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El espectador, de Imre Kertész

El espectador, de Imre Kertész

El espectador (edit. Acantilado), de Imre Kertész, reúne sus notas entre 1991 y 2001. En estas lúcidas reflexiones de la última etapa de su vida, con las que cierra la trilogía, el escritor examina el cambio de régimen político tras la disolución de la URSS, la descorazonadora deriva de Hungría y el papel de intelectual público que le fue imponiendo su creciente fama. Y, a medida que pasan los años y se despide de las personas más queridas, contempla el paisaje de la soledad y se prepara para partir.

Zenda publica un extracto del libro.

2 de octubre de 1991

Crónica como forma de autoanálisis. Escribirlo todo tal como viene. Diario de la galera terminado y entregado. Treinta años de mi vida envueltos en papel para reciclar. Cierta fama. Ridículo. Anteayer en la televisión. Anoche grabación para la radio. Digo lo mismo en todas partes, en todas las ocasiones, a todo el mundo.

La increíble concentración que caracteriza cada uno de los pasajes de las sonatas de Beethoven… Mi memoria de antaño, la memoria como moral; las muchas relaciones minan mi moral. Distraído, olvido algunos nombres, abandono a personas (no les doy nada de mí mismo, no les doy vida). Me convierto en empresa.

Muerte en Venecia de Britten en la televisión alemana. El tenor protagonista: perfecto, romántico, preñado de muerte, dolorosamente solitario, moderno. Por la noche, ojeada al relato. Increíblemente emocionante. Lectura de Observaciones de un apolítico… ¿Vuelve a inspirarme Thomas Mann? La introducción es un plagio de Nietzsche, siguiendo los grandes prólogos de 1886… Resulta casi cómica. He terminado mi conferencia sobre la cultura del asesinato en masa… Un trabajo hecho a destajo en medio de una presión agobiante. A posteriori, sin embargo, veo en él huellas de algunos elementos extraordinarios.

Mientras conversábamos A. y yo, le mencioné que X. sufre una psicosis maníaco-depresiva. Dijo ella que también la padeció, durante décadas. «La vencí—dijo—porque me conformé con mi destino». Y ese destino soy yo, pensé. ¿Me atreví alguna vez a imaginar su vida? Soy demasiado cobarde para eso. Superaría mis fuerzas en cierto sentido: o me vendría abajo o tendría que volverme cínico. Mis pecados son irredimibles. Si vivimos suficiente tiempo, nos tornamos inútiles para la redención; si superamos incluso esa edad, de repente la encontramos… o nos encuentra ella a nosotros. Anhelo dolorosamente alguna aventura narrativa; me siento lleno de dolor, me siento lleno de vida.

La variedad de las dimensiones. Cuando una mujer con la que mantienes una relación ligera, informal, te propone muy a la ligera y de manera muy informal que le tengas un poco de celos, ¿cómo puedes explicarle que has dedicado tu vida a aclarar ciertos conceptos dentro de ti, a vivir de un modo determinado y a librarte por completo de determinados sentimientos, en particular, por ejemplo, de los celos…?

