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Después del meteorito, un cuento de Luciano Montero

Después del meteorito, un cuento de Luciano Montero

‘Apocalypse’, Albert Goodwin.

Parece increíble que hoy se cumplan dos años desde que iniciamos la colaboración entre la Escuela de Imaginadores y Zenda. Lo que significa que el cuento que les presentamos a continuación hace el número 25 en nuestra Sección de Relatos, sin contar otras ediciones especiales. Y esto nos pone contentísimos. Estamos que no cabemos en nosotros de alegría por haber podido traer hasta aquí tanta buena literatura.

Pero al mismo tiempo, sentimos cierta zozobra, cierta tristeza. Sí, estamos tan llenos de contradicciones como nuestros personajes, porque algún día nos gustaría ser tan de carne y hueso como ellos. Y no podemos evitar que nos perturbe lo rápido que pasa el tiempo. Dos años ya. Han pasado demasiado pronto, y esto nos pone tristísimos, cabizbajos y bastante apocalípticos.

Por estas razones hemos escogido traerles esta mañana de inicio de primavera el relato «Después del meteorito». Su autor, el imaginador Luciano Montero (Oviedo), es doctor en Psicología, experto en educación especial, y autor de libros como La aventura de crecer (Temas de Hoy) o Mi hijo es un vago (Esfera de los Libros), y ha merecido galardones en el Concurso de Relato Casa de Aragón, el Premio de Relatos de La Caixa y RNE o el Concurso de Microrrelatos Gata Negra. Y, claro, Luciano tiene el remedio para todos nuestros problemas: un cuento postapocalíptico y desbordante de sentido del humor.

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Después del meteorito

Los ojos del hombre relampaguean con una chispa de concupiscencia. LITORAL, FABADA ASTURIANA, eso le parece leer en el rótulo que etiqueta un bote semienterrado en la arena. Los latidos de su corazón se aceleran. No así sus pasos. Prefiere mantener su caminar lento, fatigado, alimentar la ilusión de aquel hallazgo. Disfrutar el momento, temeroso de estar sufriendo un desvarío, producto del hambre y del agotamiento.

Ya está más cerca. Sus ojos no le han engañado. Ahí sigue el bote con su rótulo y debajo de éste, en letras más pequeñas, puede leer: Con Selectos Embutidos Asturianos, así, en letra cursiva, y en ese momento no le extraña que Selectos Embutidos Asturianos, un sustantivo y dos adjetivos, estén escritos con mayúscula, porque más abajo, a todo color, resplandecen fotografiados el chorizo, la morcilla, el tocino con su hebra de jamón, reinando sobre un ejército de alubias brillantes, untuosas, turgentes.

No era una ilusión, pero de todos modos le espera el desencanto. Al agacharse, encuentra que el bote está abierto y vacío. Maldita sea mi suerte, hoy tampoco es mi día, murmura, pero solo para sus adentros. Para qué malgastar energía en levantar la voz, si nadie le va a oír, si está solo sobre la faz de la tierra, o eso empieza a creer, tras varios días vagando sin rumbo. Sí que gasta alguna fuerza, de la poca que le queda, en dar una patada al bote, clang, que describe una parábola, se dirige derecho a un campanario y choca con una campana, gong.

No es que la patada haya sido tan potente. Ocurre que el campanario está a ras de tierra. La torre que lo sustenta y el resto de la iglesia yacen bajo el suelo. Lo cual no extraña al hombre, habituados ya sus ojos a un planeta en ruinas, resultado de la Gran Catástrofe, del cataclismo que llevaba tiempo anunciándose y que por fin llegó.

Estás solo, solo como un perro, se apostrofa el hombre. Con lo necesario que es el calor humano. Con lo que te gustaría insultar a alguien ahora.

Prosigue su andar cansino y entre los escombros de una casa en ruinas encuentra una calavera descarnada. La toma en sus manos, la interroga. ¿Quién eras tú? ¿Qué hago yo aquí? ¿Estoy vivo o muerto? ¿Estoy o no estoy? Como es un hombre de pocas lecturas, no conoce las resonancias literarias de su acción, menos aún las filosóficas. Un poco más allá, entre esas mismas ruinas, encuentra una taza de inodoro. Se abre la cremallera del pantalón y vacía su vejiga mirando al horizonte. Aunque no sea una persona cultivada y aunque a su alrededor todo sea un desierto colmado de detritus, necesita una taza de váter para aliviar sus necesidades.

Un hombre meando en medio de un mundo devastado.

De pronto le parece escuchar música. Se queda en suspenso, sujetándose el pene con tres dedos. Duda de sus oídos. No desea llevarse un chasco como el del bote de fabada. El sonido le llega confuso. Sucesivamente la música le parece:

Rock sinfónico.

Música clásica.

Heavy metal.

Reguetón.

La marcha nupcial.

Un pasodoble.

