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Madrid ruidoso

Este cuento se escribió recordando vivencias, paseos por las calles de Madrid en expediciones juveniles, en busca de certificados de conferencias, encontrando teatros, asistiendo a cursos, aprendiendo a escribir a máquina y a ordenador. Es un cuentecillo, muy diminutivo, que el novel, con v, dedica, en su modestia, a Madrid  y sus habitantes, en su grandeza.

Madrid es ruidoso. A principios de siglo no creo que lo fuera. El fin de siglo, del siglo XX, del milenio, el segundo de nuestra era, ha traído el ruido a la ciudad, el mundo entero. Escasos tranvías, de haberlos, debían de surcar sus calles limpias de aceites y grasas; escasísimos automóviles, de haberlos, ostentaban el lujo de los ricos ante los que ni siquiera tenían los posibles necesarios para viajar en tranvía, de haberlo. Hablo en hipotético porque no sé lo que hubo, y apenas sé lo que hay. No he estudiado tanto mi ciudad, aparte la historia de sus gentes  y la de sus miserias cotidianas. Yo soy un observador. La miseria no es sólo económica, ni la económica es la única ni tampoco es la más grave y dolorosa. Uno no puede dejar de escribir sobre Madrid y su miseria, sin aludir al maestro gallego, a La colmena. Mi observación y paseo, lo confieso y juro para que no me insulten si no reconozco mi deuda y mi maestro, se hizo Colmena en mano, visitando otra colmena, la misma que se nos describe en la novela, una novela poco novela, con la única diferencia que la que dan los años y el cambio de actores, las arrugas y el cansancio reposado en el inconformismo. Los tiempos cambian y, aunque  malamente, pobremente, alguien debe recoger el relevo de los mayores. Me lo enseñó mi padre, el propio Cela también lo hizo.

Pero este cuentecillo no habla, o escribe, sobre el principio de siglo, o sobre la madrileña posguerra… tampoco (en realidad casi todo, pues Madrid cambia, y sus abejas comen ahora más miel que en los años 40, pero la enfermedad  endémica del madrileño pervive. En realidad… ay la realidad, en realidad me gustaría que mi Madrid no tuviera tiempo), tampoco versa sobre la visión de uno de los grandes maestros. Este relatillo quiere opinar, oír, sobre y a Madrid.

Porque Madrid es ruidoso.

(Advertencia: aunque desee un Madrid sin tiempo, pongo fechas. La explicación es sencilla: yo he conocido Madrid en un año, en un parque, en unas circunstancias: el año, el parque, la circunstancia cambian, Madrid no. El madrileño de buenas piernas y corazón, el que haya pateado y querido Madrid, comprenderá seguro lo que quiero decir y no sé cómo hacerlo, siendo tan sencillo. Al resto sólo pido indulgencia y curiosidad, que con ello construyeron los sabios sus paraísos. Y que cada lector construya el Madrid anhelado, al igual que yo he procurado crear el mío: Madrid ruidoso.) 

Hay un hombre en Madrid, año 1995 más o menos, que siempre viaja en metro. No sé dónde vive, ni tan siquiera en qué parada inicia el trayecto, desconozco que alguien lo sepa. Me lo encuentro en la estación (andén es más adecuado), de Plaza de España, línea 10. En el brazo lleva libros, dos o tres por día… Espera al tren, metro; llega el metro y penetra en él. Yo lo sigo, pero pronto lo pierdo, pues debo bajarme siempre en la parada anterior a la suya.

Luego me lo encuentro, ya en el exterior respirable, sentado en un banco. Un solo libro en sus manos, no veo más. Lo lee un rato. Mientras hago tiempo para coger el siguiente autobús, el que me lleva al teatro, al cine o a la oficina, en la que limpio para ganarme el transporte de cada jornada, paradoja, él, tranquilo, como si el mundo no fuera con él, se tumba boca arriba, el libro en el suelo, y mira, contempla el cielo.

¿Qué haces?, le preguntaría. Pero no me atrevo.

¿Por qué sales con dos o tres libros día tras día, y acabas, día tras día, con uno solo, el que lees? ¿Por qué forras los libros tal y como hacía mi abuela antes de perder la razón para que yo no pueda ver los títulos?, le preguntaría. Pero no me atrevo.

¿Por qué, por las mañanas no me miras, nos encontramos día tras día y tú llegas a todos los sitios un poco antes que yo, aunque sea yo el primero en tomar la salida?