El continuo apremio por rendir cuentas, como si tuviera remordimientos; a todo esto no se sabe de qué habría que rendir cuentas. De mí mismo como objeto, como materia documental sobre todo. Un llamado «congreso» sobre la «convivencia judeo-húngara». Una mañana agobiante en la que tuve que leer en voz alta mi redacción de siete páginas escrita para la ocasión. El hecho de que Auschwitz sólo pueda pensarse con la ayuda de la imaginación estética no suscitó ninguna inquietud ni ningún asombro entre los oyentes. A la consideración de que Auschwitz supone un trauma para el espíritu europeo comme il faut y que el mito, concretamente el mito europeo, ha quedado en entredicho por causa del antisemitismo, alguien intervino de una manera un tanto precipitada afirmando que eso es optimista por mi parte, puesto que en Europa también existe el antisemitismo. Para dar una mejor idea de las dimensiones de la cosa: M. K. (una mujer), en respuesta a mi frase (parafraseando a Adorno) de que después de Auschwitz sólo es posible escribir poemas sobre Auschwitz, me pregunta si está permitido, ¿no es cierto?, escribir también poemas sobre el amor, y añadió que ella, antes de venir al congreso, escuchó por la mañana, en casa, algo de Mozart. Así es. La estupidez del mundo que me rodea como un edredón asfixiante, como un edredón embutido en una funda grande a cuadros blancos y azules y adecuado para un catre de hierro en la cocina (con el que en mi infancia se arrebujaban las criadas), me tapa la cara, los ojos, la boca y me asfixia. La idea de una actividad creativa es como jadear en busca de aire; escribir como quien nada hacia la orilla después de un naufragio. (Probablemente no la alcanzará, pero al menos nada).

Ayer con K.; su amabilidad, su vulnerabilidad, su carácter adolescente; almorzamos juntos, fue como una tarde de mi juventud de hace muchísimo tiempo, depositada en el sedimento de los recuerdos. Paseo por la fría ribera del Danubio, el inminente crepúsculo inundaba con el color amargo de una manzana verde los grandilocuentes palacios del lado de Pest. Su visión de mi futuro, de que sería famoso, de que pasaría a «otra esfera sociográfica», de que ganaría «cinco veces más» de lo que gano hoy, etcétera. A él le resultan muy importantes (algo que a mí me deja del todo frío) las exterioridades que conlleva lo que llama un «oficio de escritor próspero». Y todo ello se le presenta como un problema; a raíz de mi situación piensa en sus propias posibilidades. En el fondo, y no lo pierdo de vista en ningún momento, K. es un regalo para mí. Una amistad cuyas diversas caras son de lo más atrayentes: veinte años de diferencia de edad, la presencia del talento, el aspecto sentimental del hecho de recordarme continuamente a mí mismo; cierto aire bohemio que siempre me ha gustado, pero sin sombras molestas, sin el peso de la subsistencia y de los problemas, como si fuese una cata de una vida virtual de artista. No cabe la menor duda, sin embargo, de que se están produciendo cambios dentro de mí; dejar que estos cambios se produzcan y que afloren sus características, aunque también impliquen la inminente vejez y la locuacidad que conlleva.

Siempre he tendido, como ahora, a sentirme un cualquiera que en cierto sentido no ha escatimado el esfuerzo, sobre todo en lo que respecta a la verdad: es todo lo que estoy dispuesto a creer sobre mí mismo, y no sólo para no perder mi humildad. Otra cosa muy distinta es mi soberbia profesional… Sin embargo, mi sentimiento básico es el de asombro cuando me ven tal como soy probablemente, aunque no desde mi propio punto de vista. Como aventura vital es, no obstante, suficiente; nunca, ni por un instante, me he aburrido; y mientras mi mente se mantenga intacta, tampoco lo haré en el futuro.

La vestimenta intelectual que llevo puesta es solamente el producto de mi incomparable capacidad de imitar (y de mi disposición a ello). Habría que añadir que otros ni siquiera poseen este talento imitatorio y, sobre todo, carecen de la necesaria seguridad a la hora de elegir a quién y qué imitar. En segundo lugar, existe una originalidad primigenia, pero no para mí; para mí, la verdadera originalidad no reside en la creación de formas, sino a lo sumo en la originalidad de la voz, de la risa.

Con La bandera inglesa los he ofendido profundamente: en concreto, por el hecho de haber pasado en silencio los treinta y cinco años transcurridos entre 1956 y el presente; para ellos, esos treinta y cinco años son su vida; sin embargo, desde el punto de vista de la historia y de la psicología nacional, esos treinta y cinco años han sido en realidad años de silencio, de ocupación, de asfixia, de anticreatividad, de estado de inconsciencia después de que una nación fuera apaleada y quedara medio muerta. Algún día alguien lo reconocerá… Escribo todo esto como si (en el fondo) me importara.

