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La llamada de… Theodor Kallifatides

La llamada de… Theodor Kallifatides

Foto de portada: Asís G. Ayerbe

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de los escritores, es decir, en el origen de sus vocaciones, en el germen de sus despertares al mundo de las letras, en las circunstancias en que recibieron la llamada no precisamente de Dios, sino de esa otra entidad acaso un pelín más abstracta: la literatura.

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También la guerra convierte a los niños en escritores. A los cinco años, por ejemplo, Theodor Kallifatides presenció la ejecución de un vecino a manos del invasor nazi. Un oficial alemán le pegó un tiro y su cuerpo se desplomó como si no tuviera esqueleto. Un segundo antes de recibir el impacto, el condenado cruzó la mirada con la del niño que observaba la escena; cuando un instante después yacía en el suelo, seguía mirando al pequeño. El chaval echó a correr hacia su casa y se refugió en el despacho de su padre, un maestro de escuela en ese momento en presidio. Se sentó a su mesa, cogió papel y lápiz, y escribió algo que ya no recuerda, pero que sin duda hablaba de la forma en que miran los muertos. Cuando meses después su progenitor fue liberado, Theodor le enseñó el escrito. Su padre lo leyó, y a continuación dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo. Nunca le dio su opinión sobre el texto, pero siempre lo llevó consigo, incluso cuando vino la muerte y lo metió en un féretro. Kallifatides ha cumplido los ochenta y seis años, y a veces se pregunta si no será que todos los libros que ha escrito, desde el más importante hasta el más chiquito, no son más que un intento de recordar el contenido de la nota que sumió a su padre en el silencio.

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La guerra llegó a la vida de Thomas Bernhard desde el cielo. Tenía trece años, vivía en Traunstein (Alta Baviera) y presenció el derribo de un bombardero canadiense por parte de la artillería alemana. El avión se precipitó sobre la ciudad: en el cielo, paracaidistas envueltos en llamas; en el suelo, la nieve teñida de sangre y un brazo amputado con el reloj puesto. Algún tiempo después, en octubre de 1944, pero ahora en Salzburgo, la guerra volvió a manifestarse en forma de bombardeo. Barrios enteros resumidos en cascotes, gritos y polvo, y Bernhard pisando lo que parecía el brazo de una muñeca, pero en realidad era la mano suelta de un niño.

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Hablando de niños mancos, en sus memorias de infancia y adolescencia, Lo pasado no es un sueño (Galaxia Gutenberg), Theodor Kallifatides recuerda que a los mutilados que mendigaban por las calles de Atenas durante la guerra civil posterior a la invasión nazi, a esos mutilados, pues, los niños los llamaban “aves sin alas”. Pero a los huérfanos que deambulaban hambrientos por la misma acera ni siquiera les ponían nombre.

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Hubo otros niños que acabaron convertidos en escritores no porque la guerra les dejara heridas internas, sino porque evitaron precisamente entrar en el ejercito. Yukio Mishima tenía dieciséis años cuando la aviación japonesa atacó Pearl Harbor. Era evidente que pronto lo llamarían a filas. Sin embargo, el día en que le convocaron para pasar el examen médico, se despertó aquejado de fiebres y el doctor creyó que tenía tuberculosis. Cuando le preguntó si había escupido sangre, Mishima miró al suelo y dijo que sí. Aquella mentira, aquella mentira fruto del miedo, le persiguió durante toda la vida; se había deshonrado y no supo perdonárselo. Por eso dedicó su obra a la defensa del nacionalismo, por eso rescató en sus escritos la figura del samurái, por eso habló siempre de la supremacía de Japón frente al resto del mundo. Porque no quería que nadie supiera que él también tenía miedo.

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Y una pregunta a modo de cierre: ¿cuántos años tendremos que esperar para que surjan los escritores de los países hoy en guerra?, ¿cuántos años para que empiecen a publicar los autores que ahora mismo se forjan en Ucrania y Gaza?, ¿cuántos para que los lectores rusos e israelíes se avergüencen de lo que hicieron sus padres?

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La última novela de Theodor Kallifatides es Una paz cruel (Galaxia Gutenberg). 

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