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Los insultos de Emilia Pardo Bazán, o el naturalismo soy yo

Los insultos de Emilia Pardo Bazán, o el naturalismo soy yo

A finales de 2020, que era del año la mitad pandémica y galdosiana, llena de tormento y misericordia, pocos días antes de que nos dieran las uvas en la Puerta del Sol, saltó la noticia de charanga y pandereta: unos rumores de unas cartas de Benito Pérez Galdós a Emilia Pardo Bazán, diciéndole, entre otras lindezas decimoeróticas, que “estoy deseando volver a verte para comerte los pechos”. Por aquellos tiempos, el escritor y la escritora andaban enrollándose por las cavas bajas y altas de Madrid, entre treintañera separada y cuarentón soltero. ¡Toma realismo!

Esto es, al menos, lo que cuenta un librero, que dice que leyó los papeles de extranjis en una presunta colección epistolar. Sin embargo, en el imaginario colectivo, esas cartas echaron a arder tras la Guerra Civil, en el Pazo de Meirás de doña Emilia, en plan Carmen Polo de Nerón de Franco prendiendo fuego al pecado y bailando entre las llamas, como si La Coruña fuese Roma. Es lo que tienen los dramones de época: que empiezan en el siglo XIX, pasan por regalos a dictadores y llegan a dominio público raquíticamente, sin epístolas ni bibliotecas, porque han sido expoliadas.

"O sea: que ella no era un ángel del hogar, ni un ideal poético para que los hombres la contemplaran"

Lo que se sabe de verdad es que este año a Galdós se le ha acabado el chollo, ¡hombre ya!, porque él tuvo lo suyo en su centenario. Y que, entre las vacunas de 2021, es ahora Emilia la protagonista morada de los cien años de su muerte. Y que basta ya de ponerle el determinante artículo cosificante a la Pardo Bazán. Y que, en su caso, sí hay constancia fehaciente de lo que ella le dijo a su miquiño tonto: “En cuanto yo te coja”, “te abrazo fuerte, a ver si de una vez te deshago y te reduzco a polvo”.

Así era el Canal+ codificado del momento: una mujer despampanante, reivindicando su derecho a tener deseos sexuales, “contra la comunidad emocional romántica” de bécqueres cursis y rosalías gallegas, ¡puaj! O sea: que ella no era un ángel del hogar, ni un ideal poético para que los hombres la contemplaran. Ya lo dijo la protagonista de su novela Insolación: “¿por qué no han de tener las mujeres derecho a encontrar bien formado el muslo de un hombre o a imaginarse el cosquilleo de su bigote?” Era esta una pregunta de lo más natural, porque el naturalismo, en España, fue Pardo Bazán.

"Para Leopoldo Alas, Clarín, que era el altavoz máximo de la crítica literaria, y autor de un regente ladrillaco, la grandiosidad de doña Emilia era peor que la urticaria"

A ella le debemos, también, la inmensidad del feminismo. Recién parida y arramblada en sus peculiares pazos de Ulloa, fue antecesora del Club de malasmadres: “Estoy abatida, sin poder conciliar las aspiraciones con la realidad: muy mala madre soy”. No obstante, aprendió inglés, por su cuenta, para leerle a Shakespeare la calavera; y estudió alemán en casa, para criticarle a Kant su juicio machirulo. Luego, escribió en los periódicos más destacados de España y en varios del extranjero. Llegó incluso a fundar una editorial, donde tradujo, nada menos, La esclavitud femenina, de John Stuart Mill. Y, en una conferencia que impartió en París, según Rubén Darío, la oratoria de Emilia solo podrían haberla superado ciertos varones ínclitos…, pero es que a ellos ni los habían invitado, ni sabían hablar francés (Isabel Burdiel dixit).

Para Leopoldo Alas, Clarín, que era el altavoz máximo de la crítica literaria, y autor de un regente ladrillaco, la grandiosidad de doña Emilia era peor que la urticaria. Cuando la RAE se negó a darle un sillón de académica, él respiró con alivio de lenguaje de género: “Es como si se empeñara en ser guardia civila”. E insistió en el cachondeíto de que una mujer pudiera convertirse en miembra, con la premonición terminológica de un futuro zapatero, o una Bibiana prodigiosa.

Sin título universitario, porque las mujeres lo tenían prohibido, sí pudo, en cambio, ser catedrática de literatura contemporánea. ¡La que se montó!: con -a de insolenta y sin oposiciones, sino por decretazo del Ministerio. Y ¡maldita la ocurrencia!, porque entonces la literatura contemporánea no era ciencia, ni disciplina, ni era na, sino que solo lo era la filología de latín, con declinación en masculino. Total, que le hicieron boicot, y Emilia se quedó sin estudiantes.

