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Aquello que los engendra

Aquello que los engendra

Bajo el óculo

Es la última mañana y vuelvo a la Piazza della Rotonda con la intención de despedirme. «Ticket, please?» La pregunta me sorprende porque he pasado por aquí varias veces en el tiempo que llevo en Roma y nunca nadie me ha pedido entrada alguna. Me informan de que los fines de semana —hoy es sábado— hay que conseguir un billete gratuito a través de una página de Internet. Se frustra, así, mi propósito de volver a última hora de la tarde: compruebo que los billetes se distribuyen por franjas horarias y están agotados los de los tramos vespertinos. Resignado, vuelvo a entrar una vez más —ahora sé que ya es la última— en este espacio maravilloso y paradójico que he querido conocer desde que en mi última adolescencia alguien me explicó que en Roma existía un edificio que era a la vez una sepultura gigantesca y un tributo a todos los dioses; una construcción ciclópea que parecía elevarse hasta flotar en el aire; un punto de fuga donde la realidad cobraba trazas de ilusión y en cuyo interior se transformaba en realidad la fantasía. Uno se nota aquí dentro abrumado, pero también ligero, como si las leyes de la física entrasen en suspenso y una corriente invisible tejiese un cordón umbilical entre la tierra y el cielo. De este lugar dijo Miguel Ángel que tenía un diseño angélico y no humano, y esa opinión parecen refrendarla las dos palomas que se adentran a través del óculo y, tras planear con suavidad junto a los casetones de cemento, aterrizan en la cornisa de la cúpula y se entregan con excitada discreción a sus juegos amatorios. Como siempre, se me escurre el tiempo y una voz amigable viene a recordarme que la validez de mi billete está a punto de expirar y debo ir dirigiéndome a la salida. «It’s my last day in Rome and I wanted to say goodbay», le explico, por ver si me concede unos minutos de prórroga. «Pantheon will be always here», me replica. «Yes, but maybe I won’t».

Volver a casa

"Se advierten en las calles colores nuevos y luce la ciudad un traje que es el habitual pero parece distinto"

Uno vuelve a casa después de pasar un periodo prolongado fuera de ella y la siente un tanto extraña, como si algo inapreciable se hubiese modificado en ese tiempo que no estuvimos habitándola. La sensación se acrecienta si, como es el caso, quien se fue lo hizo dejando a sus espaldas unas reformas recién concluidas y tiene que afanarse ahora en restaurar el viejo orden —o en imponer uno nuevo, todo depende de la oportunidad, o de la vocación, o del capricho— mientras reanuda con la mayor fluidez posible sus variados quehaceres cotidianos. Toca habituarse una vez más al despertador, al calendario, a las compras en el supermercado de la calle de atrás, a las charlas insustanciales en el ascensor con los vecinos, mientras se recolocan muebles y se intenta conferir a la biblioteca una cierta lógica genérica o argumental, a fin de no extraviarse demasiado en sus recodos. Entre unas cosas y otras hay que deshacer los equipajes, poner unas cuantas lavadoras, comprobar que siguen funcionando las bombillas y la calefacción, asegurarse de que no haya ocurrido ningún percance en nuestra ausencia, devolver paulatinamente a las habitaciones la vida de la que llevan varias semanas huérfanas. Cuando me fui, aún anochecía a media tarde y descendían las temperaturas en cuanto se acostaba el sol. Ahora son más largos los días y se deja ver la primavera con esa timidez tan propia de sus inicios, cuando aún no se atreve a despuntar del todo y son las brisas cálidas, ciertos perfumes que viajan por el aire, las que delatan su presencia. Se advierten en las calles colores nuevos y luce la ciudad un traje que es el habitual pero parece distinto, porque los ojos se habían desacostumbrado y la observan ahora como si la estuviesen viendo por vez primera. También el mar se muestra manso, olvidada ya la tempestad del crudo invierno, y son sus olas suaves y la languidez con que se dejan morir en las orillas el arrullo de esa luz que parece venir a recibirme en mi regreso, si es que no me ha venido acompañando desde el otro lado de los mares.

Todo arde

"Ni siquiera los organismos menos evolucionados cometen la osadía de aniquilar aquello que los engendra"

Arden los montes en los días en que deberían ocuparse exclusivamente de su florecimiento, en las mismas fechas en que los osos abandonan su larga hibernación y se ponen los bosques sus galas más aseadas para refrescar con su verdor las sequedades de la tierra e inaugurar un nuevo ciclo. Los focos se multiplican y se dispersan por la región con el paso de las horas y los mapas se tiñen de un lacerante rojo sangre. Huele a ceniza el primer aire de la mañana y pueblan las pantallas imágenes de un fuego embravecido que avanza por los bosques y comienza a amenazar las periferias de las ciudades. Hay familias enteras que temen por sus vidas y por sus economías maltrechas, agricultores y ganaderos que no saben si sus tierras y sus pastos seguirán vivos tras la hecatombe, si no los estará aguardando la ruina en cuanto puedan regresar a sus casas, y hay una congoja que se abre paso al pensar en los pobres animales que se hayan encontrado de pronto rodeados por el fuego y sin posibilidad de escapatoria. Cuesta imaginar lo que puede pasar por las cabezas de quienes se dedican a prender fuego a todo sin detenerse a pensar en las consecuencias nefastas de su acción, qué razonamiento o qué locura los impele a ese derroche de estulticia e insensatez con que ponen en peligro los entornos naturales y las vidas, qué clase de frustración o de maldad anida en sus conciencias maltrechas para que en un momento dado tomen la decisión de arrasar cuanto encuentran a su paso. Ni siquiera los organismos menos evolucionados cometen la osadía de aniquilar aquello que los engendra; a lo largo de la historia, sin embargo, la especie humana ha demostrado su capacidad inusitada para terminar con todo cuanto le da vida, y todavía tenemos el atrevimiento de considerarnos seres racionales.

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