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Él era un hombre del sur

Él era un hombre del sur

En los últimos estertores del franquismo, la censura se cebó con el entonces joven y rebelde cantautor Víctor Manuel, que a resultas del ostracismo con que lo castigaban en su propio país decidió retirarse a México durante una larga temporada. Una noche, los asturianos que tras la Guerra Civil habían acabado exiliándose en el Distrito Federal le organizaron una cena en un establecimiento que muy significativamente se llamaba El Hórreo y en cuyas mesas solían celebrarse encuentros donde se conjuraba la nostalgia por una patria perdida sin remedio. Uno de los asistentes a aquel banquete, Luis Roca, había ocupado el puesto de consejero de Hacienda en el efímero Consejo Soberano de Asturias y León que pretendió plantar cara al avance de las tropas franquistas cuando la caída del frente norte era ya una evidencia insoslayable. Tras los postres, tomó la palabra no para pronunciar un discurso, sino para leer unos versos que llevaba manuscritos en una hoja de papel y que sonaron en los oídos del invitado de honor como una auténtica revelación. Se trataba de un poema que jamás había leído y que, en unas pocas estrofas, levantaba toda una épica alrededor de los hombres y mujeres anónimos que desde las fábricas y las minas del norte, desde el campo y desde el mar, habían unido sus fuerzas para pelear, y perder, contra un invasor que venía a arrebatarles una idiosincrasia basada en la solidaridad, la lucha y el esfuerzo común. Aquella misma noche, en la habitación del hotel, Víctor Manuel cogió su guitarra y comenzó a poner música a aquel texto. Era consciente de la potencia que emanaba de sus palabras, pero seguramente no imaginó ni por asomo que, en aquellos momentos, estaba empezando a componer un himno.

"El poema se titulaba, sencillamente, «Asturias». Su autor era Pedro Garfias, pero el nombre a Víctor Manuel no le dijo nada"

El poema se titulaba, sencillamente, «Asturias». Su autor era Pedro Garfias, pero el nombre a Víctor Manuel no le dijo nada. Era algo perfectamente lógico, porque a aquellas alturas su memoria se había desvanecido completamente en España y sólo era conocido y valorado en México, el país en el que se acabó exiliando y donde había fallecido unos pocos años antes de que su poema reviviese en la boca de un viejo gobernante asturiano en el destierro. Garfias, no obstante, sí había gozado de cierta fama antes de que los militares destinados en Marruecos se sublevaran el 18 de julio de 1936. Nacido en Salamanca el 20 de mayo de 1901, siempre se consideró andaluz por crianza y por convicción. Cursó sus primeros estudios entre Osuna y Sevilla, y en 1918, con diecisiete años de edad, se trasladó a Madrid para estudiar allí la carrera de Leyes. No llegó a terminarla, pero a cambio estuvo en todas las salsas que se cocían en los mentideros literarios. Fue abanderado del ultraísmo, frecuentó la Residencia de Estudiantes cuando había que frecuentarla, colaboró en diarios y publicaciones de carácter minoritario y participó en la fundación de la revista Horizonte. También colaboró en el único número de Jeune Europe, un intento que realizó Tristan Tzara para reconducir las corrientes surrealistas hasta territorios más ortodoxos. Aunque consiguió hacerse notar, nunca obtuvo un gran reconocimiento porque su firma siempre se mantuvo oscurecida tras el fulgor que desprendían otras de más presencia y fuste; aun así, supo ocupar la primera línea cuando, allá por los albores de la década en que el siglo XX se hizo veinteañero, la batalla se centraba en una apasionada defensa de las vanguardias. Su primer libro, El ala del sur, data de aquellos años en los que presentó credenciales para figurar como componente de la Generación del 27. Con Gerardo Diego llegó incluso a proyectar un libro que nunca vio la luz.

De procedencia humilde, se afilió al Partido Comunista en cuanto se proclamó la II República, y al estallar la Guerra Civil entendió que su sitio estaba en el mismo lugar en el que siempre había estado. Combatió en los batallones Villafranca y Bautista Garcet, ofició de comisario político en Pozoblanco y fue uno de los encargados de poner en marcha la llamada Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura. En Pozoblanco estaba, precisamente, cuando supo de la caída de Asturias en manos de los franquistas. Él nunca había puesto el pie en aquella región del norte, pero sí había trabado relación en Madrid con algunos mineros que se habían refugiado en la capital para no sufrir en sus carnes el escarnio de la crudelísima represión que, tras el final de la Revolución de Octubre en 1934, había dirigido el mismo Francisco Franco que ahora, con altos galones, comandaba las tropas autodenominadas nacionales a las que el propio Garfias combatía. El recuerdo de aquellos héroes desahuciados, y la rabia por su segundo fracaso consecutivo en apenas tres años, le inspiraron esos versos en los que un andaluz como él («Yo soy un hombre del sur, / polvo, sol, fatiga y hambre») se erigía en portavoz de una derrota que asumía como propia.

