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Antonio Ortuño: «Mis personajes no son perdedores, son un ejemplo de resistencia»

Antonio Ortuño: «Mis personajes no son perdedores, son un ejemplo de resistencia»

Nacido en 1976, Antonio Ortuño pertenece a esa generación de escritores mexicanos que, a través de su prosa, reivindican la especificidad de un territorio. En su caso, ese territorio es Jalisco y, de un modo más concreto, Zapopan, municipio vecino a Guadalajara. En su última novela, La armada invencible, el autor tapatío narra la historia de una antigua banda de heavy metal que planea su rentrée. Sirviéndose de esta anécdota y de unos personajes desubicados y melancólicos que intentan volver al punto en el que fueron felices dos décadas atrás asumiendo que, en el fondo, eso equivale a engañarse a sí mismos, Antonio Ortuño, como en sus anteriores novelas, nos ofrece un caleidoscopio social donde emergen tensiones generacionales, rencores de clase y humor, mucho humor, porque solo a través de él puede uno relativizar la vida cuando ésta le pasa por encima.

—¿Hasta qué punto La armada invencible puede ser calificada como novela generacional?

"Siempre se ha dicho que el metal es una suerte de subcultura pero para mí es mucho más que eso, representa una forma de vida"

—No me siento cómodo confiriendo a cada generación unas características concretas, como tiende a hacer la sociología. Yo comparto rango de edad con gente que escuchaba a New Kids on the Block mientras yo me entregaba a bandas como Metallica o Megadeth. En todo caso creo que se trata de una novela que interpela directamente a aquellos que crecieron en los 80 y en los 90 y de un modo específico a quienes disfrutaron del metal de aquellos años. Siempre se ha dicho que el metal es una suerte de subcultura pero para mí es mucho más que eso, representa una forma de vida. El tipo de militancia que tiene un metalero se asemeja bastante a un culto religioso, con la diferencia de que la música no es solo fanatismo, sino que posee una hondura que tiene que ver con la emoción que te procura una estética y un modo de estar en el mundo.

—Pero esa militancia musical justamente es algo que definió a quienes crecieron en los años 80 y 90. Hoy en día la música no tiene ese valor para definirnos, y por eso le planteaba lo del valor generacional de su novela.

—Bueno, eso sí es cierto. La identidad de los jóvenes de entonces estaba muy marcada por la música, y de hecho a la mayoría de tus amigos los conocías compartiendo afinidades musicales. La música te denotaba y te procuraba un lugar en la escuela, en la sociedad. En las generaciones que nos precedieron esto no era tan así y en las que han venido después tampoco, porque hoy en día el consumo de música está tan segmentado que esa identificación con un estilo o con una propuesta musical concreta se hace más difícil. Yo pertenezco a una juventud pre-internet que todavía tenía la capacidad de elegir lo que escuchaba.

—¿Tiene la sensación de que hoy en día todo aparece más homologado?

"Es casi imposible entrar hoy en día a una plataforma de streaming musical y no terminar escuchando reguetón. Dirán que si el algoritmo te redirige, pero ¡que narices de algoritmo!"

—Sí, y no solo eso, sino que al final vas a terminar escuchando lo que quieren que escuches. Es casi imposible entrar hoy en día a una plataforma de streaming musical y no terminar escuchando reguetón. Dirán que si el algoritmo te redirige, pero ¡que narices de algoritmo! Luego vas a una tienda departamental y es lo que suena, pones la radio y es lo que suena, enciendes la televisión y es lo que suena… Hay una especie de dictadura de la música industrializada contemporánea. Supongo que hay focos de resistencia pero, sinceramente, a mis 47 años estoy muy cómodo instalado en mi búnker y no tengo ni ganas ni tiempo para descubrir e investigar esas propuestas alternativas.

—Volviendo a La armada invencible, este tipo de narraciones, donde el protagonista tiende a erigirse en portavoz de una experiencia colectiva, suelen poner en valor la audacia de una serie de personajes a la hora de afrontar una empresa común. Sin embargo, su novela es un relato sobre la frustración de una serie de personajes que, a sus 40 años, viven aún aferrados a sus sueños de juventud. ¿Hasta qué punto diría que eso es algo que define a los boomers?

