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La experiencia You-Feeling (VIII): El odio

La experiencia You-Feeling (VIII): El odio

¿Necesitas refrescar tu existencia durante unos días? U-feeling es la experiencia absoluta. Olvídate de tu viejo yo y disfruta de las sensaciones inolvidables de tener un cuerpo virgen. ¡Tú eliges quién quieres ser!”. 

Así reza la publicidad de esta nueva empresa internacional que ha aterrizado en la capital para comercializar —nadie para el progreso— el intercambio de cuerpos. Se acabó la guerra de sexos, la guerra de clases, adiós a la xenofobia. U-feeling te abre la mente convencida de que con su tecnología puede propiciar la aproximación de enemigos irreconciliables y acercarnos a la paz universal, esa vieja utopía kantiana que parece por fin al alcance de la mano. Empatía, ese es el producto que comercializa.

La experiencia U-feeling estará disponible en diciembre de 2021, pero ya puedes conocer su decálogo, las diez normas fundamentales de You-Feeling.

En los anteriores episodios, Momar Mbayé ha contado cómo y por qué aceptó participar en una experiencia You-feeling ilegal; cómo decidió en el último momento no seguir adelante; cómo salió huyendo del local intercambialista de You-feeling; cómo acabo en el domicilio de los Gallardo, en el barrio de Salamanca, y parte de lo que allí sucedió con la señora de la casa. 

Y a continuación reproducimos el octavo capítulo: El odio.

*******

Transcripción de la declaración de Momar
Mbayé ante la inspectora de Policía Estatal
Julia Gordon (número profesional X-
2347544) y en presencia de la agente del
departamento de Delitos Tecnológicos
Angie Peña González (número profesional
Y-212336). —continuación

comisaría Centro,
jueves 20 de junio, 23.33

—Lo que dices es muy triste, Momar. Y me parece increíble que te escondas detrás de ese resentimiento. No sabes cuánto me gustaría demostrarte que te equivocas.

—¿Resentimiento? Di mejor realismo. ¿O acaso no tienden a perpetuarse las estructuras de poder? Yo he leído a los sociólogos. La mayoría de los universitarios españoles son blancos. La mayoría de los negros no tienen estudios. Todo se reproduce de generación en generación. En España los blancos tienen todo el poder. Los inmigrantes estarán siempre un escalón o dos o más por debajo. Mientras haya trabajo seremos bienvenidos, pero porque alguien debe hacer el trabajo sucio. Y si nos portamos bien igual nos dejaréis algunos puestecillos y migajas, pero siempre que no asomemos demasiado la cabeza y nos mostremos agradecidos y sumisos. Porque si nos volvemos peligrosos, entonces nos matáis.

—No tenemos tiempo de rehacer el mundo, Momar. Sigamos con los hechos.

—Es que sin comprender el mundo no se puede comprender ningún hecho, ni los míos ni ningún otro. Como cantaba el único cantante negro de éxito que ha habido en este país en los últimos cien años: «Pintor, ¿por qué no pintas angelitos negros?». Todo, el arte, la política, la religión, es cosa de blancos. ¿Os habéis preguntado por qué triunfa en los barrios la Nación Islámica? Porque el Dios cristiano es blanco.

—Insisto en que no estamos aquí para hablar de política.

—Y yo insisto en que os guste más o menos, todo es política.

—La señora Gallardo afirma que lanzó su primer chillido cuando la agarraste con fuerza. A partir de aquí las declaraciones de los tres testigos coinciden en los detalles. Eso te lo va a poner muy difícil.

—Nunca esperé que fuera fácil.

—Pues tu declaración es la más abstracta. Necesitamos completarla.

—Es lo que llevamos haciendo desde el principio. Adelante. Soy todo oídos. Soy un negro obediente.

—Aunque no lo creas, Momar, no estamos en contra tuya. Pero no importa. Volvamos a los hechos. La señora Gallardo estaba vestida con una faldita lisa y una blusa blanca con los botones abrochados. Según su declaración, se la abriste violentamente. Lograste que se le saltasen los botones. Después le subiste la falda con idéntica violencia. Prácticamente se la destrozaste.

—Soy un negro homicida. No me gustó que gritase, cuando hasta entonces ni siquiera la había tocado.

—Ahí se multiplicaron los contactos físicos. A partir de ese momento no se trata únicamente de dinero. Eso ya lo tenías. Y sin embargo, tiraste del mantel que cubría la mesa, consiguiendo que el jarrón lleno de rosas cayese al suelo, y colocaste a tu aterrrorizada víctima con las manos sobre la mesa de caoba del comedor…

—¿No podemos dejarlo, por favor?

—Mírame a los ojos, Momar. ¿Lo hiciste o no lo hiciste?

—Lo hice.

—Después acercaste tu pistola hasta pegarla a la cara de la señora Gallardo para intimidarla aún más…

—…

—Le bajaste violentamente las bragas. Le diste un azote en las nalgas desnudas, y después una andanada de azotes más. ¿Eres consumidor habitual de pornografía?

