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Dalton Trumbo y los Diez de Hollywood

Dalton Trumbo y los Diez de Hollywood

Corría enero de 1692 cuando en Salem (Massachussets) la hija y la sobrina del reverendo Samuel Parrish murieron víctimas de una epidemia de sífilis que William Griggs, el médico de la localidad, calificó de “posesión diabólica”. A consecuencia de ello, diecinueve hombres y mujeres fueron ahorcados; otro asesinado de una paliza. Siete más murieron en prisión y las vidas de cientos de personas se vieron transformadas para siempre. En efecto, la expresión “caza de brujas” tiene su origen entonces, si bien cumple hacer constar que hay noticia de estas persecuciones desde la noche de los tiempos.

Corría marzo de 1947 cuando, finalizada definitivamente la efímera alianza con la Unión Soviética —que acabó el mismo día que la Segunda Guerra Mundial—, apenas puesto en marcha el programa para frenar el comunismo en Grecia y en Turquía ideado por el presidente Truman —paradigma de los planes estadounidenses para acabar con las posiciones tomadas por el comunismo en buena parte de Europa en los días de la lucha partisana contra los nazis—, la fiebre anticomunista se desató en Estados Unidos. Dentro de aquella tónica, se aprobó el Programa de Lealtad para los Empleados Federales, concebido para descubrir a los comunistas infiltrados entre los funcionarios de la Administración, cuyo objetivo —se suponía— habría de ser pasar secretos de estado a la Unión Soviética.

"Cuantos pudieron (Joseph Losey, Jules Dassin, Orson Welles, Charles Chaplin, el propio Huston...) se exiliaron en Europa"

De todas las medidas adoptadas a comienzos de esta nueva inquisición, ninguna cobró tanta notoriedad como las dirigidas contra el cine. Decía John Huston, uno de los afectados por aquella suerte de histeria colectiva, conocida vulgarmente como la Caza de Brujas de Hollywood, por su similitud con la caza de brujas de Salem, que la izquierda de Hollywood se traicionó a sí misma entonces por defender sus piscinas en Beverly Hills. ¡Vaya si estaba en lo cierto! Aunque acaso sea más adecuado referirse a esa abominable persecución como la inquisición maccarthista, pues al senador por Wisconsin Joseph Raymond McCarthy le cupo el dudoso honor de ser el principal promotor de aquella práctica, que vino a poner fin al esplendor creativo del Hollywood clásico. Eso fue, en última instancia, lo que consiguió aquella persecución al sembrar la desconfianza, incentivando las delaciones entre quienes estaban poniendo en marcha la edad de oro del cine americano.

Los interrogatorios a los “testigos hostiles”, que se remontan a octubre del 47, los llevó a cabo el Comité de Actividades Antiamericanas, una comisión de la Cámara de Representantes presidida por el republicano John Parnell Thomas. McCarthy los alentó más que nadie. Pero, como el senador que era, no participó en ellos.

"Quien más perdió fue Alvah Bessie. Tras pasar diez meses en prisión, nunca más volvió a Hollywood. Al salir del trullo, para poder comer, se empleó como encargado de las luces en un club nocturno"

Cuantos pudieron —Joseph Losey, Jules Dassin, Orson Welles, Charles Chaplin, el propio Huston…— se exiliaron en Europa. Los más —Elia Kazan, Gary Cooper, Ronald Reagan, Robert Taylor— colaboraron con los alguaciles de McCarthy. La prensa llamó los “Diez de Hollywood” a la decena de realizadores y guionistas que se negaron a prestarse a aquel desatino. Ya habrá tiempo para dar noticia de quienes, al otro lado del Telón de Acero, hicieron lo mismo con los rusos Boris Pasternak y Aleksandr Solzhenitsyn, el checo Bohumil Hrabal y tantos grandes autores perseguidos por el comunismo real. Pero hoy, para este humilde comentarista, es un honor escribir los nombres de Adrian Scott, Edward Dymtryk, Herbert J. Biberman, Samuel Ornitz, Ring Lardner, Albert Maltz, Alvah Bessie, Lester Cole, Dalton Trumbo y John Howard Lawson, diez malditos por su valentía cuando se negaron a confesar si habían sido o no comunistas frente al Comité de Actividades Antiamericanas. Prefirieron perder sus piscinas en Beverly Hills antes que delatar a sus compañeros. Los miserables que les emplazaron para interpelarles advirtieron a los estudios de que si volvían a contratarlos serían acusados de complicidad con los rojos. Por este mismo procedimiento, acabaron prohibiéndoles hasta esas colaboraciones en la prensa, tan socorridas siempre para aquellos que se dedican al muy noble y siempre improductivo oficio de las letras. Y treinta meses después de su mejor película, ya en 1950, los Diez de Hollywood fueron a la cárcel.

