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Ferrocarril de Antioquia, un cuento de Andrés Quintero Tocancipá

Ferrocarril de Antioquia, un cuento de Andrés Quintero Tocancipá

‘The New Wristwatch’, Eugene Carriere.

Ya ha llegado a las librerías La Odiosita (ed. La Discreta) de Andrés Quintero Tocancipá, un libro híbrido que mezcla géneros y relatos cortos para traernos lo mejor, lo más hondo, colorido y mágico de la literatura colombiana escrita hoy en España. Y en la Escuela de Imaginadores hemos querido dedicarle el espacio de nuestra sección mensual, publicando uno de sus cuentos a modo de anticipo para todos los lectores de Zenda.

El imaginador Andrés Quintero Tocancipá (Bogotá, 1960) renunció a ser publicista para dedicarse a escribir, para recuperar el tiempo perdido y los recuerdos. Y así lo hizo: durante el proceso de escritura de estos mismos relatos, perdió a su única lectora, a su madre, La Odiosita, y se decidió a resucitarla a través de la literatura, prolongando así este diálogo íntimo, rizado de historias, estampas y evocaciones. La composición final del libro es sobrecogedora. Con «Ferrocarril de Antioquia» podemos empezar a abrir boca.

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Ferrocarril de Antioquia

En el patio colonial de un viejo albergue de caridad para adultos mayores, ubicado en un barrio obrero de Bogotá, Jeremías Rivas Abella, héroe de Corea, toma el sol junto a otros ancianos que, como él, están llenos de historias sin auditorio.

La luz de las ocho de la mañana, que se asoma por las montañas del oriente bogotano, comienza a iluminar su rostro de piel papiro, descubriendo líneas, surcos y trazos, como dibujando el mapa de un tesoro que se perdió en el tiempo.

Con la templanza que aún mantiene a sus más de noventa años, Jeremías saca del bolsillo su reloj marca Ferrocarril de Antioquia, para consultar la hora por tercera vez en lo que va del día. Es lo primero que hace cuando se levanta a las cinco de la mañana y lo último cuando se acuesta a la nueve de la noche. La precisión con que lo revisa cada hora exacta hace evidente la inutilidad de consultarlo.

Sus dedos callosos de campo y guerra recorren la imagen tallada de una locomotora de finales del siglo XIX que adorna la tapa de su reloj. En la contratapa se lee:

Al teniente Jeremías Rivas Abella,
por su heroísmo en la guerra de Corea.
Bogotá, República de Colombia, agosto 1951.

—Jeremías, el día que se dañe el reloj de la iglesia lo van a colgar a usted del campanario para que anuncie la hora —se burla un anciano que toma el sol a su lado y que no logra entender la obsesión de Jeremías con su Ferrocarril de Antioquia, y menos aún la exactitud de su reloj mental.

Jeremías lo ignora. Falta todavía una hora —piensa ensimismado en su reloj—. Me dijeron que lo traían a las nueve, ¿o a las diez? Era este sábado, ¡seguro! ¿O era el otro?

Entre las telarañas de una memoria que carga con demasiados años de fatiga, se le enredan las fechas, se desdibujan los rostros, se le fraccionan los recuerdos. Pero hay un solo momento que nunca se desvanece; fue el día, hace ya veinte años, cuando tuvo por primera vez en brazos a su nieto. Era de madrugada y desayunaba agua panela con queso y almojábana, cuando su única hija entró en su casa de forma intempestiva.

—Pa, cuídeme a Jesús Amado —le dijo mientras prácticamente le arroja a los brazos al nieto que hasta ese día apenas si se lo habían dejado tocar.

—¿Qué pasa, mija? —alcanzó a preguntarle antes de que ella saliera.

—¡Que las putas heladas están quemando los sembrados! —respondió y tiró la puerta sin más explicaciones.

Jeremías quedó paralizado con un bebé de cinco meses en sus brazos que lloraba desconsolado. Intentó arrullarlo, pero sin éxito. Mojó un dedo en agua panela y lo quiso usar de chupo, pero Jesús Amado lo rechazó de un chillido. Entonces, en medio de su angustia, por puro instinto quizás, comenzó a declamar un poema de los muchos que sabía de memoria…

Velloncito de mi carne,
que en mis entrañas tejí,
velloncito friolento,
¡duérmete apegado a mí!

En la medida que la cadencia hipnótica del poema de Gabriela Mistral cumplía su misión, calmando el llanto de Jesús Amado, Jeremías Rivas Abella, héroe de Corea, sintió la calidez de la mano de su nieto que se aferraba a uno de sus dedos. A partir de ese instante supo que no habría nada más vital en su vida que cuidar de ese bebé, y bendijo a las heladas traicioneras que llegaban sin aviso.

