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La araña

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LV: LA ARAÑA

Al principio, Candance pensó que aquello era una mancha de humedad. Le extrañó, no obstante, ya que semejante imperfección no hubiera escapado jamás al escrutinio de Theodorine, la implacable gobernanta de la casa. Unos días después, Candance volvió a reparar en aquella sombra. La vio de casualidad, cuando recorría el pasillo del segundo piso, rumbo al cuarto de baño. Frunció el ceño, un tanto confundida. Habría jurado que, la primera vez, la mancha estaba justo en la esquina, a la derecha del ventanal, unos pocos centímetros por debajo de la floreada moldura de escayola. Sin embargo, aquella mañana lucía su desafiante negrura a escasos dos palmos del quicio de la puerta. De su puerta, en concreto. La de su propio dormitorio.

—Qué descaro… —murmuró la joven, arqueando las cejas.

Era rara aquella mancha, desde luego. No es que se hubiera extendido, pues presentaba idéntico tamaño que cuando fuera descubierta. Sencillamente, se había movido. Lo que hacía sospechar que, en realidad, no era una vulgar mancha. Decidida, Candance levantó una de las pesadas sillas del corredor, la situó bajo aquella intrigante mácula, y, tras remangarse la falda y las enaguas, se encaramó como pudo sobre el asiento, enfrentándose al misterio. Estuvo a punto de caer, sacudida al instante por un estremecimiento de asco. El dichoso borrón, como ya empezara ella a intuir, no era tal. Era una araña.

La observó con interés casi científico, no exento de cierta repulsión cautivadora. Era tremendamente grande, un ejemplar inusual en aquellas tierras, al menos que Candance supiera. Gorda, velluda, grotescamente fea, pero magnífica de algún modo. La araña ni se inmutó ante el escrutinio, quizá sabedora de que, en aquel pasillo recargado de muebles, era ella la criatura más imponente de las dos. Era… regia. Un ser como de otra era, de otras latitudes, llegado allí de alguna manera incomprensible y carente de lógica. Había algo en ella que la revestía de dignidad. Parecía… sabia. Milenaria, o quizá atemporal, Candance no habría sabido precisarlo. Algo dentro de ella le dejó muy claro que la araña la observaba a su vez, sopesándola, evaluándola, transmitiéndole secretos insondables que, en modo alguno, una vulgar criatura humana podría alcanzar a comprender. Todo eso, lo supo Candance sin necesidad de meditarlo o analizarlo. Lo supo. Con la misma certeza con la que sabía su nombre.

—¿Qué haces? —preguntó una voz.

El susto estuvo a punto de hacerla caer por segunda vez. Se llevó la mano al corazón, pero su alivio fue instantáneo al comprobar el origen de aquella pregunta intempestiva.

—Ah, eres tú… —dijo, perdiendo todo interés en su hermana menor.

Judy, como de costumbre, se había materializado a su lado, con esa habilidad suya que parecía sobrenatural. Era menuda, flaca y pálida como un espectro, con el cabello lacio de un rubio desvaído y unos ojos saltones que le restaban cualquier encanto. Aunque, para ser justos, poseía una mente de envidiable lucidez y agilidad, algo que, en un varón, habría sido muy apreciado (y que, en una hembra, no hacía sino aumentar la lista de sus muchos defectos). Por suerte, lidiar con Judy siempre era preferible a tener que hacerlo con cualquier otro miembro de la familia. A saber qué hubiera dicho su adusto padre de haberla visto así, subida a una silla y mirando a una araña. O su madre, que, indefectiblemente, habría organizado una escena de hipidos y sofocos. Elinor, por su parte, hubiera puesto los ojos en blanco y desaparecido por el corredor, muy erguida, soltando lánguidos suspiros. El pequeño y monstruoso Harry, seguramente, la hubiera tirado de la silla. Candance prefirió dar por terminada la enumeración de miembros de la familia y sus probables reacciones. No quería pensar en Leonard, el que había sido su hermano mayor, su predilecto, el amor más puro e inmenso de su vida, su héroe, su cómplice. El primogénito. Porque Leonard ya no estaba.