Al salir del acto organizado por la embajada austríaca que se celebró en el restaurante Gundel me quedé perplejo al ver la recién reformada pastelería de enfrente. Una obra del modernismo, con su puentecillo, sus lámparas, su terraza, sus sillas blancas, la paz de antaño… Y se apoderó de mí una sensación de mareo, de nostalgia empañada en lágrimas de la muerte. Sin duda, en ese lugar volverá a empezar la vida que para mí acabó en 1948. Miré alrededor como un mendigo ante las puertas de un palacio. A mí me quitaron todo; en parte lo hizo el mecanismo infernal, el tiempo con su tictac imparable y natural, pero en parte también la desgracia del genius loci con el que resulta difícil, mucho más difícil conformarse. No se puede vivir la libertad donde hemos vivido como esclavos. Debería irme a algún sitio, muy lejos. No lo haré. Entonces debería volver a nacer, metamorfosearme… ¿en quién, en qué?Morir a tiempo, pero vivir hasta las últimas consecuencias: así suena el rezo.

Sé digno de ti mismo.

El país vive actualmente la experiencia generalizada de verse marginado del futuro. ¿A quién pertenece el futuro?

Muy pocos están seguros de que a ellos. Ya empieza a sentirse la nostalgia por un pasado indefinible; los hombres, como si acabaran de salir de un bosque oscuro donde, sin embargo, se sentían en casa aunque fuese un hogar provisional y donde aprendieron a manejarse con la angustia y a alimentarse de raíces y de bayas, cobran conciencia de haber dejado atrás esa sombría pero entrañable aventura, pues de repente han llegado a un amplio claro y no sólo desconocen el camino, sino que allá dentro, en la espesura, han olvidado incluso lo que es el tiempo: brilla otro sol, soplan otros vientos, entran en un mundo desconocido. En ese punto de inflexión psicológico tratan de salir adelante como pueden o se vuelven hacia la oscuridad, hacia la espesura. Yo veo regresar la Budapest de mi infancia. La ciudad, a pesar de sus espantos, empieza a ser interesante. Y me embarga la sensación de haber llegado tarde, de pena por el tiempo desperdiciado.

La línea incierta de la crónica, la franja temporal. «¿Cuándo vivimos el presente?». La importancia de los hechos también es mera apariencia; es decir, sólo más tarde, después de décadas muchas veces, se descubre qué pertenece a ese particular material de construcción con el que se construye nuestra alma. Una de estas noches, cena con alemanes. El hombre de negocios alemán que en cuestión de segundos establece relaciones económicas que abarcan todo el mundo casi se paraliza cuando se alude a la cultura de su país. No conoce a Thomas Mann; no conoce a Nietzsche. No conoce ni siquiera de nombre a los escritores contemporáneos alemanes más señeros. Considera importante la visión global sociológico-económica y no le molesta que la filosofía se vaya al garete. Ay, dónde están los patricios de antaño, aquella gran burguesía que cultivaba como un deber la relación con el intelecto. El fin del mundo como incultura absoluta. La relación con el mundo: explotar, disfrutar y asesinar o, lo contrario, ser marginado, consumido y asesinado. El mundo como objeto del fervor; esa postura emocional o, más bien, cultural se perdió hace tiempo.

El importante y buen consejo de Sándor Márai: entra todos los días en contacto con la grandeza, que no pase un día sin que hayas leído unas líneas de Tolstói, o hayas escuchado una de las grandes piezas musicales, o hayas visto un cuadro o al menos su reproducción. No olvides el sueño que ha renacido. Una misteriosa y profunda corriente del Golfo dirige mi vida; sólo soy, sólo existo en el sentido profundo y feliz de la palabra cuando percibo su flujo.

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Autor: Imre Kertész. Título: El espectador. Editorial: Acantilado. Venta: Todostuslibros y Amazon

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