Dos veces, dos, has tenido
ocasión para jugarte
la vida en una partida,
y las dos te la jugaste.

¿Quién derribará ese árbol
de Asturias, ya sin ramaje,
desnudo, seco, clavado,
con su raíz entrañable
que corre por toda España
crispándonos de coraje?
Mirad, obreros del mundo,
su silueta recortarse
contra ese cielo impasible,
vertical, inquebrantable,
firme sobre roca firme,
herida viva su carne.

El poema se incluyó en un libro que tituló Poesías de la guerra y que vio la luz en Valencia en 1937. De su buena acogida da fe el hecho de que al año siguiente —en el que también publicó Héroes del Sur— ganase el Premio Nacional de Poesía, según decisión de un jurado formado nada más y nada menos que por Antonio Machado, Enrique Díez Canedo y Tomás Navarro Tomás. Fue una de las pocas alegrías que le deparó la escritura. Una vez finalizada (y perdida) la contienda, pasó por un campo de concentración del sur de Francia antes de trasladarse a Inglaterra, donde según se cuenta empezó su afición por el alcohol y llegó a vivir en un castillo. Allí escribió los versos de Primavera en Eaton Hastings, que se publicó en 1939 con el subtítulo de Poema bucólico con intermedios de llanto y al que se considera la cumbre de su obra. Fue, también, el texto que comenzó a cimentar su reputación de poeta maldito.

Dentro del pecho oscuro
la clara soledad me va creciendo
lenta y segura… Hay luz en mis entrañas
y puedo ver mi sangre ir y venir
y puedo ver mi corazón… Afuera
se agolpan desojadas y sonámbulas
noches enracimadas.
Un atropello de silencios turbios
repta y ondula…
Señor que hiciste el verso y la amapola

haz las paredes de mi pecho fuertes,
duras como el cristal de esta ventana.

Garfias no permaneció mucho tiempo en Inglaterra. El 13 de junio de ese mismo año de 1939 desembarcó en el puerto de Veracruz como parte del primer contingente de mil seiscientos veinte republicanos españoles trasladados por el buque francés Sinaia gracias a la mediación del presidente Lázaro Cárdenas, y en México se quedaría hasta el final de sus días. Publicó nuevos libros (Elegía a la presa de Dnieprostoi, Viejos y nuevos poemas, Río de aguas amargas), colaboró en revistas culturales como Romance o Cuadernos Americanos y se entregó por igual al periodismo y al alcohol para naufragar en una prolongada decadencia a la que sólo puso fin su fallecimiento, el 9 de agosto de 1967. Fue un final prematuro, pero quizá no le incomodó, teniendo en cuenta que había dado fe en una letrilla de su convicción de que es mejor morirse a tiempo que entregarse a subterfugios con los que demorar la partida.

No es mala cosa morirse,
digamos que es natural.
Sobrevivirse sí es malo,
cosa mortal.

"Pese a que permanezca en el imaginario colectivo de varias generaciones que son capaces de interpretarla de memoria, no son pocos los que adjudican la autoría de los versos de «Asturias» al propio Víctor Manuel"

Tuvo, además, quien le recordara. Levantaron una estatua en su honor en Guadalajara, en la esquina de las calles Chapultepec e Hidalgo, y hay una calle que lleva su nombre en Santa Catarina, en el estado de Nuevo León. En España no hubo tantas atenciones, y en toda Asturias no existe ni una sola placa que les recuerde a él y a su poema. Es la de Garfias y la de esta comunidad autónoma una relación un tanto extraña. Pese a que permanezca en el imaginario colectivo de varias generaciones que son capaces de interpretarla de memoria, no son pocos los que adjudican la autoría de los versos de «Asturias» al propio Víctor Manuel y también abundan quienes los entonan sin detenerse a pensar en su significado. De ahí que muchos se sorprendan al enterarse de que esas palabras tan sentidas fueron escritas por alguien que jamás estuvo en Asturias y que no pretendía tanto extenderse en alabanzas a una tierra que desconocía como expresar su admiración hacia un fenómeno, el de la lucha obrera, que había hallado su máxima expresión al norte de la Cordillera Cantábrica. Quizás a Garfias le hubiese divertido saber que, cuando los asturianos se pusieron a preparar su Estatuto de Autonomía, hubo no pocas voces a la izquierda que solicitaron que la canción compuesta por Víctor Manuel a partir de su poema se convirtiera en el himno oficial del Principado. No lo consiguieron: el «Asturias» de Víctor Manuel y Garfias se quedó en himno oficioso y eso es ya mucho, pero nadie puede negar que habría tenido gracia que un canto a los grandes antisistema de la historia española reciente se hubiese acabado convirtiendo en sintonía institucional.

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