—Si te dijera que no, ¿lo creerías?

—El noventa y cinco por ciento de los hombres consume pornografía.

—Yo formo parte del cinco por ciento que no.

—Entonces, ¿de dónde salió ese gesto?

—Debió ser instintivo. El gusto de ver un culo blanco y lechoso enrojecerse poco a poco.

—No estamos discutiendo sobre racismo. Estamos discutiendo sobre un supuesto intento de violación.

—Quita lo de supuesto.

—Esa será la conclusión que extraerá el juez cuando se haya acabado el juicio. Según el actual Estado de Derecho, hasta que no se te declare culpable seguiremos tratándote como inocente.

—¿Os tengo que dar las gracias?

—Basta de sarcasmos, Momar. ¿Reconoces que le rompiste las bragas a la señora Gallardo y que le azotaste las nalgas con el único motivo de humillarla?

—¡Sí!

—Los otros testigos dicen que tu actitud había cambiado y que cada vez disfrutabas más con tus actos. ¿Gozaste con el miedo de la señora Gallardo?

—Supongo. Si no, la habría dejado en paz.

—¿Gozaste cuando empezó a sollozar y cuando, no contento con destrozarle la ropa, la obligaste a arrastrarse como un animal por el suelo alfombrado?

—¿Eso hice?

—Eso dicen todos.

—Igual se me ocurrió que podía ser divertido.

—¿Es lo que haces normalmente con las mujeres?

—No, eso no es lo que hago con las mujeres.

—No se entiende, Momar, de verdad.

—Pues es bien fácil de comprender. Los negros también tenemos nuestras fantasías. Eso de sodomizar a una rubia es un clásico de los guetos.

—Yo también soy rubia.

—No he dejado de percatarme. Pero no tengo ningún poder sobre ti.

—Si lo tuvieras, ¿me tratarías como a la señora Gallardo?

—…

—No sé por qué, Momar, pero algo no me cuadra. Tú no eres así de violento. Tú no eres tan malo como quieres hacernos creer. Hemos hablado con tu mujer. Ella dice que jamás le has levantado la mano. Más bien te mostrabas sumiso, tú mismo lo has hecho ver. Parece que mientras que alguno de tus amigos si ha entrado dentro del protocolo contra la violencia de Género, tú siempre te has comportado como un santo con Tsitsi. Los vecinos de tu edificio no dan crédito a lo sucedido. Creen que es un error. Tu madre estuvo antes en la comisaría. Dice que fuiste un niño ejemplar, que nunca hubo ningún problema contigo, jamás te permitiste levantarle la voz.

—Ya basta. ¡Es mi familia! Dirían cualquier cosa por salvarme… De todas formas, las pruebas de adeene serán irrefutables.

—Siempre hay maneras de presentar los hechos. Tal como te lo estás tomando lo único que consigues es ennegrecer tu comportamiento.

—¿No es lo que queríais? ¿No es de lo que se trata con esta segunda declaración?

—Volvamos a la señora Gallardo. Ella tenía el pelo recogido en un moño. Dice que se lo soltaste. Dice que mientras mantenías su cara aplastada contra la mesa de caoba te frotabas contra ella sin apartar el cañón de la pistola de su mejilla. Dice que la despeluciaste y que, pese a sus llantos, le rompiste la ropa interior y le quitaste la blusa. La obligaste a andar a cuatro patas con los zapatos todavía puestos y permitiéndole llevar únicamente el crucifijo, que volviste a sacar de la bolsa. Se me hace increíble que no veas pornografía.

—No hace falta verla para fantasear con una mujer blanca y católica.

—¿También te molesta su religión?

—¿No visteis el póster de Mojamed Alí en mi cuarto?

—Lo he visto. Muévete como una mariposa, pica como una abeja.

—Las Panteras Negras y la Nación del Islam denunciaron el rol del cristianismo en la opresión racial. Los blancos aterrizaron en África con su tecnología en una mano y la Biblia en la otra. Una meapilas del barrio de Salamanca, con pendientes de perlas, el pelo recogido en ese moño y sensibilidad monjil, no podía sino ponerme cachondo.

—Momar. No me vas a provocar tan fácilmente.

—Hice lo que hice. Los hechos hablan por mí.

—¿No niegas entonces que jugaste con ella y que disfrutaste con su miedo delante de dos testigos? Porque te recuerdo que ahí seguía tumbada en el suelo la muchacha filipina a la que habías atado y cubierto la boca con cinta aislante. A su lado estaba su marido, el chófer, que después de que le golpeases se arrastró hasta sentarse a su lado y se cubría la herida de la cabeza con una servilleta. Se quedó atontado por los golpes tan tremendos que le diste. ¿Y después?

—Cuando me cansé del circo me acerqué a la filipina, la desaté. Le apunté con la pistola a la cabeza.

—Y le dijiste: «Tráeme la mantequilla». Se me había olvidado ese detalle. Es de lo más sórdido.