Quien más perdió fue Alvah Bessie. Libretista de la Warner, de bien poco le sirvió la nominación al Oscar como autor del argumento de Objetivo: Birmania (Raoul Walsh, 1945). Tras pasar diez meses en prisión, nunca más volvió a Hollywood. Al salir del trullo, para poder comer, se empleó como encargado de las luces en un club nocturno. Como tantos comunistas de buena voluntad, abandonó el partido desencantado con el estalinismo. Antiguo combatiente en la Brigada Lincoln, colaboró con Jaime Camino y Román Gubern en el guion de España, otra vez (1967), sobre el regreso a nuestro país de un brigadista como lo fue él mismo.

"Ante este panorama, Trumbo, como Losey y tantos otros blacklisted de quienes la industria no pudo prescindir por más que Washington así se lo exigiera, comenzó a firmar sus libretos bajo falsos nombres"

Con Dalton Trumbo no pudieron acabar tan fácilmente. Según consta en un acta del Congreso de los Estados Unidos —fechada el veintiocho de diciembre de 1952 y actualmente del dominio público— fue denunciado, entre otros, por el realizador Frank Tuttle. El Comité le citó el veintiocho de octubre del 47. Aunque también fueron perseguidos realizadores, actores y en menos medida productores, la inquisición maccarthista se ensañó especialmente con los guionistas: Trumbo fue el paradigma de todos ellos. Cuando se negó a colaborar, ya había escrito cintas como Dos en el cielo (Victor Fleming, 1943), Compañero de mi vida (Edward Dmytryk, 1943) o Treinta segundos sobre Tokio (Mervyn LeRoy, 1944). Su filmografía le avalaba. Hollywood no podía prescindir de uno de sus mejores libretistas por más que la histeria anticomunista aconsejara someterlo al ostracismo.

Ante este panorama, Trumbo, como Losey y tantos otros blacklisted de quienes la industria no pudo prescindir por más que Washington así se lo exigiera, comenzó a firmar sus libretos bajo falsos nombres —Millard Kaufman, Guy Endore, Ben Perry…— y a cobrar por ellos la tercera parte de lo que había cobrado hasta entonces. Eso sí, siguió escribiendo hasta en la cárcel. Es probable que la reclusión haya inspirado más literatura que los claustros y las cátedras. Heterónimos más que seudónimos, porque el maestro adquiría un estilo y una personalidad distinta bajo cada uno de esos falsos nombres, concibió, recluso y como Millard Kaufman, El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950). Sepa el lector que hablamos de uno de los mejores relatos criminales jamás vistos en una pantalla, pero también de una historia de amor loco muy superior a Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1957), de la que es un claro precedente. Paradójicamente, también es de Trumbo —aunque en esta ocasión no lo firma— el libreto de Cohete K 1 (Kurt Neuman, 1950), el film que inaugura ese sutil anticomunismo que se enseñoreará de la ciencia ficción hasta ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964), cinta que pone fin a esta constante, al ser su primera parodia.

"Desde su aparición, dos días después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Johnny empuñó su fusil ha estado envuelta en la eterna polémica entre pacifistas y belicistas"

Dalton Trumbo nació en Montrose (Colorado) en 1905. Sus primeros artículos aparecieron en la revista Vogue y su primera novela, Johnny empuñó su fusil, llegó a las librerías en 1939 con el sello de Lippincott, Williams & Wilkins. Ese mismo año mereció el Premio Nacional del Libro en su país y comenzó a ser ensalzado y alabado por ese mismo Hollywood que, apenas ocho años después, habría de negarle, al dictado del senador McCarthy y sus inquisidores.