"A falta de divorcio, se separó, como si no perteneciese al estado de casada, según los documentos firmados, porque su marido era un sieso manío, con abulia galleguiña"

A pesar del revuelo, Emilia era la masca de lo nuevo y lo moderno en la literatura: la ralea esa de heterodoxos francmasones, contra los que Menéndez Pelayo echaba espumarajos negros con su pluma negra. Todavía pipiola, hizo trending topic todo aquello, con la etiqueta de #CuestiónPalpitante, porque eso de escribir novelas sobre borrachos y prostitutas era un escándalo contra el libre albedrío de Dios y de su Padre. Ella, con dos ovarios, se empeñó en que no, compae, que esto es lo que mola, y se sacó de la manga La Tribuna, la primera novela en España con una mujer protagonista y de clase obrera, para más inri.

Así se hizo la muchacha (nui) toda una celebrity. Los periódicos se planteaban preguntas, como en el Hola: “¿Fuma? ¿Tiene marido e hijos y se acuerda de que los tiene? ¿Por ventura bebe vinagre, para conservar la interesante palidez del rostro?” Respuesta: a falta de divorcio, se separó, “como si no perteneciese al estado de casada”, según los documentos firmados, porque su marido era un sieso manío, con abulia galleguiña. Y Emilia se instaló con sus hijos, ya creciditos, en la calle San Bernardo de Madrid.

"Y, en sus últimos años, aunque había renegado del carlismo, por casposo, era todavía una españolista de traca"

Allí se hizo famosa su tertulia, porque ella alternaba con la crème de la crème, hablando de arte y literatura, y haciendo política de bambalinas. Al parecer, los lunes de Pardo Bazán competían con los miércoles de Concepción Gimeno de Flaquer y con los domingos de Carmen de Burgos, de modo que la alta sociedad andaba con las tres como en una bukkake intelectual y permanente, gestando resacas mañaneras para las sesiones parlamentarias. En la historiografía, se ha transmitido una lectura misógina pestosilla: que estas tres mujeres se tiraban de los pelos culinarios, es decir, que una ofrecía sorbete de caldo gallego, preferido por Campoamor, y la otra, pulque mexicano, pepita predilecta de Juan Valera.

Emilia era, en resumen, la típica intelectual del yo acuso y políticamente incorrecta: “España se explica por la situación de sus mujeres, por el sarracenismo de sus hombres”. Ya lo dijo, precisamente, Zola, el acusador natal de la Francia, con alabanza y admiración, pero con la sorpresa “de que la Sra. Pardo Bazán sea católica ferviente, militante, y a la vez naturalista”. No solo eso. De joven, fue tan carlista, la tía, que, según una fuente rusa —y poco fiable—, Emilita se fue a Londres a comprarle 30.000 fusiles a Don Carlos, “arriesgando la cabeza en las zonas de bandidos y del ejército del Gobierno”. Y, en sus últimos años, aunque había renegado del carlismo, por casposo, era todavía una españolista de traca.

"Andaba deprimida porque su querido Benito estaba cada vez más rojazo, y ella, cada vez menos, por lo que no la invitaron al acto de presentación de su estatua en El Retiro"

No puede extrañar, por tanto, que le dieran collejas por la izquierda y la derecha. Por no hacer distingos ideológicos, valgan aquí algunos insultos de mujer machorra: “su pluma es viril y sus adjetivos tienen bigotes; como escritora, gasta barba corrida”. O: “La Pardo Bazán, muy bullebulle, pero parece una sandía con patas”. Corría incluso un chiste de boca en boca, preguntándose en qué se parecía Pardo Bazán a los nuevos tranvías de Madrid: “En que pasa por Lista y no llega a Hermosilla”. ¡Qué cabrones! Pero Emilia no se inmutaba: “La mujer debe despreciar las injurias estólidas”.

Para ella, “todos los feminismos son verdaderos”, que es como se defendería hoy en día una TERF recalcitrante. Emilia fue, en todo caso, feminista de clase; por algo tuvo ella doble título de condesa: “Necesito dos habitaciones de criados, porque con menos no estaré bien servida”. Tal vez, por eso, fue muy consciente de que, “si se hiciese un plebiscito para decidir ahorcarme o no, la mayoría de las mujeres españolas votarían que ¡sí!”.

Empeñada en el delirio elitista de la fama, fue cavándose el desdén, con no poca y triste guasa. En sus últimos días, llevaba una peluca blanca y gigante, porque se estaba quedando calva. En agosto de 1919, habiendo esquivado la pandemia brutal de gripe española, sobrevivió a un descarrilamiento de coche por la carretera. Andaba deprimida porque su querido Benito estaba cada vez más rojazo, y ella, cada vez menos, por lo que no la invitaron al acto de presentación de su estatua en El Retiro. Fue perdiendo la vista y hasta perdió volumen, como una uva pasa e inverosímil. Antes de morir, dejó dicho que la enterraran en Meirás. Pero se impuso la contumacia de no escuchar a las mujeres, y la metieron en Carabanchel, Sacramental de San Lorenzo… como quien no quiere la cosa.

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