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En busca de la inspiración

En busca de la inspiración

Mientras se escriben, las novelas son cajitas de madera cuyas llaves solo poseen los novelistas, que las abren y cierran con cuidado para meter en ellas músicas, fotos, películas, textos, recuerdos, olores, sabores, reflexiones. En su pequeño interior, de terciopelo burdeos, parece caber todo.

La novela que estoy escribiendo se titula Roma en el bolsillo. Comenzó a publicarse por capítulos en las páginas de Zenda en el otoño de 2018. Ahora, cuando continúa su andadura para convertirse en novela en papel, el primer hilo del que tiro, lo primero que meto en mi cajita de novelista, es una vieja guía de Roma de los años ochenta. Me atrae de ella que se encuentra por completo desfasada y habla, por tanto, de una época que ya no existe. Hoy día, en tiempos del coronavirus, la guía me parece casi una ficción. En particular, encuentro un breve texto en las primeras páginas que excita mi imaginación. Afirma que la Ciudad Eterna es esquizofrénica, que tiene dos caras: “Al bullicio se opone la extraordinaria paz; a las calles abarrotadas de gente otras donde no hay un alma. Esto sucede, por ejemplo, entre la via del Corso y las calles próximas a la piazza Colonna, todas ellas estrechas y misteriosas, con edificios de hace ciento cincuenta años, de portales inmensos que suelen abrirse a grandes patios con fuentes en los que siempre hay gatos. Roma es quizá la ciudad del mundo con más gatos por habitante”.

"El primer hilo del que tiro, lo primero que meto en mi cajita de novelista, es una vieja guía de Roma de los años ochenta"

Me imagino caminando por esas calles, y mis pies resuenan sobre los adoquines en medio del silencio. Giro la cabeza a izquierda y a derecha y escucho el murmullo sempiterno del agua de las fuentes. Miles de ojos de gatos me miran… Y llego hasta una pequeña plaza barroca donde estuve hace años: la plaza de San Ignacio. Es un lugar mágico, una elipse rodeada de edificios con muros alabeados. El visitante intuye que tras estas extrañas formas puede esconderse una motivación del arquitecto, que trasciende las meras apariencias. “Las curvaturas de las paredes, la seriación de las contraventanas, los balcones de hierro forjado, las puntiagudas cornisas, parecen formar el escenario de un teatro en el cual se representa la obra del mundo, que aspira a la unidad entre lo divino y lo humano, entre lo trascendente y lo real”. Todo esto fue lo que quiso transmitir Filippo Raguzzini, urbanista que diseñó la plaza en 1728.

Plaza de San Ignacio, Roma.

Edificios de la Plaza de San Ignacio, Roma

En uno de los flancos se encuentra la iglesia de San Ignacio, donde continúa la ficción, la teatralidad del barroco escenificada en un trampantojo: una pintura en el techo que simula ser una alta cúpula, gracias al engaño pictórico de la perspectiva. Cuando camino por el interior del templo no hay absolutamente nadie. No se oye ni un solo sonido. Estoy rodeado de pinturas, de estatuas, de bajorrelieves protagonizados por santos de la Compañía de Jesús; todos con sus hábitos negros terminados en cuellos de camisa blancos; todos con expresión mística o ascética; todos graves y acendrados. Bajo el altar, junto a unas velas que titilan en la penumbra, descansa el cadáver de san Juan Berchmans, un jesuita belga fallecido a los veintidós años, en 1621. Por momentos, tengo la impresión de habitar el pasado.

Fotograma de Roma, de Federico Fellini

"Pronto, diversas linternas de obreros iluminan los frescos de la antigüedad: un montón de hombres y mujeres del pasado, representados en ellos, los observan desde la muerte"

Esta misma sensación la tuve hace unos días al ver la película Roma, de Federico Fellini, un film coral que, según el director italiano, tiene como único protagonista a la Ciudad Eterna. Hay una escena magistral en la cual los empleados de una constructora excavan un gran túnel para albergar el metro. La máquina tuneladora emite un chirrido desagradable hasta que, de pronto, parece acceder a una oquedad en el subsuelo. El ingeniero jefe ordena parar la máquina y, apuntando con la linterna, exclama: “¡Mirad, una casa romana de hace dos mil años!”. El pequeño haz de luz ilumina las paredes recubiertas de pinturas murales: representan a seres humanos que vivieron allí, miembros de alguna familia patricia, cuyos rasgos son realistas. “¡Observad sus caras, parece como si nos estuvieran mirando!” —clama otra empleada de la constructora—. Pronto, diversas linternas de obreros iluminan los frescos de la antigüedad: un montón de hombres y mujeres del pasado, representados en ellos, los observan desde la muerte. Pero, de súbito, el viento del exterior penetra por el túnel y las pinturas comienzan a convertirse en polvo, hasta desvanecerse por completo sin dejar rastro, como si los seres que se han visto unos segundos antes hubieran sido una aparición fantasmal.

Al terminar de ver la película de Fellini, la encierro cuidadosamente en mi cajita de madera de novelista. Debo aclarar que la mía es de estilo art déco, en madera de cocobolo, y solo una persona tiene copia de la llave.

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