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La trenza de la abuela, un cuento de Merche Postigo

La trenza de la abuela, un cuento de Merche Postigo

‘Visiting Grandma’, Felix Schlesinger.

Este octubre por fin comienza a ser lluvioso, y desde la Escuela de Imaginadores traemos para los lectores de Zenda un relato trenzado de evocación y recuerdos.

Su autora, la imaginadora Merche Postigo Bretón, profesional del sector del automóvil, ha vivido en España, Francia, Italia, Suiza y Estados Unidos. Y viaje tras viaje, lectura tras lectura, fue cambiando las finanzas por Raymond Carver, el marketing posventa por Quim Monzó, las operaciones con vehículos usados por el taller literario, la recomercialización de flotas por la escritura de relatos en su blog lalibreriademerce.wordpress.com. Quizá debido a tanta mudanza, ahora siempre trata de buscar sus raíces y a sus antepasados. «La trenza de la abuela» es un cuento de estructura perfecta, de infancia, de nostalgia y de seres queridos.

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La trenza de la abuela

Siempre tuve miedo a perder algo, el cuaderno de gramática con los deberes terminados, las zapatillas de estar por casa, el autobús del colegio por la mañana, incluso tenía miedo a perder las palabras y no saber qué decir. La pérdida me producía dolor y aún hoy me lo produce. Hacerse viejo es perder. Es asumir cada día un nuevo déficit, una nueva degradación. Una tarde no puedes correr y a la siguiente se te ha olvidado bailar. Perder los referentes, perder el sueño, perder las horas, perder la memoria y no recordar quien es el señor que dormita sentado en sillón, junto a la puerta del balcón, hasta que un día te da miedo perder las llaves de casa y te quedas dentro y no vuelves a salir.

La abuela lo había perdido todo, incluso aquello que nunca pensó que perdería y ahora, acostada en la cama, estaba perdiendo lo último que le quedaba. Hay que aceptar el vacío que deja la pérdida, me dijo mi madre. Yo me quedé sin saber qué responder. Mi prima y yo habíamos permanecido sentadas a los pies de la cama de la abuela durante toda la noche, sujetando sus manos, acompañándola. Con el amanecer abrió los ojos. Le acercamos a la boca un vasito de agua, tenía los labios secos. Nos miró y esa fue la última vez que vimos sus ojos. Noté como su mano se enfriaba y el calor pasaba a la mía. Su rostro se marchitó, el color de la piel desapareció y las mejillas, ya hundidas por la senectud, se vencieron por última vez. Aquel cuerpo, ya pequeño de naturaleza, se retrajo al tiempo que mi mente se desplazaba a tiempos de felicidad. Marcela, la mujer que hacía y deshacía su trenza cada miércoles, lloraba en silencio. Nos tomó de la mano y nos acompañó fuera de la habitación. Ahora me toca a mí, dejarnos a solas.