—Le ordené que fuese a la cocina y me trajese la mantequilla, sin trucos. Todo apuntando con la pistola. Le dije que ni se le ocurriese quitarse la cinta aislante. Me quedé mirando mientas iba a la cocina. Era la habitación de al lado. La controlé por el vano de la puerta.

—Desde luego. Pero mientras tanto volviste a tocarle las nalgas a la señora Gallardo. La colocaste sobre la mesa de caoba. La sobaste. Le pegaste más azotes mientras le decías algo que no aparece en tu declaración pero sí en la suya. Ella es la única que te oyó susurrarle al oído, cito esa declaración: «¿Y ahora qué, rubita opusina de mierda? ¿Se te ha cortado el aliento? Chilla, chilla como una gorrina, puta, que no te servirá de nada». En ese momento hubo golpes en el techo. Gritaste: «¡Meteos en vuestros propios asuntos, comemierdas!». En eso coinciden los demás testigos.

—Entonces no voy a contradecirles yo.

—Eres increíble, Momar. Nunca me he encontrado con alguien que en vez de aminorar su responsabilidad insista en agravarla. Es absurdo. En fin, la filipina regresó con un bote de mantequilla. Tú le señalaste que se volviese a sentar con su marido, algo a lo que obedeció de inmediato. Me intriga el detalle de la mantequilla. Es como muy de cinéfilo y la gente de tu edad ya no conoce el cine clásico. Una curiosidad, ¿no habrás visto El último tango en París, del italiano Bertolucci? Una película del siglo pasado.

—No, ¿por qué?

—Hay una escena de violación muy famosa. La actriz quedó traumatizada de por vida.

—¿Era rubia?

—Sigues empeñado en molestarme. Pero no acabo de creerme tu personaje, Momar. Si fueras tan malote no te habrías esforzado durante años en trabajos honrados sino que estarías pasando pastillas como muchos de tus amigos en Villaverde. Esos que como dice tu madre están todos en la calle bebiendo alcohol, drogándose, hechos una piltrafa, cuando no en la cárcel o directamente muertos. Eso no es el camino que tu madre quería para ti y tampoco el que tú escogiste.

—Es lo que la sociedad espera de nosotros. Al fin y al cabo, soy uno más.

—Desde luego te estás empeñando, no diré lo contrario. En cuestión de días has desbaratado un proyecto de años y años, toda una vida tirada a la basura. Has tirado por el sumidero social tus mejores esfuerzos.

—A lo mejor me equivoqué todo este tiempo. A lo mejor he terminado por aceptar la realidad.

—¿Y esa cuál es?

—Que un hombre negro en una sociedad blanca solo puede acceder a la mediocridad o a la delincuencia.

—No es cuestión de raza, Momar. Esto es un crimen, cuántas veces voy a tener que repetírtelo.

—Ah, claro. ¿Y por qué cuando salgo a la calle tengo el doble de probabilidades que un blanco de que me pare un agente? ¿Y cuáles son las probabilidades que tiene un negro para triunfar hoy en España? ¿Habéis visto el color de la piel de vuestros políticos?

—No es cuestión de raza sino de situación económica, Momar. Un hombre negro con dinero ya no es un negro. Lo sabes perfectamente.

—No estoy tan seguro. Ojalá pudiese olvidarse uno, pero no te preocupes. Estáis ahí todos para recordárnoslo. Yo crecí feliz hasta los ocho años. A esa edad fue la primera vez que me tildó alguien por la calle de negro de mierda. Nadie se inmutó. Nadie, que yo recuerde, le multó por ello.

—Volvamos a los hechos. ¿Quieres aclarar qué le dijiste exactamente a la señora Gallardo?

—Lo dije en mi declaración anterior. Me remito a ello. Y de todas formas tampoco hace falta volver a repetir los detalles.

—La precisión en los detalles es lo que da calidad a una declaración, y tú en la tuya escatimas demasiados hechos. Entre otras cosas pasas por encima de lo último que le dijiste a esa pobre mujer, justo cuando te desabrochas la bragueta, coges un pegote de mantequilla y te le echas encima, susurrándole al oído barbaridades. La señora Gallardo es la única que lo menciona en su declaración. Utilizaste un lenguaje sucio, extremadamente soez, y ella jura que disfrutabas con él. Según su declaración, afirmaste, y leo: «Grita todo lo que quieras, guarra, que te va a gustar cuando me sientas engrandecerte ese ano virgen que te han respetado todos tus novios hasta hoy. Ahí sí que vas a cantar hasta que se te salgan las amígdalas…». ¿Lo niegas o también lo aceptas?

—No niego nada.

—¿Es posible que no sintieses piedad mientras ella lloraba sin parar y gemía de dolor?

—Yo estaba vengando a mi raza, eso es todo.

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Capítulos anteriores:

Un hombre llamado Momar

Tener un hijo enfermo

Las reglas

Un intercambio fallido

Errando por la ciudad

La huida

El cazador cazado

Próximo capítulo: Más victimismo

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