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La danza y la lluvia  

La danza y la lluvia   

Cuando estaba por marcharme de Tel Aviv, como si la ciudad intentara demostrarme que era capaz de llover —la lluvia en esta ciudad mediterránea es casi un mito—, una breve garúa veraniega me acompañó durante una cuadra. Parecía uno de esos dibujitos animados en los que la nube y el rayo persiguen al protagonista. Lluvia para uno. Me detuve en un bar, para tomar el último jugo antes de pasar por mi habitación, retirar las valijas y partir para el aeropuerto. En la pantalla de televisión —otro fenómeno, alguna vez real, convertido en mito—, hablaban de la guerra y de los misiles que los islamonazis habían lanzado contra Israel, desde lugares tan remotos como el Yemen —que ni siquiera limita con el país de los judíos—, o tan cercanos como el Líbano, con el cual Jerusalem no tiene diferendos territoriales. Yo había perdido el celular, y dejado la computadora en la habitación. Estaba incomunicado con el resto del mundo. Por un tiempo, el whatsapp había funcionado en la computadora. A los 14 días, desertó. En la era virtual, me había convertido en un fantasma. Cuando apareció internet, los fantasmas circulaban por la web. En la actualidad, fantasma es quien no accede a la virtualidad. Toda la parafernalia que asume Walter White en Breaking Bad para dejar de existir puede limitarse en 2024 a un solo movimiento: desconectarse.

La televisión se encargó de informarme inapelablemente que mi vuelo de regreso a Buenos Aires había sido suspendido por la línea aérea española. Regresé caminando al hotel evaluando mi destino. Tras unos breves intercambios con mi agente de viajes —agradecí a Dios haber organizado el trayecto con humanos en vez de por internet—, descubrí que la línea aérea española no me anticipaba fecha de ningún viaje cercano, ni me compensaba la pérdida del cancelado, ni me pagaba los días de estadía ni viáticos. Literalmente me dejaba varado.

"En el hall, un anciano me preguntó si yo venía de Israel y cómo estaba el país. Hablaba en un extraño español"

Decidimos pagar un tramo extra a Praga y de allí retomar la ruta original a Madrid y Baires. El vuelo se cumplió hasta Praga, pero allí sufrió un inconveniente técnico y debí pasar la noche en el hotel del aeropuerto. La suma de contratiempos me arruinó el poco sueño que le había restado al jet lag. En el hall, un anciano me preguntó si yo venía de Israel y cómo estaba el país. Hablaba en un extraño español. Le respondí la verdad —me conmovió su curiosidad—, le detallé lo que me pareció relevante y rematé con esa breve lluvia personal.

—Durante años yo hice llover en Tel Aviv —me dijo.

Lo observé demudado. En Praga, donde un rabino había dado a luz a un Golem, aquella declaración no resultaba del todo estrambótica (como en ciertos lugares las realidades habían mutado a mitos, en otros el mito formaba parte de la cotidianeidad).

—La danza de la lluvia es un rito pagano de los hebreos que adoraron al becerro de oro. Hubo quienes desafiaron el ciclo del cielo. Pero fue entre que Moisés subió y bajó del monte Sinaí con las tablas de la Ley. Cuando por fin descendió, los danzantes de la lluvia fueron neutralizados para siempre. Sin embargo, una estirpe mantuvo el conocimiento de generación en generación. Yo soy su último eslabón. Desde la creación del Estado judío, consideré que Tel Aviv necesitaba lluvias, para ser como cualquier otra ciudad. Algo de normalidad para ese milenario balneario israelí. Cuando lo consideré, sin exagerar, en su justa medida, escuché la música secreta, desplegué mis pasos danzantes y llovió sobre el mediterráneo.

—¿Usted vivía en Tel Aviv? —pregunté.

"Supe que la lluvia la había inspirado. Yo estaba allí. La escuché decirle a una amiga: cada vez que llueva, bailaré así."

Siempre en Praga —me contradijo el anciano—. La capital del Golem. Pero cierta tarde de 1967, cuando los judíos recuperaron Jerusalem, percibí a una joven soldado bailando en Tel Aviv bajo mi lluvia celebratoria. Sus movimientos eran inéditos. Aquello no era una danza tradicional judía, ni urbana, ni contemporánea de ninguna naturaleza. Era una belleza inexplicable y desafiante. Era una mujer que había nacido junto con el Estado, y bailaba como ninguna mujer hebrea hubiera bailado nunca antes. Supe que la lluvia la había inspirado. Yo estaba allí. La escuché decirle a una amiga: cada vez que llueva, bailaré así.

El anciano se me quedó mirando como si yo debiera arribar a una conclusión.

—Ella no danzaba para que lloviera —intentó explicarme sin que yo entendiera—. Danzaba cada vez que llovía. Si yo hubiera continuado manejando la lluvia, no hubiera podido contenerme. La hubiera hecho bailar todos los días: tal el impacto de su armonía en mí. ¿Pero qué sentido tiene repetir deliberadamente aquello que nos conmueve por su condición de imprevisto? Hay maravillas que no deben ser manufacturadas por el hombre. La pasión de su danza por la lluvia, no para que llueva, había ganado contra un ritual pagano milenario. Era la voz sagrada. Yo callé la mía. Que bailara cuando lloviera; y que nadie más bailara para que lloviera.

—Pero sigue lloviendo cada tanto en Tel Aviv.

—Era un Tel Aviv muy distinto en el que hice llover por última vez. La geografía urbana era áspera, rústica; moderna pero modesta. Todo era Bauhaus, funcional, discreto, blanco. Aún no habían llegado las impactantes rusas, ni las exóticas etíopes, ni las maduras francesas. El término medio de la belleza femenina era el rostro mediterráneo, el cabello salvaje, los labios gruesos y los anteojos de sol cinematográficos. Pero esta joven soldado, de 19 años, lucía una piel blanca, el cabello enrulado; los labios gruesos. Bailó bajo mi lluvia. Y por ella dejé de hacer llover. Usted me pregunta por qué llueve ahora en Tel Aviv: porque ella anunció que bailaría cada vez que lloviera… y la lluvia, la lluvia, quiere verla bailar.

El anciano le pidió al conserje una botella de agua tónica. Nos trajeron una Canadan Dry, muy a mi disgusto, que hubiera preferido catar una quinina kafkiana.

—El mérito de los danzantes de la lluvia en general es relativo, porque en algún momento lloverá, bailen o no —meditó tras sorber el borde del vaso—. De modo que es una cuestión de tiempo, y nadie puede concederles ni negarles el éxito. Yo no bailo más.

—¿Y ella?

—Cada vez que llueve. Aunque sea una lluvia de no más de un minuto, en lo que tarda un hombre en caminar una vereda.         

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