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El desencanto global, de Ramon Aymerich

El desencanto global, de Ramon Aymerich

El mundo que hoy conocemos, desigual y en guerra, con China en estrecha competencia con Estados Unidos para convertirse en la primera potencia, empezó a gestarse con la caída del Muro de Berlín, en 1989. Fue el fruto de una manera de entender la sociedad y la economía que se convirtió en hegemónica a finales de los setenta, el orden neoliberal. No es fácil resumir esas tres décadas y poner la lupa no solamente en los hechos y personalidades clave de este período sino también en los teóricos, en especial los economistas, que inspiraron cada una de las etapas.

En este libro, Ramon Aymerich baja también al terreno de las consecuencias que esos cambios han tenido en el día a día de la gente. De la pérdida de empleos fruto de la deslocalización y el cambio tecnológico a los efectos de la burbuja inmobiliaria o el auge de las ideas populistas en Occidente.

Zenda adelanta un extracto de El desencanto global (La Vanguardia).

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CAPÍTULO 9

El resentimiento

Angela Merkel había nacido en Hamburgo en 1954. Hija de un pastor luterano, la familia se trasladó cuando todavía era niña a Quitzow, en la República Democrática Alemana (RDA), un país socialista y ocupado militarmente por el ejército soviético. Su experiencia vital fue completamente diferente a la del presidente ruso. Vladímir Putin había nacido en 1952. Su padre trabajó para la Marina soviética y en una unidad paramilitar del NKVD, la policía secreta. Su abuelo había sido cocinero de Lenin y Stalin. Cuando la Alemania del Este colapsó, Merkel tenía 35 años y Putin, 37. En los meses siguientes, Merkel abandonó la física para pasarse a la política después de llamar a la puerta de la CDU, el partido de los conservadores alemanes, donde protagonizó una meteórica carrera que la llevó en unos pocos años a la cancillería alemana.

Putin, entonces oficial del KGB, la central de inteligencia soviética, se encontraba en Dresde, una ciudad tranquila de la RDA desde la cual actuaba encubierto como traductor. Según sus antiguos jefes, se ocupaba de asuntos “casi marginales”. Pero un antiguo miembro de la RAF (la Fracción del Ejército Rojo, grupo terrorista que actuaba en la Alemania Occidental) le reconoció años después como hombre de contacto para miembros de la organización. Putin solo quiere recordar que en los días que siguieron a la caída del Muro había llamado a Moscú para recibir instrucciones y no encontró a nadie al otro lado del teléfono que fuera capaz de dárselas. Destruyó los archivos con los que había trabajado y se largó a Leningrado. Trabajó unos meses en la universidad y tuvo que hacer de taxista para llegar a fin de mes (como él mismo explicó mucho más tarde). En la universidad reencontró a uno de sus antiguos profesores, Anatoly Sobchak, que iba a ser alcalde de la ciudad.

Como para muchos oficiales de seguridad de su generación, los que están ahora al mando en el Kremlin, que la Unión Soviética desapareciera sin haber disparado un solo tiro o sin mediar la invasión de una potencia extranjera había sido una capitulación humillante. “La catástrofe geopolítica más grande del siglo XX”, como él mismo la calificó en el 2005. Para esa generación, las causas de la caída de la URSS no estaban en Afganistán, ni en Chernóbil ni tampoco en las políticas de presión de la era Reagan o los conflictos con las minorías nacionales. Las causas estaban en los errores cometidos por Mijaíl Gorbachov. En la energía destructiva que había provocado la perestroika. En el caos que había sembrado la descentralización del poder hacia los estados periféricos y en haber dejado huérfanos de futuro y sin activos a los ciudadanos rusos, espina dorsal de la Unión Soviética. Putin siempre estuvo convencido de que la URSS podía haber sobrevivido. No necesariamente como un Estado comunista. Él ya no era un creyente. Como otros miembros de la élite soviética, hacía años que había perdido la fe en el sistema y había sido captado por los signos de la prosperidad occidental: los viajes, los productos importados. Él no se sentía comunista. Se había formado como un espía, y eso lo había hecho un hombre pragmático. Su única guía era el poder.