Como su hija no regresó hasta muy entrada la noche, Jeremías se las arregló para alimentar a su nieto con compota preparada de arracacha y miel, y con leche tibia recién ordeñada, a las que acompañó de la métrica del Nocturno III de José Asunción Silva, que creyó ideal para abrirle el apetito…

Una noche
una noche toda llena de perfumes
de murmullos y de música de alas
Una noche en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas…

Y así, eligió un poeta para cada momento; a la hora de mecerlo, Rafael Pombo; a la hora de cambiar de pañal, Amado Nervo; a la hora del baño, Pablo Neruda.

Con los días, la hija fue descargando en él la responsabilidad del cuidado de Jesús Amado, dando inicio a un tiempo feliz, donde su Ferrocarril de Antioquia le anunciaba cada hora que era el momento de unir las dos cosas que más quería en la vida: su nieto y la poesía.

Recién Jesús Amado cumplió los cuatro años, sus padres decidieron migrar a la ciudad en busca de mejor vida; una donde ya no habría espacio para un viejo medio inútil que estaba perdiendo la memoria. Fue así como el nieto dejó de estar amparado por el cariño y la poesía de su abuelo, para pasar gran parte de su niñez en una guardería infantil.

­—Y lo mejor para usted es que también lo cuide gente experta —le aseguró su hija. A los pocos días, Jeremías Rivas Abella, héroe de Corea, salía desterrado de la parcela que le había entregado el gobierno colombiano en compensación a sus servicios, rumbo a un ancianato de caridad en la capital. Para convencerlo, le prometieron que le llevarían con frecuencia a su nieto.

—Vendremos con Jesús Amado todos los meses —le prometió su hija cuando lo dejaron en el albergue.

—¿Qué día? —preguntó Jeremías.

—El primer sábado de cada mes, entre nueve y diez. Esté pendiente —le respondió ella, con la mirada en la que Jeremías reconoció la impiedad que tanto vio en la guerra.

Pasaron muchos primeros sábados, de muchos meses, de muchos años. Nunca más los vio; ni a ellos, ni a su nieto. Y cuando el peso acumulado de la espera parecía haber doblegado su ilusión, tanto como su cuerpo, recibió una carta:

Piendamó, Cauca. 17 de febrero de 2013

Abuelo Jeremías, le escribe su nieto Jesús Amado. No lo conozco, pero hace poco me enteré de su existencia por la tía Gladys. Ella me dijo que usted me cuidaba cuando yo era muy niño, pero no recuerdo nada. Mis padres nunca me hablaron de usted, quizás de pura vergüenza por lo que le hicieron.

Soy soldado profesional del ejército de Colombia y combato la guerrilla en el Bajo Cauca. Lucho por nuestra patria, como ahora sé que usted lo hizo cuando tenía mi edad. Quiero conocerlo y que me cuente su vida y lo de Corea. En dos meses tendré licencia de cinco días y podré visitarlo donde mi tía me dijo que lo cuidan.

Su nieto que lo quiere, aun sin conocerlo.  Jesús Amado.

Posdata: me contó la tía que usted era el único en el pueblo que sabía de poesía. Yo no sé nada de eso, pero una noche, en el campamento, un teniente nos leyó un poema que hablaba de luciérnagas fantásticas, y sentí algo especial. Tal vez, usted me pueda enseñar un poco cuando lo visite.

Al instante, Jeremías rejuveneció veinte años. Desempolvó sus libros de poesía y durante las semanas en que esperaba la llegada de su nieto, comenzó a repasarlos con una lupa. Solo pensar que vería a Jesús Amado y que podría compartirle sus poemas, despertó en él una especie de euforia otoñal, que le duró hasta esta mañana, cuando el sol comienza a calentar sus huesos.

A su lado una mujer, tan antigua como la radio que tiene en las manos, escucha las noticias del día. Jeremías alcanza a oír el nombre de un pueblo que le perturba el ánimo. Se acerca a la anciana para escuchar mejor: «…repetimos, en la vía a Piendamó, en el Bajo Cauca, una patrulla del ejército fue emboscada por el sexto frente de las FARC. Seis soldados profesionales murieron. Sus nombres son: Alonso Fernández Rojas, Ricardo Vega López, Jesús Amado…».

Jeremías se tapa los oídos y se aleja huyendo al ritmo que le permiten sus piernas centenarias. Se refugia en un rincón del patio, y sin quererlo, ni entender cómo, tal vez porque es el momento correcto, le llega a la memoria un poema olvidado…

No quedará nada de nadie ni de nada
sino el tiempo tras sí mismo dando vueltas
el tiempo sólo, invento de un invento
que fue inventado también por otro invento
que fue inventado también por otro invento… [1]

Entonces, Jeremías Rivas Abella, héroe de Corea, levanta la tapa de su Ferrocarril de Antioquia para consultar la hora y no la encuentra. Me dijeron que lo traían a las nueve, ¿o era a las diez?

———

[1] Eugenio Montejo

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