¿Por qué cuando todo el mundo mira al suelo o al frente, sin ver a sus semejantes, aún teniéndolos delante de sus narices, pisando basura, tú, sin embargo, miras el cielo?

¿Qué haces que lees y observas tanto el cielo?

Y mi personaje, el joven, el que por desventura todavía no está loco, que lo estará, mi personaje mira, lee un periódico en el autobús. Lo compra todos los días para no aburrirse. Todos los días porque no le es suficiente con los libros, con las personas que, al igual que él, viajan en el transporte público. En un periódico lee, apartado de Madrid, una, así la llaman, curiosidad: EXTRAÑO INDIVIDUO REGALA LIBROS EN EL METRO MADRILEÑO. El periodista se explaya con la locura: “El anciano, cuentan los que han recibido los libros, es un hombre misántropo, callado, que lee durante todo el trayecto… observa de vez en cuando a los que le rodean en el vagón, elige a alguien y, al llegar al final del trayecto, le regala un libro… Ya es conocido como el Librero generoso y el Ministerio de Cultura estima que su labor es encomiable, ha puesto carteles en el metro con su descripción, facilitada por aquellos que lo han visto, y el siguiente mensaje: Se ruega a aquellas personas que vean a este hombre, que accedan a pedirle una entrevista con el ministro de Cultura, o el funcionario que éste considere oportuno, el Estado Español desea concederle la medalla al mérito cultural…”

Yo estoy triste, porque lo único que van a conseguir con esta penosa publicidad, con esta ridícula persecución, es que mi caballero ilustrado desaparezca de las calles, de los parques y del transporte público de Madrid para siempre. Por qué esta extraña curiosidad por la locura, sobre todo si es sana la locura. Antes deseaba encontrármelo en cada rincón de la ciudad, en cualquier banco. Ahora espero no dar nunca más con él, la próxima estación en que se deje ver, todos lo verán, no sólo yo, y lo convertirán en un feriante, bicho de circo. Me lo repito: el aburrimiento es el peor de los enemigos, la más mortífera de las enfermedades.

Me he topado a menudo con él. Nunca me ha mirado, no me ha regalado un libro. Y no ignoro que es consciente de mi presencia. El periódico dice, lo tengo aquí delante, que los autores que más se repiten son Borges, Cervantes, Cela y Neruda, alguno de Umbral. Son los libros que leo y releo, los que llevo en mis andanzas metropolitanas, los que combaten mi tedio en parques públicos. Me enseñaron a escribir, fueron y son grandes maestros, tan buenos como paupérrimo alumno soy yo. ¿Casualidad? No.

Lo veo todo más claro. En Madrid hay un anciano que se dedica a regalar libros, que se recorre la ciudad entera en metro, que mira el cielo tumbado en parques verdes. Hay un hombre en mi Madrid ruidoso que viaja por donde yo viajo, lee lo que yo leo. Y pienso: si lee lo que yo leo… debe pensar lo que yo pienso. Pienso en él, él piensa en mí.

Mas él va más rápido que yo, piensa con mayor velocidad. Me lleva un adelanto en verdad ínfimo, una o dos estaciones, o 30 o 40 años… ¿Qué es la edad sino arrugas? Me lleva un adelanto de pocas estaciones, de muchos libros. Noto que los libros que regala, aquellos ya leídos, son los que yo, con 19 años, estoy leyendo o he leído.

No me regala libros porque ya los llevo conmigo, porque los he descubierto bastante antes que mis compañeros de Madrid ruidoso. ¿Quién daría limosna a alguien que es inmensamente rico? Descubrir es muy bello, descubrir es descubrirse. Hay, seguro, un personaje en Madrid, extraño y entrañable personaje, que está intentando descubrir infinidad de seres, procura que, una vez conocidos, en las letras, ellos se conozcan a sí mismos, en el asfalto caluroso de Madrid, los andenes atiborrados de su subsuelo. El autor del diario no ignora que lo que cuenta está cargado del lastre del tópico. Es el lastre de las novelas y películas, las hemos visto todos, perdón, casi todo. Decir todos, siempre, nunca o jamás, cosas por el estilo, es a todas luces falso, también a todas luces es falso, porque nunca se encuentra nada que no tenga un matiz diferente mirado a luces distintas. He dicho todos y nada: mi discurso es falso. No obstante, continuaré.

—¿Por qué miras al cielo, te tumbas en un banco de parque y miras al cielo?