—Te diré que, aunque pueda sonar ridículo, uno de los libros que tuve más presentes mientras escribía La armada invencible fue El gran Gatsby, no tanto por su lenguaje como por el tono de la novela a la hora de retratar esa melancolía de alguien que ve cómo su generación se desmorona y cómo todos sus amigos se van por el caño. No en balde les llamaron la «generación perdida», ¿no? Para mi Julián, el protagonista de mi novela, tiene algo muy de Scott Fitzgerald. Con esto quiero decir que esa frustración a la que te refieres no creo que sea privativa de nuestra generación, sino que ya se manifestó en otras generaciones anteriores. No se trata de nostalgia por un pasado ideal, sino de melancolía por un pasado potencial, de un lamento por lo que pudo ser y no fue.

—¿Cree que tendemos a confundir nostalgia con melancolía?

—Totalmente. Cuando hablamos de melancolía no se trata de idealizar el pasado como un lugar maravilloso, sino de extrañar quién era uno cuando tenías un camino abierto ante ti, aunque las circunstancias para recorrerlo no fueran las más propicias. Creo que ese sentimiento es el que define a los protagonistas de mi novela y me gusta pensar que esos metaleros mexicanos de provincias puedan sentarse en la misma mesa, aunque sea en un rincón apartado, que los melancólicos de la generación perdida.

—¿Qué papel ocupa la música a la hora de gestionar la propia experiencia vital, de confrontar lo que somos con lo que fuimos?

"Esa imaginería juguetona y esa alegría de vivir que reflejaba el jazz en su prosa no invalidaba un profundo sentimiento de melancolía"

—Pues un papel esencial. Volviendo a Scott Fitzgerald, basta consignar la importancia que tuvo siempre el jazz en sus novelas, ¿no? Cuando yo era adolescente y leía a Fitzgerald, a Boris Vian o a Cortázar sentía una gran envidia pensando “qué maravillosos escritores tiene el maldito jazz”. Esa imaginería juguetona y esa alegría de vivir que reflejaba el jazz en su prosa no invalidaba un profundo sentimiento de melancolía, y eso me parecía muy interesante. Así que ahora que me ha tocado escribir una novela sobre el otoño del rock no he podido, o no he sabido, sustraerme a esa influencia.

—Dentro de todas las posibilidades que le brindaba el rock, ¿por qué eligió que los protagonistas de su novela fueran miembros de una banda de heavy metal?

—Los metaleros representan la quintaesencia del rock, fueron los que llevaron el espíritu del rock más lejos que nadie, hasta despojarlo de ornamentos y quedarse con su entraña. Ahí está en ejemplo de Motörhead que, pretendiendo devolver el rock a sus orígenes blueseros, terminaron por alumbrar una propuesta mucho más densa en la forma y en el fondo, pues sus canciones apelaban a escenarios de violencia social que le eran ajenos al rockabilly. Es como esas reducciones en la cocina, cuando dejas algo hirviendo hasta generar un sabor nuevo que, a su vez, está vinculado a la pureza de los ingredientes originales.

—Pero la defensa de esa pureza, ¿acaso no redobla el carácter marginal de estos personajes? Porque no es solo que se aferren al pasado, sino que en ese pasado, lejos de ser figuras celebradas, el hecho de ser metaleros les hacía ser ya unos incomprendidos.