Los noventa fueron terribles para Rusia. Entre 1987 y 1993 el PIB cayó una media de un 40%. Si se quiere comparar la intensidad, la crisis griega del euro le costó al país un descenso de un 25%, y la Gran Depresión de Estados Unidos, un 30%. Entre 1990 y 1994, la esperanza de vida de los rusos bajó de 69 a 64,5 años (de 64 a 58 en el caso de los hombres). La población disminuyó. Hubo escasez de alimentos. Los oligarcas desmantelaron toda la industria rusa. Lanzaban una opa sobre una compañía, sobornando o amenazando a los gestores, vendían todo lo que se podía vender, la llevaban a la quiebra y enviaban a los trabajadores a casa. Se hacían ricos, pero destruían el modo de vida de muchos miles de personas. Sin un entramado institucional sólido al que acogerse, las privatizaciones, que tan bien quedaban sobre el papel de los consultores de la terapia de choque, se tornaban en la práctica un trabajo sucio y despiadado.

Putin hizo carrera en aquellos años turbulentos. Primero en la alcaldía de Leningrado, al lado de Sobchak. Después en Moscú, en el entorno de Borís Yeltsin, un burócrata que supo abandonar el PCUS a tiempo para convertirse en el primer presidente de la Rusia poscomunista. Con él, Putin ocupó toda clase de cargos, entre los cuales la dirección del FSB, los renovados servicios secretos. Justo antes de llegar al poder. Eso fue en 1999, el año en que la guerrilla chechena sembró de explosivos varios apartamentos de Moscú, con el resultado de 293 muertos. La autoría de aquellos sucesos nunca quedó clara, pero sirvió para declarar la segunda guerra de Chechenia y allanar el camino de Putin hacia el poder. En el 2000, contra todo pronóstico, fue elegido presidente. Y el primer decreto que firmó fue para prohibir futuras investigaciones por corrupción sobre Yeltsin y su familia. Puso orden entre los oligarcas, que habían sido tan influyentes durante los años de Yeltsin. El encarcelamiento y la confiscación de los bienes del primer magnate ruso, Mijaíl Jodorkovski, en el 2005, fue un serio aviso para todos. En un país traumatizado por una década de caída de los estándares de vida y el intermitente impago de las prestaciones más básicas, la idea de orden y estabilidad que transmitía Putin cosechó un notable éxito entre la población más castigada de las ciudades industriales del interior, para la cual los oligarcas habían sido su ruina.

Occidente siempre pensó que Putin era muy dependiente de los oligarcas, pero la realidad ha desmentido esa idea. La primera respuesta occidental a la guerra de Ucrania fue inmovilizar sus bienes, para así presionar al presidente ruso. Pero esa acción no modificó en lo más mínimo el comportamiento del líder del Kremlin hacia la guerra. Su relación más estrecha con un oligarca fue con Borís Berezovski, matemático metido a magnate que le introdujo en el círculo de Yeltsin. Berezovski acabó por huir a Londres entre graves acusaciones hacia su protegido. Murió, aparentemente ahorcado, en 1994.

En aquellos primeros años de la presidencia, Putin empezó a modelar su discurso. Hizo de la ampliación de la OTAN al Este un casus belli. Para él, americanos y europeos se habían aprovechado de la debilidad financiera en la que se encontraban Gorbachov primero y Yeltsin después para imponer sus proyectos. El líder ruso siempre se refirió a la promesa formulada en 1990 por el secretario de Estado americano, James A. Baker III, de no mover la OTAN “ni una pulgada al Este”. Pero esa promesa, de haber existido, fue hecha de viva voz y no ha quedado registrada en ninguna documentación. Cuando la antigua Alemania Oriental ingresó en la OTAN y un buen número de países que antes se encontraban tras el talón de acero ingresaron en la Unión Europea, en Rusia no quedaba ya nada de la “casa común europea” que tanto gustaba mencionar Gorbachov.

Putin pensaba ya en la reconstrucción de la esfera de influencia rusa, una idea sacada del baúl de los recuerdos de la era zarista, pero que la Unión Soviética de Stalin había recuperado después de la Segunda Guerra Mundial. En la conferencia de Yalta de 1945, horas después de que Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña reconocieran el derecho de los pueblos de Europa a crear sus propias instituciones democráticas, Churchill pactaba en secreto con Stalin que la Europa del Este quedara bajo su influencia. Pero de aquellas glorias pasadas quedaba muy poca cosa en los años de Putin. Los únicos amigos del Kremlin estaban en la Bielorrusia del irritante Alexánder Lukashenko y en los Balcanes.

