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El espíritu de la Navidad

El espíritu de la Navidad

Hay quienes comenzamos las celebraciones navideñas recordando que Marley estaba muerto y brindamos el debido homenaje a estas fechas releyendo lo que sigue, porque al cabo pocas dudas hay de que la Navidad moderna la inventó Charles Dickens y no está de más volver sobre el sentido que quiso imprimir a las fiestas a partir de la obra que publicó el 19 de diciembre de 1843 en la editorial Chapman & Halls y que acaso contenga la historia más recurrente de cuantas se han pergeñado alrededor del día en que el cristianismo quiso fijar el natalicio del Mesías. Estamos acostumbrados a que nos cieguen las luces que inevitablemente se desparraman por las ciudades en cuanto irrumpe diciembre en los calendarios y sobrellevamos con obligada resignación las molestias que ocasionan las apelaciones al consumismo voraz que se plasman en los reclamos publicitarios de los grandes almacenes o las plataformas digitales, y hemos terminado por aceptar que la caridad no sea más que una máscara que, como bien mostró Berlanga en Plácido, se ponen quienes necesitan travestir sus conciencias para hacerse perdonar los oprobios que cometen durante el resto del año. Cada época engendra su semántica, y la nuestra empezó a forjarse hacia la mitad del siglo XIX, cuando la reina Victoria y el príncipe Alberto extendieron por sus dominios la tradición del Árbol de Navidad e iba resurgiendo en las calles el interés por los villancicos. Fue por esos años cuando Dickens comenzó a entusiasmarse con el fenómeno, convencido de que la esencia profunda de las evocaciones navideñas podía convencer a sus contemporáneos de la necesidad de mejorar ciertos aspectos relacionados con la justicia social. Él, que se había puesto a trabajar con doce años en una fábrica de betún para calzado y contempló con sus propios ojos las pésimas condiciones en las que trabajaban los menores empleados en las minas de estaño de Cornualles, había clamado ya por una política que garantizase la instrucción de todos los niños ingleses y estuvo de acuerdo con la tesis que defendió Washington Irving y según la cual la nostalgia por las Navidades pasadas podía ser un buen medio para recuperar la armonía que estaba orillando la sociedad contemporánea.

"Dicen que tras el personaje de Scrooge se ocultaba el padre del propio Dickens"

En Los papeles póstumos del Club Pickwick insertó un relato, «La historia de los duendes que se llevaron a un enterrador», en el que se aprecia un antecedente claro de lo que escribiría luego, en lo que se considera hoy el relato navideño por antonomasia pero fue en su tiempo una historia deliberadamente subversiva. La peripecia de Ebenezer Scrooge y su encuentro con los tres espíritus situaba a los dueños del dinero ante un espejo que les devolvía su imagen más cruda y, al tiempo que amonestaba su actitud y los urgía a reconducirla, también les echaba en cara la miseria y el dolor que habían sembrado a lo largo de su vida. Dicen que tras el personaje de Scrooge —cuyo calado se puede cuantificar también en términos filológicos: hoy la lengua inglesa ha adjetivado scrooge como sinónimo de «avaro»— se ocultaba el padre del propio Dickens; también hay quienes opinan que el viejo prestamista encarna en realidad las caricaturas del parlamentario John Elwes o el banquero Jemmy Wood, o que sus ideas acerca del reparto de la riqueza no dejan de ser las mismas que postula la doctrina malthusiana. Incluso la novelista Margaret Ophilant, a la que no acababa de gustarle el libro, consideró que éste podía constituir un nuevo evangelio a partir del cual comenzaran a cambiar las cosas.

"Scrooge aprende la lección tardíamente, y su Navidad encarna un propósito de enmienda"

El tiempo, que hace su trabajo con eficacia contrastada, propicia que a muchos el cuento de Dickens les parezca hoy facilón o sensiblero, si no ambas cosas a la vez, y quizá eso se deba a que no conocen el texto original, sino las reelaboraciones y las exégesis que se le han ido haciendo a lo largo de los casi dos siglos que lleva en circulación. En realidad, lo que subyace tras su trama y su motivación es un planteamiento que mantiene su vigencia, más ahora que las sucesivas crisis han deshecho el espejismo de prosperidad en el que transcurrieron buena parte de las décadas de la última centuria: el desinterés hacia la buena o mala fortuna de nuestros semejantes sólo sirve para engendrar un mundo inhóspito y hostil, es la gente que nos rodea la que hace que los días —los navideños, pero también los ordinarios— tengan sentido, y si a esa gente le va mal y sufre y no alberga ninguna esperanza en el mañana difícilmente va a ser éste un mundo habitable. El espíritu de la Navidad que inventó Dickens, y que hemos ido olvidando bajo las luces y los boatos, bajo los envoltorios y las guirnaldas, no es otra cosa que esa apelación con la que se urge a la redacción de un contrato social en el que prime la prosperidad de todos y no el beneficio de unos pocos. Scrooge aprende la lección tardíamente, y su Navidad encarna un propósito de enmienda, pero también una inmensa frustración retrospectiva: ya no podrá reparar mucho de lo que ha malbaratado.

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