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Por las frondosidades de la conciencia

Por las frondosidades de la conciencia

Un mundo de ayer

Estamos hablando de cómo las cosas se pueden ver de manera absolutamente distinta en función de la época y el lugar en que se desarrollen, del modo en que ha cambiado en las últimas décadas nuestra forma de relacionarnos con aquello que nos rodea, de esas actitudes o esas ideas que hace años se toleraban o apenas causaban rechazo y hoy resultan, cuando menos, cuestionables. A este respecto, recuerda un episodio de su infancia. Ocurrió en uno de esos veranos eternos y benéficos en los que se iba con sus padres al pueblo de Castilla en el que tenían los suyos sus orígenes. Continuaban viviendo allí unos abuelos o unos tíos, no lo recuerdo bien, pero la casa era pequeña y a él lo dejaban instalado en la hacienda de unos vecinos, un matrimonio sin hijos que poseía tierras de labranza y que asumía su custodia con tanta generosidad como entrega. Durante las jornadas que pasaba allí, se convertía en un miembro más de la familia: los ayudaba en las tareas del campo, los acompañaba a los recados, se encargaba de realizar tareas menores que quedaban al alcance de sus manos de chiquillo y se entregaba así a la satisfactoria ficción de creerse mayor de lo que era, a esa edad a la que las personas anhelamos dejar atrás una niñez sin sospechar que pasaremos la mayor parte de nuestra vida añorando, si no la niñez en sí misma, la despreocupación propia de esa edad proclive a la inocencia y los descubrimientos. Había en la finca un perro —Lupo, creo que se llamaba— que se ocupaba de las labores que los seres de su especie acostumbran a llevar a cabo en los pueblos: cuidaba la propiedad, pastoreaba el ganado, acompañaba y escrutaba los quehaceres de los humanos. Él le tomó cariño —¿qué niño no se encariña con un perro?— y se entristeció mucho cuando se quedó cojo tras un accidente. El animal comenzó a arrastrar desde entonces su patita maltrecha, pero continuaba cumpliendo como buenamente podía con las funciones que se le encomendaban. Debía de ser un perro leal, forjado en las adversidades de la intemperie, y no se dejaba amedrentar por cualquier cosa. Una tarde, como tantas otras, estaba subido junto al hombre de la casa en el tractor, recorriendo las tierras, cuando de pronto el conductor frenó el vehículo, se apeó y caminó hacia uno de los pozos de regadío que se abrían en el terreno. Levantó la tapa que ocultaba la hendidura para evitar que nadie se precipitara en ella. Luego, se inclinó en el borde y llamó al perro: «Lupo, bonito, ven». El perro, confiado y feliz de que su dueño lo reclamara, se acercó a él. El hombre le hizo unas pocas carantoñas, lo agarró por el cuello y lo arrojó al interior del pozo. Luego volvió a colocar la tapa, se sacudió las manos y regresó a su asiento en el tractor. El niño, que apenas había alcanzado a oír el aullido incrédulo que emitió el animal en su caída al vacío, estaba horrorizado. «¿Por qué has hecho eso?», preguntó. «Estaba mal, ya no servía», respondió el hombre. El tractor se puso en marcha. Sumidos en un silencio sepulcral, emprendieron el camino hacia la casa.

La crítica más honesta

"Hablamos de poner orden en una biblioteca cuando en realidad deberíamos decir que la reconstruimos"

