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La educación también es cosa de los docentes

La educación también es cosa de los docentes

Son las personas las que dignifican las profesiones y no a la inversa. Presuponer que un médico, un juez, o un profesor, por el mero hecho de ser médicos, jueces o profesores son buenos profesionales, sería tan justo o tan injusto como presuponer que lo es un fontanero, un panadero o un teniente de alcalde.

Que la educación debería ser uno de los pilares sobre los que se sustenta cualquier sociedad que se precie de serlo, parece que nadie lo pone en duda. Que la realidad es otra muy distinta, tampoco. Como casi siempre, teoría y práctica caminan por senderos paralelos que rara vez confluyen.

El barco hace aguas y nadie se pone de acuerdo sobre quién es el responsable del naufragio, lo que me lleva a pensar que probablemente cada uno rema por su lado, o que directamente hemos soltado los remos.

En todo caso, siempre nos quedarán los políticos, diana útil en la que lanzar los dardos de una sociedad cada vez más infantilizada donde rara vez existe la responsabilidad individual. Nos perdemos en el fango de lo políticamente correcto y la complacencia argumentativa.

"Ser padre no te convierte en un buen padre, sólo te convierte en padre. Del mismo modo, ser profesor tampoco te convierte en un buen profesor, sólo te convierte en profesor."

El pasado 26 de noviembre se celebró el Día del Maestro. Días antes tomaba unas cervezas con unos amigos, entre ellos dos profesoras de educación primaria que arremetían contra la falta de apoyo de los padres y la defensa a ultranza que hacían de sus hijos, cada vez más consentidos —por utilizar un adjetivo eufemístico—, ante cualquier situación, dejando sin herramientas en muchos casos al docente y poniendo al niño en su contra. Estoy de acuerdo en una generalidad, vaya por delante y dicho queda aun a riesgo de que los lectores tomen la parte por el todo y obvien esta frase. Ser padre no te convierte en un buen padre, sólo te convierte en padre. Del mismo modo, ser profesor tampoco te convierte en un buen profesor, sólo te convierte en profesor.

No sabría calcular con exactitud cuántos profesores he tenido a lo largo de mi etapa educativa. Puede que superen los 60 entre las distintas fases de formación. Cartelitos recurrentes de like fácil en los muros de Facebook ensalzando su labor al margen, recuerdo sólo uno que me marcase verdaderamente. Lo que equivale a un 1,6%, en el mejor de los casos. Sin embargo, es posible que haya conocido a más de 1,6% de educadores machistas, xenófobos, homófobos, retrógrados… Por no hablar del porcentaje que simplemente se limitaba a leer en el aula lo que yo ya podía leer en el libro de texto o a pasarnos unos apuntes fotocopiados que podías adquirir en la ventanilla de reprografía. Pero claro, la culpa de los constantes bostezos y las molestas distracciones era del que ocupaba el pupitre.

Les puedo asegurar que soy uno de esos padres “antiguos” que por norma da la razón al profesor y después escucha a su hijo con escepticismo. Incluso cuando creo que no tienen razón —a veces no la tienen— no les pongo en su contra y trato de justificar sus errores.

Sin embargo, acumulo, ya en mi edad adulta, un buen número reuniones donde a los progenitores se nos trata con un paternalismo que roza lo ridículo. Otro buen número de charlas donde se nos insta a no enseñar a los niños por encima de lo que marca el programa, alegando que sería negativo para el niño, ya que “podemos hacerle un lío”, a pesar de que el niño demande el conocimiento motu proprio. Intuyo que el “lío” sería para el docente, obligado a dar por buenos distintos métodos para realizar la resta en clase. La diversidad nunca fue nuestro fuerte.

De la tan reclamada creatividad en las aulas, mejor ni hablamos. El sistema no la promueve, está claro, —y lo subrayo, a sabiendas de que corro el riesgo de que se difumine el subrayado—. Pero son pocos, quizá corresponda a ese 1,6%, los que luchan, a pesar de todo, por aplicarla.

"Durante mi intervención no dejaron de sonar bips de Whatsapp, Twitter, Instagram, y demás necesidades que impone el mundo moderno, sin que ningún pedagogo llamase la atención ni solicitase siquiera que tuviesen la educación de apagarlos."

El otro día tuve la oportunidad de impartir una charla sobre escritura creativa en un instituto en el que se presumía de tener un plan contra el acoso que incluía, entre otras medidas, la prohibición expresa del móvil en el centro —ya no digo en el aula—. O eso me comentó el director en un café previo con aroma a compromiso educativo. Durante mi intervención no dejaron de sonar bips de Whatsapp, Twitter, Instagram, y demás necesidades que impone el mundo moderno, sin que ningún pedagogo, de los tres que allí había, llamase la atención ni solicitase siquiera que tuviesen la educación de apagarlos —algo que se demanda hasta en el cine y el teatro—. Quizá porque dos de ellos también miraban sus pantallas de soslayo.

Ironicé sobre que si querían podían twittear la charla, creo que algún profesor se lo tomó en serio.

Plantarse ante la adversidad del matón, o proyecto de él, siempre fue una cuestión de valientes y este, como diría McCarthy, no es país para ello. Es más fácil hacerse el duro “no dejando pasar ni una” a quien ya está convencido de las normas y mirar para otro lado cuando la cosa se tuerce un poco. Mejor exigir firmemente que los títulos vayan en rojo bajo amenaza de sufrir la condena de un negativo al alumno apocado.

La educación, vuelvo de nuevo al principio, debería ser uno de los pilares de cualquier sociedad que no tenga por objetivo estar conformada por ciudadanos mediocres. Por lo que, sin duda, es cosa de todos nosotros, sin excepción. También de los docentes.

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