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El rabo de nube

Desde el ventanal donde está ubicado mi escritorio en la casa nueva llevo días observando de una manera un poco obsesiva ese chorro de humo, ese «rabo de nube»©. Embelesa su textura y atrae su continua desaparición en la atmósfera, ese decantarse hacia la nada. La naturaleza del gas, cuando este no es transparente, es casi hipnótica, porque carece de forma, al contrario que lo sólido, y, al mismo tiempo, es todas las formas. ¿Quién no ha visto cerdos, ballenas o un unicornio en las nubes del cielo?

Llevaba, decía, varios días tendiendo la vista en ese «rabo de nube»© y en mi interior sentía la cosquilla típica de la contradicción. Me gustaba y me repelía al mismo tiempo. Era parecido a lo que sentía con el humo del tabaco, cuyas volutas de ceniza me resultaban tan literarias y evocadoras como tóxicas. Y al final, me sorprendí descubriendo que esa polución, en tanto efusión del semen (DRAE), era, al mismo tiempo, la polución en el sentido de contaminación intensa y dañina del agua o del aire, producida por los residuos de procesos industriales o biológicos (DRAE también). Y es que los humanos tenemos conciencia muy clara de lo que es la basura sólida, la que ocupa lugar, la que debemos gestionar para que no nos sepulte ni enferme. También, aunque ha costado lo suyo concienciar sobre ello, empezamos a saber que los ríos y los mares se enferman. Esto es más evidente, claro, por las manchas dañinas de diferente color sobre las superficies acuáticas o en los plásticos que, tras el temporal, vomita el océano sobre las playas. Sin embargo, seguimos sin ver el cielo como un gran vertedero. Y eso es lo que es. Es como si fuéramos por la calle o nuestras casas o nuestros trabajos tirando todos nuestros desechos al suelo. Un buen día no podríamos ni caminar. El cielo, ese lugar sagrado y poético, es un gran cubo de basura donde van a parar nuestras poluciones. Menos mal que el ser humano no puede volar.

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Uno de mis pasatiempos preferidos ha sido siempre el de perder el tiempo. Recuerdo que, siendo un niño, mi madre me animaba a hacer cosas y me preguntaba con extrañeza si no me aburría ahí sentado. Tanto tiempo. Ahí sentado. Mirando la pared. Yo le contestaba que no, que me gustaba mucho aburrirme. Y reflexionaba sobre el desconcierto que me producía constatar que a la gente no le gustaba hacer aquello, aburrirse, algo que para mí era fascinante. Al poco descubrí, claro, que no me aburría y que la respuesta correcta no era «me gusta aburrirme» sino «no hacer nada no me aburre en absoluto». Lo que pasaba es que tenía formas de entretenerme poco habituales.

El lenguaje, que a veces es tramposo, nos hace pensar que determinadas actitudes son improductivas. El lenguaje más fullero suele ser el que la sociedad ha validado, el que dice que la inactividad, la contemplación o la misma abulia son estériles y negativas. Porque si no produces algo inmediato, tangible y mensurable, has perdido el tiempo.

Observar el mundo, su movimiento inapreciable, dejarse atravesar por el tiempo, por los segundos, por los minutos, tocar la pérdida constante, olerla, existir, que es algo que hacemos muy pocas veces, sentir la realidad física del planeta, obviando países, fronteras y demás fruslerías y darle un respiro a la mente, cuidarla, quitarle el peso insoportable del trabajo, pareja, hijos, colegios, contrato, frustraciones, dieta, reunión, dolor de espalda, pago de recibos, añoranza de los muertos, serie de HBO, el puto amor, el inglés, la incertidumbre, la novela que no arrancas…

Nunca he creído poseer la suficiente autoridad como para dar consejos, que es un acto manchado de soberbia, pero ahora que tengo una familia numerosa, un trabajo reclamante y una lesión vertebral que me exige hacer mucho ejercicio, os puedo decir: ¡Perded el tiempo!

Ellos no quieren que lo sepamos, pero es nuestra mejor inversión.

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La idea de que los seres queridos, ya desaparecidos, viven en nosotros, me parece especialmente bella y certera, a pesar de ser algo tan manoseado. Yo lo experimento de una forma casi física, como si les prestara realmente mi cuerpo, mi chispa de vida, para que ellos puedan seguir aquí. Ya no nos pueden hablar a través de la materia, ya no pueden articular palabras, falta el concurso de los pulmones, los bronquios y la tráquea que antes avivaban el aliento; los órganos de fonación como la laringe y las cuerdas vocales y los resonadores; y también los finos órganos con los que articulaban las palabras: el cielo de la boca, la lengua, los dientes, los labios y la glotis. Tampoco tienen pabellones auditivos, ni oídos medios ni internos para escuchar lo que les decimos. Es la nuestra una conversación apagada, muda, que apenas late como las ascuas ya frías de una hoguera.

Me gusta pensar, quizá es la necesidad de un pensamiento mágico que no me derribe, que no los recrea nuestra mente, sino que están, que son ellos quienes se valen de nuestra imaginación y nuestras fantasías para estar a nuestro lado sin asustarnos. Les gusta morar en ese país indeterminado, en ese espacio equívoco donde nada es verdad ni tampoco mentira. Ese lugar tan acogedor y al mismo tiempo tan peligroso, donde es tan fácil abandonarse uno mismo. Y perderse.

Hace unos años vi un documental que trataba la vida de un espiritista francés muy famoso. Como a todos los espiritistas, le había acompañado a lo largo de su vida la sospecha sobre si su trabajo era una estafa sofisticada o algo veraz. En la película, filmada al final de sus días, un hombre ya muy anciano, cerca de los noventa, a la pregunta que cerraba el documental sobre si creía o no en los espíritus, contestó: “Cómo no voy a creer, si estoy repleto de ellos”.

Pues eso.

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