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El otro lado de la puerta

El otro lado de la puerta

Luisiana, mediados de los noventa. Un coche solitario atraviesa una inmensidad de pantanos y casuchas. En el interior de ese coche viajan dos tipos, policías ambos. Uno de ellos, el detective Marty Hart, le pregunta al otro si alguna vez se ha considerado un hombre malo. Este último, Rust Cohle, se enciende un cigarro. «El mundo necesita a los hombres malos», dice sin apartar la vista de la carretera. «Mantenemos al resto de hombres malos lejos de la puerta». Porque si algo queda claro en la primera temporada de True Detective (2014) es que el mal existe, y tiene múltiples actores. Algunos, como los personajes de Woody Harrelson (1961) y Matthew McConaughey (1969), son tipos complejos de moralidad cuestionable, o quizá no tanto. En cambio, hay quien parece correr a pecho descubierto por el sendero de la destrucción, quien no cierra los ojos al disparar.

Laird Barron (1970) tampoco se anda con medias tintas en El hombre sin nombre (La Biblioteca de Cárfax, 2024), oscurísima, alegórica y fascinante novela corta que, a partir de un sustrato pulp, revienta las costuras del género y nos obliga a mirar un abismo tan pavoroso como irresistible. 

Nanashi, literalmente «anónimo» o «sin nombre» en japonés, es un gánster yakuza y alcohólico rehabilitado que se ha granjeado una sangrienta reputación gracias a su don para la violencia. El Clan de la Grulla, que en su día lo salvó de las calles y lo convirtió en lo que es, le encarga una nueva misión: secuestrar a Muzaki, legendario luchador profesional, hoy retirado y bajo la protección del sindicato rival, el Clan del Dragón. Pero lo que parecía una tarea sencilla pronto se convierte en un auténtico descenso a los infiernos al descubrir la verdad sobre Muzaki.

"El hombre sin nombre retrotrae a obras maestras del cine como Flor pálida, del gran Masahiro Shinoda"

Con un estilo ágil y sin florituras, pero provisto de un contundente sentido de la atmósfera, Barron aprieta las teclas precisas para evocar el aroma de los clásicos y proporcionarnos un festín literario donde se dan cita el género noir, la cultura japonesa, lo onírico, el pesimismo filosófico e incluso el horror cósmico. ¡Y todo en apenas ciento y pocas páginas!

La descripción del submundo criminal nipón —a ratos aterradora, a ratos cómica— y el lacónico proceder de Nanashi hacen imposible no acordarse de la filmografía yakuza del imperturbable «Beat» Takeshi Kitano (1947) —especialmente de títulos como Violent Cop (1989) o la trilogía Outrage—; por otro lado, su perfil de protagonista trágico emparenta con el género de asesinos solitarios siempre leales a la mano que les da de comer, esos tipos duros que salen de la cárcel —o que una mañana despiertan— para encontrar que el mundo ha cambiado y que deberán elegir entre traicionar o ser traicionados. Ahí tenemos al Ghost Dog (1999) de Jim Jarmusch (1953), el silencioso sicario afroamericano que sigue a rajatabla el código bushidō, y a su antecesor Le samouraï (1967) —tristemente traducida al castellano como El silencio de un hombre—, del director francés Jean-Pierre Melville (1917-1973). Tampoco me cabe duda de que El hombre sin nombre retrotrae a obras maestras del cine como Flor pálida (1964), del gran Masahiro Shinoda (1931), con la que comparte el autoexamen acerca de la culpa, la peligrosa erótica del vicio, la violencia como causa y solución, la inevitabilidad de las malas decisiones e incluso el metafórico lenguaje de los sueños.

"El hombre sin nombre se gradúa con matrícula de honor: un delicioso envoltorio pulp, una prosa eficaz"

La invocación al primer y canónico True Detective al comienzo de esta reseña no es casual; en la novella de Barron encontraremos diálogos teñidos de nihilismo y falta de fe en la humanidad, late la inmoralidad del crimen y se atisba lejana, muy lejana, la posibilidad de la redención. Pero quedarnos aquí sería arañar solo la superficie. Porque, a medida que avancemos, la narración se volverá cada vez más opresiva y pesadillesca, hasta alcanzar un punto de no retorno. Y en ese no-lugar, por momentos cercano al Yomi, el inframundo sintoísta donde moran los muertos, en otros más próximo a un limbo surrealista que no hace sino escanearnos el alma, nos esperan horrores más allá de la comprensión humana y miedos profundos de aliento lovecraftiano.

Así que sí, El hombre sin nombre se gradúa con matrícula de honor: un delicioso envoltorio pulp, una prosa eficaz, una historia más simbólica y adulta de lo que parece e incluso una potentísima ilustración de cubierta obra de Sequeiros. Estamos ante uno de esos hallazgos felices que se devora en cuestión de horas, pero cuya pegada resonará largo tiempo después. Y es que construir tanto con tan poco es algo que solo puede hacer la literatura. En concreto, la buena literatura.

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Autor: Laird Barron. Título: El hombre sin nombre. Traductor: Antonio Rivas. Editorial: La Biblioteca de Cárfax. Venta: Todostuslibros.

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