mejor amigo, mi mejor mirada, mi mejor presencia… nos entendíamos sin hablarnos, solamente con el movimiento, con la mirada. Por su forma de ladrar yo sabía cuando se encontraba mal, cuando lo hacía por hambre, por ganas de salir, o por enfado. Yo conocía a Rulfo tan bien…mucho mejor de lo que he conocido a nadie, a ningún ser humano.

—No todas las víctimas de abusos y agresiones tienen una ventana al mundo. ¿Cuándo fuiste consciente de que tú eras esa ventana tan necesaria? Para los que no la tienen, ¿qué les dirías?

"Vivo encajándome constantemente en una relación muy dispar entre el mundo exterior y el Alejandro que habito"

—No lo sé. Todavía no soy consciente de que soy eso. Tampoco soy consciente de cuál es mi lugar en el mundo. Lo busco constantemente, y no tengo una conciencia clara de ser esa ventana. No me veo como me ve mucha gente, no sé verme así. Al contrario, siempre creo que estoy fallando, que se depositan en mí unas expectativas que no cumplo. Vivo encajándome constantemente en una relación muy dispar entre el mundo exterior y el Alejandro que habito. Para los que no tienen esa ventana, yo soy uno de ellos, yo busco esa ventana también, con lo cual estamos en el mismo barco, navegamos igual: somos vagabundos buscando una ventana ante la que sentarnos tranquilamente a mirar, sin miedo a ver lo que hay fuera y sin miedo tampoco a que en algún momento desaparezca el cristal y podamos salir para dejar de ver la vida desde dentro.

—Al reconstruir una vida, ¿queda espacio para el rencor?

—Queda espacio para todo, y eso también quiero dejarlo claro. Yo no tengo rencor, porque Alejandro no tiene rencor, pero el rencor y la rabia son emociones totalmente válidas, totalmente justificadas y humanas. En mi caso yo no abrigo eso, pero muchas veces lo vivo como una carencia, no con alegría, no con alivio. Me habría gustado haberlo sentido, haber podido. Quizá habría sido sanador, pero no tuve la energía suficiente, no tuve el espacio para dedicar una milésima parte de mi energía a guardar rencor a la persona que me destruyó la infancia, porque la necesitaba para mí, para mi propia supervivencia.

—Te escuché en Barcelona que habías escrito demasiado y que había llegado ya la hora de hacer algo distinto. ¿A dónde te gustaría dirigirte? 

"Vivo en una disyuntiva muy extraña, y termino siempre escribiendo, porque es mi forma de intentarlo sin exponerme y sin correr demasiado peligro"

—Pues no lo sé, sigo orbitando alrededor del planeta escritura y del planeta palabra; tampoco puedo dejar de hacer lo que sé hacer, que es escribir y hacer cosas con las palabras. A veces he pensado que me gustaría hacer algo mucho más social, multitudinariamente social, que el impacto de lo que hago fuera más inmediato a nivel grupo, mejorar la vida de los demás, y cuando hablo de los demás no hablo solamente de los seres humanos, sino de todas y todos los que están aquí y habitan este mismo planeta, y eso me frustra, porque creo que estoy faltando a mi deber. Siempre intento encontrar algo que me acerque de alguna manera a quienes más necesitan, pero por otra parte me defiendo de ese contacto tan directo. Vivo en una disyuntiva muy extraña, y termino siempre escribiendo, porque es mi forma de intentarlo sin exponerme y sin correr demasiado peligro. Sin comprometerme demasiado.

—Quizá no sea necesario que dejes al niño herido que fuiste. Tal vez necesite que le abracen y eso sana. Fuiste mayor muy joven. Toca ser niño y tomarse la revancha de las ilusiones que quedaron veladas, ¿no te parece?

—Toca ser niño, sí, siempre toca ser niño. Estar en contacto con ese niño, escucharlo, tenerlo cerca y mirarlo y disfrutar de él. Yo nunca he disfrutado del Alejandro niño y creo que eso es lo que toca ahora: palpar y vivir de esa espontaneidad, esa vitalidad, aunque sea ingenua, aunque no sea real, aunque no se corresponda con lo que la vida te ofrece muchas veces, o con la respuesta de la vida. Creo que sí, que ahora toca “tocar”, eso es. Y toca equivocarse también, y perdonarse muchas cosas, los errores. Toca hacer ese trabajo que yo no tuve tiempo de hacer ni de aprender en una edad que yo no tuve.

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