—Porque soy un exhibicionista. Porque exhibiendo mi extravagancia llamo la atención de los demás. Porque la gente ha olvidado que venimos del cielo, que nos expulsaron de él, que algún día, algunos, volveremos a él. Sólo dejarán entrar a los que recuerden algo de él. Los vivientes han olvidado el cielo. Lo tienen delante, mejor dicho, lo tienen encima, sobre sus cabezas. Dime: a cuántos has visto admirar el cielo, tumbarse, observar… y decir: qué bello es esto, qué distinto, qué lástima que no pueda vivir allí, vivir una vida ligera, llena de nubes, ninguna igual, nubes que llueven cuando uno quiere, a gusto de todos. El discurso celeste se hace a base de Nada, Todos, Siempre, Nunca, Jamás. Las palabras impronunciables aquí, allí son de uso obligatorio. Los Grandes nos enseñaron esas palabras, pocas, palabras que en su pequeñez contienen los secretos del Universo. El Universo, nos confiaron, es Pluriverso. Hoy no encontrarás un insecto que te pueda repetir lo que te he legado, ni un elefante, pues la grandeza no está en los cuerpos, sino en la fuerza que los mueve: la grandeza está en las palabras. No se paró un solo ser, cuando pudo, a transcribir las palabras de los Grandes. Hubiera sido inútil, la falta estaba ya cometida: la sentencia dictaminada condenó a los seres, simples, a ser descubridores, a buscar sus vidas reales, a hacerse, por fin, vivientes. La desgracia es que el éxito sólo acompañará a unos pocos, los más chiquitos, los que pierden su precioso tiempo en curvarse la espalda para luego ganarlo.

Hay un abrigo negro y viejo como su dueño, que pasea, día tras día, por aquí. Madrid ruidoso ha cambiado: la gente lee en los vagones de metro, en las esquinas de las calles, las colas de los cines, la gente de Madrid ruidoso se ha vuelto más silenciosa. Esporádicamente, en miles de lugares, uno, dos, numerosos lectores del Madrid ruidoso entonan el más silencioso e íntimo ruido, música grande, que pueda existir, el que provocan unos dedos entornando la última página de un libro, la de la palabra FIN. Hay miles de lectores, cada noche, en la cama, que se miran en el espejo de un cuento antes de esconderse bajo las sábanas y empezar a dormir, porque todo empieza en la cama y la vida es sueño. Estos días, en mi ciudad, veo seres vivientes a cada paso que doy, vivientes que duermen en parques, o sueñan con cielos poblados de personajes de novela, hijos y padres suyos. Hay un abrigo negro y viejo como su dueño, que pasea, día tras día, su juventud y sus libros por un paraíso imaginario que le han regalado unos amigos. Hay un apóstol viejo y nuevo que vive en el metro, en el parque, en el teatro de éxito y en la conferencia aburrida, allá donde voy. Hay un miope sin gafas que prefirió ser lector a autor, que decidió enseñar a leer a sus compañeros de viaje.

Hoy, la última jornada, me atreví a hablarle. Tumbado boca arriba, como la primera vez que lo admiré, con un libro en el vientre abierto por el principio, el abrigo viejo no miraba el cielo. Permanecía ciego, con los ojos cerrados. Le pregunté: ¿qué haces que no miras el cielo? Respondió: escucho Madrid, la ciudad que tú también has creado. Transcurrieron algunos minutos, creo que fueron minutos, tan largos como pude vivirlo, tan cortos como puedo recordarlos. El tiempo no fue creado por los hombres. Quise mantenerme con los ojos cerrados, no mucho más… Me los abrió. Me regaló un libro, un cuento: “Madrid ruidoso”. Me dijo: léelo y escríbelo.

Podría decir que desapareció, que se volatilizó entre los sucios edificios de Madrid, pero no lo haré. Todos mentimos, más vale mentir lo menos posible. Yo creo que mi benefactor se ha marchado a otra ciudad. Los periódicos, como por arte de magia, han dejado de hablar de él. Podría decir que todo fue un sueño, no lo haré: veo las librerías, las bibliotecas llenas. Oigo que la gente es interesante, que habla con hermosura, convierte el problema cotidiano, el de día tras día, en algo aleccionador y literario. No creo que fuera un sueño. Sé que lo viví. Hay libros en casas, libros no vírgenes, mentes más ricas. ¿No es suficiente?

Y te lo he contado, compañero, ser viviente. A ti lego Madrid ruidoso para que lo leas y releas, escribas y reescribas… Pues no es otra cosa la vida.

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