"En México decimos que los metaleros son personas aferradas, en el sentido de que son gente que se dedica a ser metalero a tiempo completo el resto de su vida"

—Sí, totalmente. Hay algo de quijotismo en los metaleros, de lealtad hacia una música y una estética, que les hace personajes fascinantes. Por una parte están esos metaleros que reivindican su identidad vistiendo siempre la misma chamarra negra de su grupo preferido hasta desgastarla y que, cuando esto sucede, vuelven a comprarse la misma chamarra. Por otra parte, también, están esos metaleros in pectore que a pesar de que la vida les ha llevado por otros derroteros y les ha hecho integrarse en el sistema, lejos de renegar de la música que escuchaban en su juventud, lo siguen haciendo aunque ahora vistan de traje y den clases en la universidad. En México decimos que los metaleros son personas aferradas, en el sentido de que son gente que se dedica a ser metalero a tiempo completo el resto de su vida. Y sí, puede que eso les sitúe en los márgenes, pero ellos son muy conscientes de esto, y por esa razón siempre se han representado a sí mismos desde la autoparodia. Todas las películas que se han hecho sobre metaleros están imbuidas de humor, piensa en This is Spinal Tap o en Wayne’s World. Hay una cosa histriónica y muy lúdica entre los metaleros que es lo que les mantiene al margen de la política y de todo. Son unos tipos a los que no comprendieron sus padres y a los que no comprenden sus hijos, y eso también refuerza un poco su carácter de generación perdida. Dicho esto, no creo que mis personajes sean unos perdedores, como me han dicho algunos, sino que son, sobre todo, un ejemplo de resistencia. Puede que sean algo sectarios, pero esa también es su manera de responder al desprecio que han sentido por parte de su entorno.

—En esos prejuicios a los que se enfrentan los protagonistas del libro, y que ellos mismos proyectan sobre los demás, planea un cierto “clasismo” que, asumido como mal endémico de la sociedad mexicana, es algo que subyace en todas sus novelas.

—México, antes que nada, es un país polarizado. Somos un territorio realmente grande. La distancia que hay entre Guadalajara y Chiapas es la misma que hay entre Madrid y Croacia. Somos sociedades muy apartadas con unas diferencias culturales muy marcadas, a pesar de estar vinculadas por un sentimiento de identidad nacional. A menudo en Europa esto no se entiende. Cuando viví en Berlín, solían preguntarme “¿cómo te sientes viviendo en una gran ciudad?”, y yo respondía: “¿Perdona? Mira, amigo, una gran ciudad es Guadalajara. Yo paseando por Berlín a veces incluso me salía de la ciudad”. En una ciudad como Berlín hay mucha diversidad y en Guadalajara, a su modo, también. Pero el problema, como te decía antes, es que en México esa diversidad conlleva una polarización. Y esa polarización es la que genera un rencor de clase que en esta novela está muy presente.

—¿Qué le interesa de esta cuestión para que sea un tema transversal en todas sus obras?

"Los narradores permanecemos en un espacio de indefinición: jugamos con elementos poéticos pero no somos poetas, hablamos de la sociedad sin ser sociólogos"

—Bueno, tampoco es que quiera hacer sociología, porque esa no es la función de un escritor. Los narradores, de hecho, permanecemos en un espacio de indefinición: jugamos con elementos poéticos pero no somos poetas, hablamos de la sociedad sin ser sociólogos e incluso penetramos en la psicología de nuestros personajes sin ser psicólogos. Dicho esto, lo que sí alimenta la labor del novelista es una cierta observación de la realidad. Por ceñirme al tema de la música metal, es curioso cómo en México puedes constatar la existencia de dos tipos de metaleros. Estaban los metaleros de clase A que podían viajar a EEUU a los conciertos, importar los discos y comprar el merchandising original y otros que éramos metaleros de clase B y que nos teníamos que conformar con tener la casete grabada y comprar la camiseta pirata.

—Diría que de ese rencor de clase emanan todas las demás formas de discriminación: ¿el racismo, el machismo, el edadismo…?

—Sí, hasta cierto punto son fenómenos que convergen, porque en México el clasismo es como una cuestión transversal. No obstante, creo que casi todos mis personajes representan a la clase media, entre otras cosas porque a mí nunca me han interesado esos ejercicios de usurpación llevados a cabo por una aristocracia de intelectuales que pretende hablar en nombre del pueblo oprimido.

