El Montana es un bar de mi ciudad olivarera que me fascina desde niño por tener un ventanuco comunicado con la cocina, a través del cual los camareros piden raciones de churros que una mano —que se me antoja salida de otra dimensión— saca instantes después. También desde pequeño he estado habituado a visitar conventos para comprar manjares dulces, los cuales las monjas depositan en el torno, un sencillo artilugio de madera que da vueltas y que comunica con el invisible mundo conventual encarnado en la voz anónima de la religiosa que nos atiende. En tiempos pasados los padres dejaban abandonados en los tornos a sus hijos recién nacidos, los niños expósitos, para que se hiciesen cargo de ellos las mujeres con toca que vivían al otro lado. Stephen King, en su novela 22/11/63, hace que un profesor viaje en el tiempo a través de la recóndita puerta situada en un humilde establecimiento de hamburguesas. Dicha puerta comunica con el pasado, y el protagonista se adentra en ella con la intención de frustrar el atentado contra Kennedy y así cambiar el devenir de la historia. El ventanuco, el torno y una puerta escondida son los medios para relacionarse con quienes están ocultos, emparedados o separados por el tiempo. Y es que precisamente del paso del tiempo y de su percepción trata, entre otras cosas, Misterio en el Barrio Gótico, de Sergio Vila-Sanjuán, la novela que se ha alzado con el Premio Fernando Lara 2025.
La Ciudad Condal —da gustazo monárquico denominarla así, para goce de muchos— se ha convertido en un territorio literario cuyo canon contemporáneo se debe sobre todo a un par de novelas: La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza y La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, dos monumentales obras que, además de reclutar a millones de lectores, conforman sendos imaginarios colectivos sobre Barcelona, algo que sólo está al alcance de los grandes escritores y de libros erigidos en best sellers generacionales. Pues bien, Misterio en el Barrio Gótico está llamada a erigirse en la tercera pata del trípode que sostenga la amorosa visión de una Barcelona cosmopolita con alma de piedra medieval.
¿El argumento? Víctor Balmoral, un periodista cultural cuya jubilación se aproxima con banda sonora de Psicosis, recibe el encargo de encontrar a una atractiva y carismática mujer desaparecida por voluntad propia que, allá en los movidos y contraculturales años de la Transición, tonteó con las drogas y fue medio hippie. El encargo lo realiza la hija de la mujer volatilizada —hija a su vez de un empresario próximo a la muerte y que ha amasado una fortuna—, sabedora de que Balmoral es buen biógrafo y tiene una acreditada experiencia en recomponer y narrar vidas ajenas. Sin embargo, hay una serie de elementos que aportan suspense a la trama: en un palacio aparecen los restos óseos de una persona, el protagonista recibe varias cartas con enigmáticas frases que parecen acertijos, y se suceden personajes variopintos y heterodoxos que dan sustancia a la historia entre los que sobresalen Eva y Eugenia, dos gemelas antagónicas, y mosén Bentanachs, un canónigo; tres secundarios redondos fundamentales para conferirle carnalidad literaria a la novela. ¿El escenario? Casi toda la trama se desarrolla en el espacio urbano, historicista y legendario del Barrio Gótico barcelonés, un cogollo arquitectónico y vivencial que, de alguna manera, por la superposición de memoria personal y colectiva y la yuxtaposición de episodios históricos, entronca con la Mágina de Antonio Muñoz Molina o el Macondo de García Márquez.
Precisamente Mario Vargas Llosa, en su abracadabrante García Márquez: Historia de un deicidio, señala que todo escritor, a raíz de su niñez y adolescencia, lleva consigo un puñado de demonios —entendidos como obsesiones— que conformarán durante el resto de su vida sus temas narrativos recurrentes. Sergio Vila-Sanjuán aprovecha su personaje Víctor Balmoral —en cuyo encastillado apellido encuentro ecos escoceses de la Corona inglesa— para hablar de sus demonios particulares, entreverados —como el jamón de pata negra— con recuerdos ajenos hurtados, con la pura imaginación y con los conatos de vidas propias alternativas o truncadas (la cara b de una existencia), pues de todo ello se vale cada escritor. De nada sirve esa curiosidad ingenua o malsana de muchos lectores de querer desgranar qué hay de real en lo que cuenta una novela. En literatura lo válido no es lo real, sino lo verosímil. El reino de la ficción tiene reglas libérrimas, no rígidos reglamentos.
Hilary Mantel, en su aclamada trilogía sobre Enrique VIII y su primer ministro, Thomas Cromwell —a veces abro alguno de sus libros al azar y leo unas cuantas páginas, por placer vicioso—, desarrolla con habilidad la técnica del flujo de conciencia, donde a menudo se cuela la presencia de los muertos, confundida con la de los vivos, de tan poderosa como resulta. Esto es algo que descubrimos bien entrada la madurez: la cotidiana presencia de los ausentes en nuestra memoria, como guardaespaldas de nuestros recuerdos y afanes diarios. En este sentido Víctor Balmoral dialoga con el fantasma de Tomás Riquelme, un amigo íntimo fallecido años atrás, que de modo dickensiano se le aparece en cualquier momento, entablando ambos conversaciones con la naturalidad de quienes anudaron su amistad durante la juventud.