La simple mención de la idea de esfera de influencia provoca hoy pesadillas en Centroeuropa, región que el escritor Milan Kundera calificó de “Occidente secuestrado”, y condiciona la visión de estos países sobre el conflicto de Ucrania. El día en que el ejército ruso cruzó la frontera, Francia y Alemania reaccionaron con tibieza a la intervención militar. Emmanuel Macron llegó a pedir que Putin no podía salir humillado de la guerra, y Alemania tardó días en garantizar su pleno apoyo a los ucranianos. Fueron reacciones muy diferentes a las que expresaron los países bálticos o Polonia, que siempre han hablado de la necesidad de derrotar a Rusia sobre el terreno. Para ellos, cada paso que Putin ha dado en la reconstrucción de esa esfera de influencia (invasión de Georgia en el 2008, anexión de Crimea en el 2014, mayor control sobre el Asia Central y Bielorrusia después) alimenta su convicción de que Putin no se detendrá hasta devolver a Europa los perfiles que tuvo durante la guerra fría.

En el 2007 Vladímir Putin tuvo sus primeros minutos de gloria geopolítica. Se presentó ante la Conferencia de Seguridad de Munich para decir que, en contra de lo que pensaba Occidente, el crecimiento de la economía global podía no provocar armonía y convergencia, sino conflictos. Fue el primero en afirmar algo así, en retar la hegemonía americana. Pocos le hicieron caso, pero el presidente ruso cuestionaba la arrogancia occidental, en especial la idea de que la segunda globalización no iba a provocar guerras ni sobresaltos sociales. En el 2019 volvió a brillar en los titulares de los medios cuando declaró, en una entrevista al Financial Times, que la ideología liberal estaba muerta.

Para entonces Putin se había construido una visión del mundo en la que mezclaba una vaga defensa de los valores tradicionales con guiños a la Iglesia ortodoxa rusa. En sus discursos se percibía la influencia de una corriente de pensamiento de nombre eurasianismo, que aboga por la creación de un imperio ruso de base interétnica como alternativa al “globalismo occidental”. Uno de sus inspiradores es el escritor y filósofo Alexánder Duguin, que en la década de los noventa hablaba ya de “mundo ruso” y advertía que Ucrania debía ser invadida porque era el mayor obstáculo para la materialización de ese proyecto. Duguin, que había probado fortuna sin éxito en el mundo de la política, consiguió que sus escritos circularan entre los militares y los altos funcionarios rusos, huérfanos de una visión del mundo tras el hundimiento de la Unión Soviética. Duguin se hizo también popular en medios de China, Irán o Turquía y entre los partidos de la extrema derecha europea, a la que se ha sospechado siempre que Putin ha financiado. En agosto del 2022 una explosión dirigida contra él acabó con la vida de su hija, Daria Duguina, en un atentado de dudosa autoría.

En el interior, Putin se deshizo poco a poco de la oposición. Los efectos de la glasnost de Gorbachov perduraron hasta el 2012. Ese año hubo amplias manifestaciones contra la política del presidente, integradas mayoritariamente por miembros de la clase media de las grandes ciudades, la más occidentalizada. Hubo muchas detenciones, y la libertad de expresión se estrechó con la introducción de leyes como la del “agente extranjero”, es decir, contra las personas y organizaciones que recibían financiación exterior. La lista de víctimas de la represión durante los mandatos de Putin es extensa. La periodista Anna Politkóvs­kaya, activista por los derechos humanos que contó la segunda guerra de Chechenia, sufrió una ejecución simulada por el ejército, sobrevivió a un envenenamiento y finalmente fue acribillada a tiros en su apartamento de Moscú en el 2006. El rival político más peligroso del presidente, Borís Nemtsov, fue asesinado en el 2015 en medio de la calle, a solo unos centenares de metros del Kremlin. En el 2018 el miembro de la inteligencia rusa Serguéi Skripal y su hija Yulia fueron envenenados en Inglaterra con novichok, un agente nervioso desarrollado por el ejército soviético. En el 2020, el más popular de los opositores, Alekséi Navalni, fue envenenado con el mismo agente nervioso y un año después fue encarcelado. En el 2022, ya en plena guerra, el experiodista Ivan Safronov fue condenado a veintidós años de cárcel por “alta traición” y recluido en un penal de alta seguridad.