—De todas maneras, es curioso que el protagonista de la novela, siendo víctima de la incomprensión de los demás, tampoco hace nada por comprender a quienes le rodean. Sus prejuicios hacia las generaciones más jóvenes y, singularmente, hacia la autonomía de las mujeres resultan sintomáticos en este sentido.

—Julián es alguien que anda desajustado en todos los sentidos. Él no puede asumir que a una chica veinte años menor que él, como Brenda, pueda gustarle también el metal. Brenda es alguien que le mantiene aterrorizado, no la comprende, no es como las chicas de su tiempo. Él es alguien que ha estado veinte años casado, y que cuando vuelve a salir al mundo tras su divorcio se encuentra con unas inercias sociales que lo incomodan. Julián es alguien que siente una profunda incomodidad por los jóvenes, porque no los entiende, y en ese sentido da igual que sean metaleros o no. Está el caso del heavy que atiende el bar y al que medio acusa de ser homosexual para tener luego que recoger cable cuando éste le dice “y si lo fuera ¿a ti ¿qué?”. Algo que era un criterio tajante en su tiempo, ahora lo mantiene confundido. Pero esas contradicciones me interesaba explorarlas en el sentido de que, para mí, lo que hace realmente interesante a un personaje son sus imperfecciones. No me interesan los héroes.

—Ese arquetipo de cuarentón, educado en unos valores que le hacen confrontarse con su propia masculinidad hasta sentirse vulnerable e inseguro, ¿tiene alcance universal o diría que posee una especificidad mexicana muy acusada?

"El ejercicio de la masculinidad, inevitablemente, te lleva a un callejón sin salida porque no hay una manera ideal de ejercerla"

—Tanto en la cultura mexicana como en la cultura metalera hay una hipermasculinidad muy acusada, y yo creo que Julián es un tipo que de manera inconsciente, por su manera de ser, funciona un poco al margen de eso. Es un tipo introvertido, sensible, inseguro, y eso acentúa su posición vulnerable. Pero no siento que esa vulnerabilidad sea tampoco algo positivo, porque ese sentimiento le hace ser también alguien quisquilloso y depresivo al que los demás rehúyen precisamente por su falta de carácter. El ejercicio de la masculinidad, inevitablemente, te lleva a un callejón sin salida, porque no hay una manera ideal de ejercerla. Las inercias culturales son muy determinantes y bien cabronas en este sentido. A mí como escritor me gusta jugar con esa idea de que los personajes se revelen al lector a través de sus soliloquios, es decir, que se expresen como si estuvieran ante su grupo de amigos sin estar preocupados de guardar las apariencias. Hay tanta hipocresía en la sociedad mexicana que llevarla también a la literatura me parece el colmo (risas).

—Esa especificidad de lo mexicano está muy presente también en su prosa. ¿Hasta qué punto siente que sea importante respetar esa jerga, ese modo de comunicación?

—Mi trabajo, como yo lo entiendo, tiene que ver con la construcción de narrativa, y no pretendo pedirle pasaporte a mis lectores, ni excluirles de lo que cuento por el hecho de no ser mexicanos. Pero a mí me interesa cada vez más el lenguaje vivo, el lenguaje que refleja una sociedad y que cuenta las historias de aquellas personas que habitan esa sociedad. Por lo tanto, no me interesa escribir en un castellano neutro y tampoco, de hecho, creo que haya una especificidad mexicana en mi prosa, porque México es un país que atesora muchos modos de comunicación. Hay, por ejemplo, una corriente muy asentada de literatura norteña que juega con la propia jerga de la zona. En este sentido yo creo que escribo en tapatío e incluso en zapopano, que es un lenguaje con sus particularidades: utilizamos muchísimos diminutivos y aumentativos, abusamos de los eufemismos, y eso hace que sea un lenguaje con su propia musicalidad. Es algo que también responde a una evolución, ya que mis primeras novelas están escritas en un lenguaje que, sin ser neutro, era muy libresco. Pasé de escribir novelas que estaban ambientadas en ninguna parte a escribir desde un lugar muy concreto.

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