La apelación a las viejas amistades es uno de los soportes de la bóveda argumental, siendo otras de dichas columnas las instituciones culturales y su papel de salvaguardas del pasado patrimonial, los edificios históricos más emblemáticos, la importancia del periodismo profesional, la civilidad de los placeres burgueses y, sobre todo, el paso del tiempo, el auténtico temazo de la ficción literaria y cinematográfica.
La estructura, las descripciones, los diálogos y la trama forman un todo orgánico que, al estilo de las muñecas rusas, contienen una dentro de otra diferentes concepciones temporales: el tiempo histórico y su sedimentación urbana, la memoria del protagonista, aspectos biográficos de numerosos personajes que dejaron su impronta en Barcelona a lo largo de los siglos, la cronología de los variados edificios del Barrio Gótico y, por último, un ensamblaje subliminal entre la actualidad y el tiempo presente. La actualidad es lo candente, las noticias diarias, el ámbito natural del periodismo; mientras que el tiempo presente tiene más densidad temporal, abarca más años, y por consiguiente es un terreno compartido entre el periodismo de investigación, los historiadores y la literatura.
Balmoral, en su forma apasionada de vivir el Barrio Gótico, de noticiarlo y de desentrañar el misterio principal de la trama ejerce al alimón de reportero, historiador y escritor, e incluso adoptará un toque Poirot, porque el libro está salpimentado con referencias de vida que, a modo de enlaces de internet, nos llevan a películas, canciones, bares de copas y épocas no tan lejanas marcadas por la alegría de vivir. En este sentido hay un precioso y melancólico párrafo que alude a la canción “Senza fine”, de Gino Paoli, de la banda sonora de Avanti!, esa maravilla protagonizada por Jack Lemmon que supone un cántico a vivir el presente, a abandonar los prejuicios y la racionalidad robótica y a dejarse llevar por el corazón.
Me hastié de John Banville, pero sigo siendo forofo de Benjamin Black. Los últimos libros que leí firmados por el nombre real del irlandés me parecieron los del virtuoso de un instrumento musical que se recrea en bucle con su técnica, mientras que las novelas policiacas escritas con su pseudónimo tienen una voz narrativa depurada, eficaz y de gran hermosura. En cambio, Sergio Vila-Sanjuán, ambidiestro del ensayo y la novela y un excepcional periodista cultural (en sus columnas, críticas, entrevistas y reportajes), continúa enganchándome con cualquiera de los géneros que practica, pues consiguió hace años aquilatar un estilo literario caracterizado por la potencia expresiva, la seducción rítmica, el fraseo diáfano y la belleza minimalista. Es de los escritores que escriben tan rematadamente bien que no necesitan un suplemento de ornato, pues su oficio narrativo y su oído para los diálogos los convierte en ebanistas del lenguaje: meten el cepillo para eliminar adjetivación y metáforas innecesarias, lijan los párrafos y barnizan a muñequilla el texto resultante. Y, como ejemplo de vasos comunicantes entre la literatura y el cine, el narrador omnisciente de la novela habla en pasado, aunque a veces —como en ocasiones sucede en el narrador de las películas clásicas— mete cuchara y hace algún comentario utilizando el presente de indicativo. Esto último me gusta de manera especial.
El lector encontrará en Misterio en el Barrio Gótico la antítesis de lo azaroso de la vida que Paul Auster cultivaba en sus novelas, pues el autor barcelonés, al contrario que el neoyorquino, se decanta por la causalidad, por la sincronicidad, por los hilos invisibles que conectan a las personas en el momento adecuado y a éstas con los lugares, uno de los motivos centrales del libro con el que además coincido conforme miro la vida alternativamente por el parabrisas y por el retrovisor.
Sergio llegó a mi vida antes que yo a la suya, lo que suena a letra de bolero. Mi mujer me regaló Código best seller: Las lecturas apasionantes que han marcado nuestra vida un noviembre lluvioso, cuando yo escribía como quien prepara oposiciones contra sí mismo, pues no lograba publicar. Aún tardé algunos años en hacerlo. Aquel ensayo de Vila-Sanjuán me abrió los ojos de letraherido, ratificó que mi entusiasmo por muchas lecturas de superventas no era delito de lesa cultura y me desveló el andamiaje y la fontanería de muchos libros. Desde entonces, leí todo lo publicado por este autor, coincidimos en la primera fiesta de Zenda, congeniamos en un pispás, amistamos y a pesar de vivir distantes tenemos sincronizados corazones y mentes, como solemos comprobar.
Por ello, espero que Misterio en el Barrio Gótico encuentre este verano sus lectores, y que degusten la novela al borde de la piscina —sin salpicaduras de agua—, en el tren mientras el paisaje cambia a través de la ventanilla, en una habitación transmutada por momentos en sanctasanctórum, o junto al mar, mientras suena en el móvil o en la cabeza “Senza fine”, cantada por Ornella Vanoni y nos sentimos reconciliados con la vida.



Pues lo siento mucho, pero yo no pude con La Sombra del Viento. Un par de páginas y aquello me aburrió sobremanera. Y es que el viento no tiene sombra. Es aire en movimiento y punto. Ya sé que mucha gente leyó la novela y que el autor palmó en Estados Unidos y que hasta la recomiendan en algunas universidades, pero para gustos colores, como los que no tiene el viento a menos que se lo mire con unas gafas ultravioleta o de infrarrojos. Si aún a día de hoy la siguen vendiendo, rectifico y entonces sí tiene mala sombra la novela. La del viento, quiero decir.