La melodía, aunque sería generoso darle ese nombre, procede de lo alto de una colina cercana El hombre, tras sacudirse el pene y guardárselo dentro del pantalón, se decide a escalarla, esta vez sin parsimonia, dispuesto a salir de dudas cuanto antes. Cuando llega arriba, no ve nada. La música parece salir del suelo. Allí mismo, a sus pies. Es una especie de melopea psicodélica, con muchos sintetizadores. Se agacha, pega el oído a la tierra, golpea con el puño. Tap, tap.

Nada.

Se desplaza dos pasos. Golpea de nuevo con insistencia. Pam, pam, pam, pam.

―¿Quién anda ahí? ―le responde una voz temblorosa de mujer.

El suelo se mueve. El hombre da un salto atrás. El suelo se levanta. Es una plancha de metal, una trampilla, disimulada con tierra y vegetación. Por el agujero que cubría, asoma un rostro asustado. Es una joven de pelo largo y negro, grandes ojos oscuros y pómulos pronunciados. Tiene un aspecto razonablemente aseado, dadas las circunstancias.

―No tengas miedo ―trata de tranquilizarla el hombre―. Ya creía que no quedaba nadie más. Qué alegría encontrarme con alguien. Sobre todo con alguien como tú.

Aunque aún está asustada, y aunque la cremallera mal cerrada del pantalón deja ver una mata de vello púbico del hombre, la galantería no pasa desapercibida a la muchacha, que se lleva la mano al pelo y se lo acaricia. A ella tampoco le desagrada el ejemplar humano que tiene delante. Pese a su aspecto descuidado, y pese al matojo insumiso, no parece amenazador. Al contrario, le inspira al instante una sensación de confianza y protección.

―Se nota que estás agotado ―dice la joven tras volver adentro para bajar el volumen de la música―. Tengo agua y comida. Ahora te saco algo. O si quieres, puedes entrar aquí. Hay espacio suficiente.

El habitáculo, la cueva, reúne unas mínimas condiciones. Un jergón, una mesa, dos sillas, la trampilla funcionando a ratos como claraboya de ventilación. La luz de una vela, una sensación de humedad y la visita esporádica de algún que otro bicho, según relata la muchacha, que enseguida ofrece al hombre una amplia gama de latas de conserva que dice conseguir en las ruinas cercanas de un supermercado, a saber:

Sardinas en escabeche.

Filetes de Caballa del Sur.

Magro de Paleta de Cerdo Cocida.

Anchoas.

Atún claro en aceite de oliva.

Calamares en su tinta.

Berberechos al natural.

Pimientos del Piquillo Enteros Extra.

Aceitunas clásicas rellenas de anchoa.

También agua embotellada, latas de refrescos y cerveza. El hombre se decide por los berberechos y el magro de cerdo, que acompaña con patatas fritas de bolsa y dos latas de cerveza tostada de alta graduación.

Pide permiso para descansar en el jergón. Necesito una pequeña siesta, dice. Duerme durante todo el resto del día, que la muchacha se pasa contemplándolo, a falta de nada mejor que hacer, pero también porque le gusta mirar a aquel hombre fuerte y no mal parecido ocupando su lecho. Ya bien entrada la noche, no se ha despertado y ella decide respetar su descanso.

A la mañana siguiente abre la trampilla para que entre la luz. El día ha amanecido espeso, como todos, con un cielo bajo, entre rojizo y gris plomo. Cuando la dudosa claridad alcanza el rostro del hombre, éste abre los ojos y encuentra a la muchacha acostada a su lado, pegada a él, dado lo estrecho del camastro. Ninguno de los dos rompe el silencio. El hombre está confuso. Tarda unos segundos en ubicar el lugar, la situación, la compañía.

―Hola.

―Hola.

Ella le mira con sus grandes ojos oscuros. Parpadean sus pestañas, largas y espesas. Ambos advierten la atracción que los imanta.

El hombre, del que aún no se ha dicho que es un hombre de acción, no es amigo de andarse con rodeos. Pero tampoco es alguien desconsiderado. No desea que el fétido aliento que se nota al despertar, tras casi veinte horas de sueño, ofenda a la muchacha, y para ello habla con una mano delante de la boca, lo que le da un aire comedido, meditativo, casi filosófico. Ensaya un pequeño circunloquio antes de ir directo al grano:

―Qué agradable, despertarnos juntos… Estoy pensando que debemos darnos cuenta de nuestra circunstancia. No sabemos si somos los únicos habitantes del planeta, al menos lo somos en muchos kilómetros a la redonda, te lo digo porque llevo muchos días caminando sin parar y sin ver a nadie.

La chica lo mira abstraída. Descubre ahora que le agrada la voz del hombre, en la que el día anterior no había reparado, dado que casi solo había abierto la boca para atracarse de magro de cerdo y berberechos. Además, pese a su aspecto un poco duro, se fija en que sabe hablar, es lo que a ella le parece. Lo piensa al oírle pronunciar las palabras «circunstancia», «planeta» y «al menos».

―¿Decías? ―vuelve en sí.

―Que digo yo que quizás estemos solos en el mundo, que es posible que el futuro del género humano esté en nuestras manos, o, mejor dicho, en nuestros genes.

