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Cándido o el optimismo, de Voltaire

Cándido o el optimismo, de Voltaire

El máximo representante de la Ilustración, Voltaire, adoptó un punto de vista sardónico para burlarse del principio de razón suficiente postulado por Gottfried Leibniz, según el cual vivimos en ‘el mejor de los mundos posibles’. En Cándido o el Optimismo, el filósofo francés presenta a un muchacho a quien le ocurren tantas calamidades que resulta difícil defender la felicidad con la que avanza por la vida.

En Zenda ofrecemos el arranque del la nueva edición de Cándido o el Optimismo publicada por Navona, traducida por José Ramón Monreal y prologada por un texto rescatado de Italo Calvino.

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Capítulo primero

De cómo Cándido fue educado en un hermoso castillo y de cómo le echaron de él

Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un muchacho al que la naturaleza había dotado de las costumbres más apacibles. Su cara era el espejo de su alma. Era muy recto de juicio y de espíritu muy inocente. Tal vez por esta razón le llamaban Cándido. Los viejos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un buen y honrado gentilhombre de los contornos, con quien la muchacha no quiso casarse jamás, porque no había podido probar más que setenta y un cuarteles, y porque el resto de su árbol genealógico se había perdido a causa de los estragos del tiempo.

Era el señor barón uno de los más poderosos señores de Westfalia, pues su castillo tenía puerta y ventanas. La gran sala estaba adornada con un tapiz. Todos los perros de sus patios formaban, si era menester, una jauría; los palafreneros eran sus monteros; el vicario del pueblo, su limosnero mayor. Todo el mundo le llamaba señoría, y le reían todas las gracias.

La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, se había ganado por ello una grandísima consideración y honraba a la casa con una dignidad que la hacía más respetable aún. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era de un vivo colorido, lozana, carnosa y apetecible. El hijo del barón parecía en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con la buena fe propia de su edad y de su carácter.

Pangloss enseñaba la metafísico-teólogo-cosmolonigología. Demostraba admirablemente que no hay efecto sin causa y que en éste, el mejor de los mundos posibles, el castillo del señor barón era el más hermoso de los castillos y la señora la mejor de las baronesas posibles.

«Está demostrado —decía— que las cosas no pueden ser de otro modo de como son, ya que, estando hechas para un fin, todo conduce necesariamente hacia el mejor fin posible. Nótese que las narices fueron hechas para llevar anteojos, por eso tenemos anteojos. Las piernas fueron evidentemente hechas para ser calzadas, y tenemos las calzas. Las piedras fueron hechas para ser talladas y para construir castillos con ellas, por eso su señoría tiene un hermoso castillo; el barón más grande de la provincia debe ser el que esté mejor aposentado; y los cerdos fueron hechos para ser comidos, y por eso comemos tocino todo el año: por consiguiente, los que han dicho que todo va bien han dicho una tontería; hubieran tenido que decir que todo va del mejor modo posible».

Cándido escuchaba atentamente, y lo creía inocentemente, pues encontraba a la señorita Cunegunda muy hermosa, aunque nunca hubiera tenido el atrevimiento de decírselo. Pensaba que después de la dicha de haber nacido barón de Thunder-tentronckh, el segundo grado de la felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla todos los días; y el cuarto, escuchar al maestro Pangloss, el más grande filósofo de la provincia y, por tanto, del orbe entero.

Paseándose un día Cunegunda cerca del castillo, por el pequeño bosque que llamaban el parque, vio entre la maleza al doctor Pangloss impartiendo una lección de física experimental a la doncella de su madre, morenita, muy graciosa y dócil. Como la señorita Cunegunda tenía grandes aptitudes para las ciencias, observó, sin decir esta boca es mía, los reiterados experimentos de que era testigo; y comprendió clara y distintamente la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y se volvió muy inquieta, pensativa y llena de grandes deseos de saber, soñando que podría perfectamente ser la razón suficiente del joven Cándido, quien podía ser también la suya.

De vuelta al castillo, se encontró a Cándido y se sonrojó; también éste se ruborizó; ella le dio los buenos días con voz entrecortada, y Cándido habló sin saber lo que decía. Al día siguiente después de comer, al levantarse de la mesa, Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió, ella le tomó inocentemente la mano, el joven besó candorosamente la de la muchacha con una viveza, una sensibilidad, una gracia muy particulares; sus bocas se encontraron, sus ojos se encendieron, sus rodillas flaquearon, sus manos se extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-tronckh acertó a pasar cerca del biombo y, viendo aquellas causas y aquellos efectos, echó del castillo a Cándido propinándole unas patadas en el trasero; Cunegunda sufrió un desmayo; fue abofeteada por la señora baronesa al volver en sí; y todo fue consternación en el más bello y agradable de los castillos posibles.

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Autor: Voltaire. Título: Cándido o el Optimismo. Traducción: José Ramón Monreal. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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