—Es una araña —concluyó Judy, desapasionada, tras su propio breve y conciso examen.

—Lo sé —replicó Candance.

—¿Por qué la miras?

—No es una araña corriente.

—Ah —murmuró la pequeña—. ¿Qué tiene de especial?

—No lo entenderías.

—Prueba… —sugirió la niña, con su calma habitual.

Y Candance se lo explicó. En parte, porque estaba deseando compartir con alguien su descubrimiento. Y, en el fondo, porque sabía bien que, a falta de Leonard, Judy sería la única persona en el mundo capaz de comprenderla. O, al menos, de no burlarse de ella. Porque Judy, con su aspecto anodino, era cualquier cosa menos anodina en realidad. Era distinta. A todos. Única en su especie. Como la araña, tal vez.

—Creo que no es solo una araña —murmuró Candance, en tono confidencial—. Creo que es… algo más.

—¿Algo que se hace pasar por araña? —sugirió Judy, dando en el clavo.

—Exacto —asintió Candance con calor—. Creo que es junto eso. Algo que se hace pasar por araña, sí.

—Ya veo —sentenció la niña—. ¿Y qué vas a hacer?

—¿A qué te refieres?

—La van a matar —aclaró Judy. No hizo falta concretar más—. En cuanto la vean.

—Cierto. No diremos nada —decidió Candance—. Creo que es muy astuta. Creo que, si no le hablamos a nadie de ella, sabrá esconderse hasta que llegue el momento.

—¿El momento de qué?

—De revelar su verdadera forma…

Resultaba inútil emplear aquel tono morboso con Judy, y Candance lo sabía. No era una chiquilla impresionable, ni por asomo. Carecía de cualquier atisbo de imaginación y, a pesar de ello, parecía captar mucho más que cualquier otro ser humano. Como si viera y oyera más que el resto. Más allá de lo tangible.

Guardaron el secreto. Durante ocho meses solo ellas supieron de la existencia de la araña. Era lo bastante lista como para mantenerse invisible a todos, y, solo de vez en cuando, obedeciendo a patrones indescifrables, se dejaba ver por las dos hermanas, siempre en distintos lugares de la casa, sin que en una sola ocasión la vieran en movimiento.

Y luego, el siguiente mes de febrero, ocurrió. Ni los padres ni Elinor estaban en casa, pues habían sido invitados a tomar el té en casa de los Merrycot. Candance y Judy leían en la sala de música, y Harry se entretenía en el jardín. El resultado de sus juegos, casi siempre brutales, fue un estruendo de cristales rotos en el invernadero, y las orquídeas favoritas de su madre aplastadas. Nadie osaría negar que Harry era un pequeño salvaje sin modales, pero, con todo, el castigo de la Señorita Meynell fue absolutamente desproporcionado, como decidieron más tarde en cónclave los cuatro hermanos Leighton.

—¡Es intolerable! —clamaba Elinor, que sentía una debilidad especial por el benjamín—. ¡No debería haberte golpeado! ¿Quién se ha creído que es, esa… esa… lagartija miserable!

—Y tiró su diávolo al estanque —añadió Judy, aún pasmada—. ¿Puede hacer eso?

—¡Desde luego que no! —masculló la mayor, dolida—. Pienso decírselo a papá.

—¡No harás eso! —exigió Harry, aún lloroso y mortificado de rabia—. ¡No dirás una palabra, Eli! ¡Yo no soy un chivato! ¿Me has oído? No le daré el gusto, y no vas a humillarme así.

Fue imposible que se pusieran de acuerdo, aunque, en realidad, el asunto quedó zanjado esa misma noche, sin que ninguno de los dos interviniera. Para no ahondar en detalles que serían sumamente desagradables, baste decir que la infortunada Señorita Meynell amaneció de cuerpo presente, rígida en su cama, con una expresión de pavor que causó un desmayo a Betsy, la doncella, y la perplejidad del Doctor Newman.