Me temo que es un trance por el que antes o después ha de pasar cualquier lector que mantenga una mínima constancia en el hábito. Puede ser como consecuencia de unas obras o de una mudanza, también —es el caso más improbable y el menos habitual, por suerte— porque un accidente ha dado al traste con todo y hay que levantar nuevos cimientos sobre los que construir una vida nueva. Hablamos de poner orden en una biblioteca cuando en realidad deberíamos decir que la reconstruimos, porque no se trata tanto de clasificar nuevamente lo que inevitablemente se fue desordenando con el paso de los años como de establecer un nuevo criterio, una jerarquía actualizada, en torno a aquello que percibimos en cierto momento de una manera muy distinta a como lo vemos ahora. No hay ejercicio de crítica literaria más honesto, ni más contundente, ni más feroz. Tampoco mejor muestra de que uno se lee a sí mismo en las páginas que van cayendo ante sus ojos, de que las palabras mutan su connotación aunque mantengan el significado, de que ha pasado el tiempo por nosotros y en ocasiones se hace abismal la diferencia que separa a la persona que somos de aquellas otras que fuimos en las sucesivas épocas que han venido conformando nuestra biografía. Los libros que un día emparejamos atendiendo a determinadas preferencias, a conexiones que sólo veíamos nosotros, a preferencias arbitrarias y juicios puntuales, corren una suerte desigual en esta especie de juicio final al que ahora los abocamos. Unos se ven condenados al fondo de los estantes, otros ganan presencia en las zonas nobles que gozaron en su día algunos de los que ahora se regalan, y unos cuantos terminan en bolsas que regalaremos con la esperanza de que otras personas encuentren en esos párrafos que desahuciamos la felicidad o el placer que nosotros no supimos hallar en ellos. Ni siquiera es fácil deshacerse de los que consideramos fácilmente prescindibles: uno nunca puede tener la certeza de que no necesitará algún día extraer algo de sus entrañas —un dato, una cita, alguna alusión más o menos certera a algún asunto que ahora nos es indiferente, pero que acaso nos interese en un futuro— y se sorprenderá echándolos de menos, lamentando el rapto que lo llevó a desdeñar su compañía y dejarlos sueltos por el mundo. Cabe el consuelo de saber que, en ese caso, raro será que no haya opción de reencontrarse con ellos en algún saldo de segunda mano o en cualquier repositorio cibernético. Aun así, qué melancolía se siente al verlos irse, qué rara esta sensación de que al empaquetarlos y lanzarlos a otra vida se desprende uno también de unos cuantos jirones de la suya.

Entorno hostil

"Encuentro aquí y allá reminiscencias de Carmen Laforet y de Henry James, los posos de lecturas bien digeridas"

Tengo predilección por las historias de fantasmas, sobre todo si rehúyen los arquetipos más simples y rebuscan entre las resonancias espectrales resquicios por los que asomarse a los laberintos de lo humano. También me caen simpáticos los libros que aceptan mal las clasificaciones no ya genéricas, sino temáticas, y merodean por territorios dispersos para que el lector se extravíe en sus giros argumentales y sus digresiones sin saber nunca a qué atenerse. Hay que ser muy audaz, muy inteligente, muy osado —en la mejor acepción del término— para entregarse a tumba abierta a la vocación de contar sin atender a preceptos ni cánones y dejar que fluyan las palabras sin más objetivo que el de servir al fin difuso que las ha engendrado. Hace tiempo que Elvira Lindo viene publicando libros en los que no se arredra ante los retos ni persigue la complacencia fácil, narraciones en las que se asoma a sus abismos interiores empleando la primera persona del singular o sirviéndose de personajes interpuestos, y en todos ellos ha venido confirmando un crecimiento que la convierte en uno de los nombres más valiosos con los que cuenta hoy en día la literatura española. Leo En la boca del lobo aprovechando unos pocos días de asueto, y lo abro preguntándome si estará a la altura de aquel magnífico tour de force que constituyó A corazón abierto. No tardo en hallar la respuesta. Lo que en sus comienzos parece ser la mera narración de un viaje iniciático se transforma en algo mucho más complejo a medida que avanzan los capítulos y la historia va desvelando sus entrañas con el tiento y la maestría que se precisan para mantener intacto el interés y no desdibujar los perfiles de unos personajes que rehúyen lo arquetípico y transitan entre los claroscuros que inevitablemente adornan la condición humana. El gozo se acrecienta con cada paso que la protagonista de la novela da por el territorio inexplorado al que la abocan los designios familiares y también por las frondosidades umbrías de su conciencia y su memoria. Encuentro aquí y allá reminiscencias de Carmen Laforet y de Henry James, los posos de lecturas bien digeridas que se confabulan para tejer una atmósfera que se revela a la vez familiar e inhóspita, un microcosmos que rehúye por igual las ensoñaciones arcádicas y las alabanzas urbanitas para recordarnos que los entornos que nos parecen hostiles pueden no serlo tanto, porque en ocasiones el verdadero infierno acecha en la cotidianidad.

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