Es miércoles y mi prima y yo habíamos tomado asiento en primera fila. Hoy toca aseo. La abuela, viste con sus enaguas y largas faldas negras. Marcela, la joven que había reemplazado a su hija en el corazón, mira a través de los visillos de la puerta entreabierta del balcón. Lo que no pudo la guerra y los facciosos lo hizo la tuberculosis, ¡qué pena!, se lamentan las dos mujeres, la perdimos muy pronto, insiste la abuela entre suspiros. Marcela confirma con la cabeza inclinada. Marcela tiene el pelo blanco y muy corto. ¿Por qué llevas siempre el pelo corto? Preguntamos curiosas. Reminiscencias de la guerra, responde. Y a continuación, la abuela comienza a contar la historia de su joven amiga. De como la pasearon por el pueblo, medio desnuda, de que le cortaron la melena y le raparon la cabeza al cero. De cómo nos obligaron a mirarla. Pobre Marcela, insiste la abuela, nunca se sometió a nadie, siempre fue libre. Desde entonces el cabello no le crece y lo poco que sale es siempre de color blanco. ¿De qué color tenía el pelo antes?, insiste mi prima. Pero niña deja ya de preguntar tonterías. Responde la abuela. Y así termina la historia de Marcela y de aquellos años pasados después de la guerra. Mi abuelo la reprende con benevolencia, deja a las niñas en paz mujer, no ves que son curiosas, son jóvenes y quieren saber de las cosas. Pero ella le cierra el paso con rapidez, tú te callas y basta. La abuela es dulce y amable, pero cuando réplica al abuelo, se pone furiosa. ¡Ay, mujer, mujer! Se lamenta el abuelo, dando por perdida la discusión, mientras mi prima y yo, haciendo caso omiso a los mayores seguimos insistiendo para saber más de la vida de esas mujeres, tan unidas. Aquel día, dice el abuelo, vuestra abuela, se enfrentó al teniente de la Guardia Civil, salvando a Marcela del gentío. La sacó de su deshonroso paseo por las calles del pueblo y la escondió en casa. Le limpió las heridas de la cabeza, la lavó y le devolvió la dignidad vistiéndola con la ropa que aún conservaba de nuestra hija. Damián, el comandante de la guardia civil, armado con su fusil, se plantó de inmediato en la puerta de casa. Venía a buscar a Marcela, pero la abuela no la entregó, no permitió que ese papanatas cruzará el dintel. Vino muchas veces y clavaba el fusil en el suelo con fuerza, ¡qué cabrón!, por eso hay algunas baldosas rotas. Desde entonces el lazo de unión de Marcela con vuestra abuela fue creciendo hasta convertirse en una hija.

Era el día de la trenza de la abuela. Sentadas en el suelo, esperábamos el inicio de la sesión. Podéis quedaros, pero tenéis que ser buenas y no incordiar, decía la abuela, a Marcela no le gusta que la molestéis durante el peinado. Ella marcaba la rutina y la abuela se dejaba hacer en silencio. Colocaba la jofaina con el agua caliente encima de la mesa camilla, los peines, las peinetas y las horquillas a un lado. Extraía de la lacena la brillantina, un frasquito de cristal transparente que apoyaba con cuidado al lado de los demás enseres. La abuela tenía una trenza muy larga y a Marcela le llevaba mucho tiempo deshacerla. Una vez desenredada con el peine, la alisaba con la mano mojada de agua, una y otra vez. Comenzaba por la cabeza y deslizaba los dedos mojados hasta el final de la melena. Lo repetía varias veces. El cabello de la abuela adquiría un color oscuro. Es por la humedad, decía mi prima. La abuela mantenía los ojos cerrados y sonreía. A nosotras nos parecía que soñaba con la otra vida, aquella que habría tenido si su hija no hubiera salido aquel día de lluvia sin la gabardina. Yo deslizaba mi mirada al compás del movimiento de los dedos de Marcela, surcando las vetas del pelo gris, suave, sin tropiezos. La brillantina la aplicaba al final, dejando el cabello liso y terso, listo para tejer. Cuando terminaba, anudaba la trenza con un pequeño lazo de lino gris, y, con la destreza de un orfebre, ayudada por decenas de horquillas y peinetas, recogía la trenza en un moño, colocándolo en la nuca de la abuela. Entonces, y solo entonces, las dos mujeres sonreían satisfechas, incluso el abuelo daba su aprobación desde la silla.

Me quedé mirando a la abuela. Aquella mañana había muerto la mujer a la que más quería. Me agarré a su mano fría. Marcela se acercó a la cabecera de la cama. En sus ojos había lágrimas. Se hizo un silencio, como si hubiera pasado un Ángel. Con cuidado, le pasó la mano por la cabeza y alisando los cabellos blancos que se había desmadejado durante la noche, colocó el moño en la nuca y la despidió con un beso en la mejilla. Yo por entonces no entendía bien qué estaba sucediendo y me limité a contemplar la escena sentada a los pies de la cama, pensando en el tormento de llegar a vieja. El resto de la mañana fue un infinito ir y venir de mujeres llorando, de hombres con trajes de domingo fumando en el descansillo, de vecinas con comida, y de niños que corrían sin control por las escaleras. Entonces supe que significaba perder.

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