—Una pesadilla, tal vez —aventuró—. Pero hubo de ser muy vívida para causarle tal espanto. Quizá padecía del corazón, pobre mujer…

El espantoso asunto de la institutriz fue el primero, pero no el último. No es que la araña se dedicara a sembrar el caos, ni mucho menos. En realidad, las hermanas Leighton tuvieron ocasión de comprobar cuan justa, ecuánime y paciente era aquella criatura. Con qué estricto celo cuidaba de los miembros de la familia y, por extensión, de todos los habitantes de la casa.

Por ejemplo, cuando el desagradable primo Ned se presentó el siguiente verano para, a decir de su padre, “alejarse de las tentaciones de la ciudad, respirar aire puro y centrarse de una condenada vez”, la existencia de Betsy pareció tornarse cada vez más miserable. Siempre había sido una muchacha alegre y risueña, y por eso llamó tanto la atención que, paulatinamente, se fuera volviendo reservada, cabizbaja y silenciosa, hasta el punto de perder el color de las mejillas y enflaquecer a ojos vista. Nadie asoció los males secretos de Betsy con la llegada del petulante y desabrido Ned, ni siquiera la perspicaz Judy logró desvelar el misterio. Y, entonces, el vanidoso primo se rompió el cuello al caerse por la escalera de servicio en plena madrugada. El incidente, aunque trágico, se llevó con la mayor discreción por el bien de la familia.

Hubo más. Una larga lista de accidentes curiosos y muertes fortuitas acompañaron la existencia de los Leighton, de un modo lo bastante llamativo como para generar rumores, pero no tanto como para despertar serias sospechas sobre ellos. Una tía solterona y avinagrada que a punto estuvo de desheredar al patriarca por tontas desavenencias políticas; un molesto y desquiciado pretendiente, incapaz de aceptar la negativa de Elinor; un jardinero de pasado turbio y errática conducta, que siempre parecía observar a Judy de modo inquietante…

Décadas más tarde, las dos hermanas, ya ancianas y viudas, seguían rememorando el rosario de enigmas que habían planeado sobre aquel techo.

—Entonces, ¿sigue viva? —inquirió Judy una tarde, mientras ambas disfrutaban del té.

—La perdí de vista unos meses y llegué a creer que había muerto, pero no —explicó Candance, con indisimulable alivio—. Ayer mismo volví a verla, junto al cuarto de la plancha.

—Impresionante, desde luego. Nuestra pequeña y longeva vengadora…

Se hizo un corto silencio, mientras ambas paladeaban la infusión y se abandonaban a secretos y morbosos pensamientos.

—¿Sabes quién habría disfrutado terriblemente con esta historia? —dijo la menor, de pronto—. Leonard.

—Oh, sí, desde luego —convino Candance—. Lo que me recuerda que tengo algo que contarte. Encontré su diario la semana pasada. Escondido ahí mismo, entre las obras de Shakespeare de Padre. ¿Sabías que, antes de alistarse, él y varios de sus amigos decidieron correrse una juerga en los antros del puerto y un oriental les hizo tatuajes?

—¡No me digas! —exclamó Judy, extasiada con la anécdota—. ¡Jamás nos lo contó!

—A Madre le hubiera dado un ataque. Suerte que el tío Francis se ocupó de todos los asuntos del sepelio… En la funeraria tuvieron que verlo por fuerza, pero imagino que prefirieron ahorrarnos el detalle.

—¿Y qué era? El tatuaje. ¿Lo has averiguado?

—Él mismo lo confiesa en sus escritos —dijo Candance, con una sonrisa maliciosa—. Una araña. En el antebrazo.

—Claro —asintió Judy, esbozando una mueca de perversa satisfacción—. Supongo que eso lo explica todo…

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