En el trayecto de Putin hacia la guerra nada habría sido igual sin la economía, que le sonrió nada más convertirse en presidente. En el año 2000, los precios del petróleo empezaron a subir. Esto le permitió devolver las deudas que Rusia tenía contraídas con los bancos occidentales. Creó a su alrededor un formidable ejército de tecnócratas que administró con habilidad los ingresos del petróleo. Elvira Nabiúlina, la actual presidenta del Banco Nacional de Rusia, es un buen ejemplo de ello. Su objetivo en todos estos años no fue tanto mejorar el gasto social, que se ha mantenido en mínimos, como acumular divisas y fortalecer lo que le garantiza a Rusia su estatus de potencia, el ejército. En los primeros meses del 2022, poco antes de ordenar la invasión de Ucrania, Rusia disponía de 600.000 millones de dólares, una cantidad enorme, suficiente como para convencer a Putin que podía hacer frente a las sanciones occidentales, que tanto dañaron a la economía rusa en el 2014.

En la manera de pensar de Putin, la ampliación de la OTAN a Ucrania (sugerida verbalmente a Kyiv en el 2014, pero nunca realmente considerada) fue la excusa para invadir el país. Y con el final de la presencia estadounidenses en Afganistán, con el atropellado abandono de Kabul en agosto del 2021, se abrió probablemente la ventana de oportunidad que Putin había estado esperando. El 24 de febrero del 2022, el ejército ruso penetró en Ucrania por las fronteras este, norte y sur con el objetivo de alcanzar Kyiv en solo unos días, desalojar a Volodímir Zelenski del Gobierno y situar en su lugar a otro político que se amoldara a sus intereses.

De entre el conjunto de países que hicieron la transición al capitalismo, Ucrania era el que más se aproximaba a la calificación de Estado fallido, con unos niveles de vida que no habían avanzado mucho desde los noventa. La causa principal estaba en la profunda división de la élite política y económica entre los que se inclinaban por estrechar lazos con Rusia y los que alentaban su rápida integración en la Unión Europea. Durante la primera guerra de Ucrania, en el 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea, el ucraniano se había mostrado como un ejército frágil. Sin embargo, en el 2022 los rusos tropezaron con una resistencia inesperada y unas fuerzas armadas más organizadas de lo que habían previsto. Los servicios de inteligencia de Moscú hicieron patente un escaso conocimiento de la realidad del país vecino. Siempre pensaron que los ucranianos acogerían a los rusos como liberadores. Se equivocaron también con Zelenski, al que veían como un hombre débil predispuesto a la fuga, pero que finalmente se quedó y demostró una gran habilidad en el uso de las redes sociales y los medios. Fueron demasiados errores de cálculo para una potencia que quería una guerra rápida para despojar a Ucrania de todos sus atributos soberanos. Un conflicto que, en las propias palabras de Putin, se resumía en un simple combate entre “nuestros guerreros de diferentes etnias luchando juntos” contra “un grupo de terroristas internacionales dirigidos por nazis”. El ejército ruso nunca llegó a Kyiv.

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Autor: Ramon Aymerich. TítuloEl desencanto global. Editorial: La Vanguardia. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

BIO

Ramon Aymerich Piqué (Terrassa) estudió Ciencias de la Información en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y trabajó en la banca antes de dedicarse a los medios de comunicación. Trabajó en el semanario El Temps, La Gaceta de los Negocios y El Observador para después incorporarse al diario La Vanguardia en 1995. Ha desempeñado durante años el cargo de redactor jefe de Economía y actualmente ocupa el de redactor jefe de la sección de Internacional. Ha sido profesor de periodismo económico en la UAB entre los años 1990 y 2001. Ha escrito, entre otros libros, La fàbrica de turistes: El país que va canviar la indústria pel turisme, Fet a casa: La innovació a les empreses catalanes y ha participado en la obra colectiva Cien empresarios catalanes. Quincenalmente analiza la actualidad internacional en La Vanguardia a través de la columna «Una noche en la Tierra».

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Ricarrob
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1 año hace

El neoliberalismo. Siempre y de nuevo. El mejor sistema ideológico para que unos pocos se hagan mega-ricos, disparandose un tiro en el pie de los demás. Me pregunto qué harán cuando no les quede ni un solo resquicio de mundo para seguir deslocalizando, deforestando y contaminando. A punto de desastre hemos estado por estar toda la producción deslocalizada, con el Covid, digo. Globalizar el desastre, que se dice.

Y los populismos de derechas y de izquierdas una de las muchas secuelas de esta orgía mega-capitalista.

Desencanto global, buen título de un libro que será necesario leer.