«Johnny, coge tu fusil» era el eslogan utilizado en las cajas de reclutamiento, invitando así a los jóvenes a alistarse en el ejército estadounidense que combatió en Francia durante la Gran Guerra. Tras acudir a la llamada, al Joe Bonham de Trumbo le explota un obús que le hace perder los brazos, las piernas y la cara. Aunque incomprensiblemente sigue vivo, se ha quedado sordo, ciego y mudo. Reducido a tan patética condición, el joven quiere matarse, pero no puede. Sólo le restan sus recuerdos para seguir viviendo.

Desde su aparición —dos días después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial—, Johnny empuñó su fusil ha estado envuelta en la eterna polémica entre pacifistas y belicistas. En 1940 conoció una versión radiofónica, debida a Arch Oboler, con James Cagney como protagonista. Una edición seriada en el Daily Worker órgano del Partido Comunista de los Estados Unidos— atrajo sobre Trumbo la atención del FBI y fue uno de los principales argumentos que el Comité de Actividades Antiamericanas esgrimió contra él.

"Kirk Douglas tuvo el coraje suficiente de enfrentarse a los inquisidores y exigir que Dalton apareciese acreditado como lo que era, el guionista de Espartaco"

Recluso durante once meses, al salir se exilió en México, donde continuó escribiendo. Se dio el caso de que cuando fue merecedor del Oscar al mejor guion por el de Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953) tuvo que recoger la estatuilla Ian McLellan Hunter, quien firmó el libreto por él, puesto que Trumbo seguía estando vetado. Ya en 1993, cincuenta años después, la Academia mandó hacer una réplica de aquel Oscar y se lo entregó a Cleo Beth Fincher, la viuda del gran Trumbo, la compañera de su vida. Emociona verlos juntos en cierta fotografía del 47, asistiendo a una de las audiencias del Comité, frente a los inquisidores. Ella fuma nerviosa y, en el segundo término, se aprecia con claridad el rostro de Bertolt Brecht, también fumando.

Kirk Douglas tuvo el coraje suficiente de enfrentarse a los inquisidores y exigir que Dalton apareciese acreditado como lo que era, el guionista de Espartaco (Stanley Kubrick, 1960). A partir de entonces, muy tímidamente, se fue permitiendo que los blacklisted pudiesen volver a trabajar en Hollywood.

"John Parnell Thomas, el presidente del Comité, como tantos y tantos políticos de todas las ideologías, fue acusado de corrupción en el 48"

La hora del senador McCarthy llegó en 1957. Murió aún joven —cuarenta y ocho otoños—, de una hepatitis producto de su alcoholismo. Había caído en desgracia en el 54, cuando en su delirio llegó a intentar perseguir a los comunistas infiltrados en el ejército e intentó investigar al secretario de defensa. Su legado se reduce a la “Falacia de McCarthy”. Según sostiene el antiguo dirigente socialista español Ricardo García Damborenea, “éste es un tipo de argumento que invierte la carga de la prueba para establecer una conclusión partiendo de que no se puede demostrar lo contrario”. “Como nada prueba que no sea usted comunista, debemos concluir que es usted comunista”.

John Parnell Thomas, el presidente del Comité, como tantos y tantos políticos de todas las ideologías, fue acusado de corrupción en el 48. Se acogió a la Quinta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos para no declarar contra sí mismo. Como hicieron los diez de Hollywood y él no quiso aceptar. En 1950, la justicia poética lo mandó a la misma cárcel donde cumplían condena Lester Cole y Ring Lardner.

Un día antes de morir, en septiembre del 76, Trumbo fue reconocido por la Academia de Hollywood como el ganador del Oscar al Mejor Guion por El Bravo (Irvin Rapper, 1956), otro de los libretos que no pudo firmar en su momento. En la Universidad de Colorado, en la que solo siguió un par de cursos, hay una fuente que lleva su nombre. Y, más allá de la libertad de expresión y todas esas grandezas, su abnegación inquebrantable en el mejor ejemplo para todos los escritores vetados.

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