La palabrería del hombre sigue encandilando a la muchacha.

―Perdona que te interrumpa, voy a poner música y así te escucho más a gusto.

Vuelven los sonidos psicodélicos. El hombre prosigue su argumentación:

―Tenemos que empezar de nuevo. Reproducirnos, crear una nueva humanidad.

―Ya.

―Somos los Adán y Eva del siglo veintiuno.

La chica lo mira con los ojos entornados. Visto así, de perfil, a la luz que entra por el improvisado tragaluz, le parece un buen candidato como Adán. De un brinco, salta del jergón.

―¡Esto hay que celebrarlo!

El hombre sonríe. Ve claro que la cosa marcha.

De un cajón de la mesa que ocupa el centro del habitáculo, la chica saca una petaca, papel de liar y algo envuelto en papel de aluminio, del tamaño de un pulgar.

―Vete preparando el filtro.

La cara del hombre cambia del contento a la perplejidad.

―¿Cómo? Un… ¿para qué?

―No tardo nada el liar un peta. No vamos a inyectarnos ahora.

―¿Un peta?

Sus ojos reflejan el desconcierto. Tarda en reaccionar

―¿Un peta?… ―Su mirada se pierde en el vacío―. Bueno… ―Sus ojos vagan por las paredes de la cueva― Esto… ―Su boca se entreabre―. Si es sólo uno… ―El labio inferior cuelga fláccido y una mano inerte ha quedado suspendida en el aire―. Normalmente yo no…

Entretanto la chica ya ha empezado a calentar con un mechero la piedra de hachís.

―¿Qué pasa, tío? ¿Prefieres coca?

La cara del hombre adquiere una expresión tétrica.

―Tranqui. Por aquí tengo coca para aburrir. Y también ácido, caballo, éxtasis, speed…

El hombre se lleva una mano al bolsillo interior de su zamarra.

―Lo siento, pero…

―Va, tío, no te me enrolles mal ahora.

El hombre extrae una placa y la pone ante los ojos de la chica, que expresan al principio extrañeza, después curiosidad y luego espanto.

―¡Hostia, la poli!

Momentos después ambos caminan por el exterior. Hay grietas en el suelo que podrían tragarse un autobús. Se ve un puente derrumbado, varios vagones de tren descabalados y una locomotora semihundida en tierra, con el morro levantado hacia el cielo. El hombre lleva a la chica esposada y va diciendo:

―…Y como único y máximo representante de la ley, yo mismo dictaré sentencia e impongo una pena que asciende a…

―¿Qué te pasa, tío? Piensa que estamos solos tú y yo.

―¡Aaah! Encima intenta seducirme. ―El hombre se pone una mano como visera y otea los alrededores―. Ya estamos llegando, a ver si me oriento. Por aquí cerca vi ayer una comisaría.

La comisaría está desierta y en ruinas, como todo lo que los rodea. La muchacha se resiste a entrar, pero el hombre es más fuerte. El edificio está inclinado, por lo que tienen que andar por su interior haciendo equilibrios. Llegan a los calabozos. El hombre encuentra una cadena y un candado con su llave. Empuja dentro de una celda a la chica, que hace un último y desesperado intento de resistencia, se agarra a la reja, intenta arañarle la cara, pero todo es inútil. De un empujón la manda al fondo de la mazmorra, zaca, la cierra con un chirrido de bisagras, ñi-i-i, y un portazo, blam, ambos siniestros. Enrolla rápidamente la cadena en los barrotes, tras, tras, y cierra el candado con llave, clic.

―¡Hijo de puta! ¡Me cago en la hora en que me encontraste! ―grita ella entre sollozos, agarrada a las rejas, con la cara roja, congestionada y bañada por las lágrimas.

―Queda usted condenada a quince años y un día.

―¡Cerdo! ¡Cabrón!

―Lo siento, no hago más que cumplir con mi deber. Y dé gracias de que no la empapelo por desacato a la autoridad.

El hombre sale al exterior, haciendo oídos sordos a lamentos e improperios, y comienza a alejarse. Echa una mirada atrás. La comisaría es un edificio de pocas plantas, más ancho que alto, y cada piso es una larga hilera de ventanas enrejadas. En lo alto todavía ondea una bandera. Escorado hacia un lado, tiene un extremo hundido en la tierra mientras el otro se proyecta hacia arriba. Recuerda vagamente al Titanic.

Qué pena, te has quedado sin un buen plan, va rumiando el hombre con las manos en los bolsillos. Olvídate, cuando salga estará ya cerca de la menopausia. Tch, tch, chasquea la lengua con lástima.

Divisa a unos pasos el mismo bote de fabada vacío con el que se llevó una desilusión el día anterior. Le da otra patada, clong, y lo aventa unos metros. Lo persigue, dispuesto a repetir la jugada. Cuando lo alcanza ve que ha caído al lado de un preservativo usado.

Qué asco, murmura, y sigue caminando. Quién sabe, a lo mejor encuentras a alguien más por ahí.

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