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Mala onda, de Myriam Gurba

Finalista del Premio Lambda de No Ficción en 2018, Mala onda, de Myriam Gurba, es una reveladora memoir sobre su entrada a la vida adulta como mujer chicana queer en California. Con un humor ácido y descarado, la autora desgrana en este libro el proceso de asumirse lesbiana y las brutales secuelas del racismo, las agresiones sexuales, la misoginia y la homofobia. Y todo esto lo hace —y quizá eso sea lo más interesante de su planteamiento— reivindicando la maldad como forma de resistencia política.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Mala onda (Tránsito).

***

Sabiduría

Volvámonos un sitio sobre el cual brille la luz aciaga de la luna.

Volvámonos esa noche.

Volvámonos ese parque.
Absorbe y gotea. Somos granos de arena húmedos. So­mos césped despojado de color. Somos gradas de béisbol. Somos la oscuridad de noviembre. Somos el sedimento del campo. Durante el día, albergamos partidos de las Ligas Menores. Durante la noche, nos convertimos en un altar azteca.

Abrimos los ojos. Permitimos que se acostumbren al lu­ gar y a las cosas descritas.

Prevalece un silencio estacional.
Nada cruje, nada se queja.
Nada zumba.
En un túnel bajo las gradas, un topo sueña despierto. Las raíces suspiran. Los gusanos se ocupan de sus cosas a ciegas.

Una chica de cabello oscuro camina sola.

Sus pies caen sobre el césped. Podemos ver por debajo de su falda. No usa ropa interior, así que podemos ver esa parte especial suya. Es el agujero en el que cayó Perséfone. También algún cerdo cayó por ahí.

Su ropa es larga. La chamarra azul oscuro le llega a las rodillas.

Se encorva. Camina como en duelo.
Entra al campo.
Se detiene.
—¿Quién anda ahí? —pregunta en español. Le responde el silencio.

Toma con fuerza su bolso blanco. Sus dedos toquetean la correa.

Se acerca al montículo de lanzamiento, lo atraviesa, se dirige hacia home y lo atraviesa también. Se agazapa y cruza por un agujero la malla de protección de fondo.

Mete la mano en el bolso. Su cabello mexicano cae so­bre su cara.

No se verá así mucho más tiempo.

Un hombre vestido de blanco da la vuelta con cautela a la esquina de la cafetería. Se acerca furtivamente a la chica y la golpea con un tubo. Le pega en la cabeza y las rodillas de la chica se doblan. El hombre levanta su arma, batea otra vez y la golpea de nuevo.

Se mete la mano en los pants. Se acaricia el pene.

Al atardecer, un vendedor con un sombrero de vaque­ ro empujaba su carrito por la banqueta a unos metros de distancia. Bajaba por Western Avenue mientras decía a voces: «¡Elote! ¡Elote! ¡Elote con mantequilla! ¡Elote con mayonesa!».

El hombre había escuchado los gritos del elotero.
No había comprado ninguno.
Con amor, se soba la mazorca. Tiembla. La suelta y si­gue con su persecución.
Ella trepa las gradas sin aliento. Sangra sobre las gradas.

Sangre sobre el concreto. Lo escucha acercarse. Se resbala, su bolso se voltea y dos recibos salen volando. Se cae una lima para uñas. Su cepillo de dientes golpea el piso con las cerdas hacia el suelo. Avanza a tientas por la banca. Se desli­za y cae. El peso de su cuerpo cae sobre su codo.

Gatea. Las huellas húmedas de sus manos se extienden detrás de ella. La sangre mancha su ropa. Dibuja oscuras si­luetas de Rorschach en diversas superficies.

La tierra compacta se frota contra sus rodillas.

El hombre de blanco está parado junto a ella. Su cami­seta está moteada con sangre.

La patea. Ella se voltea de espaldas. Él extrae un cuchi­llo de su bolsillo, da un paso y se para a horcajadas sobre su cintura. Se inclina sobre su pecho, se pone en cuclillas y acerca su rostro al de ella. Presiona la daga contra su piel y la desliza sobre su pómulo. Negro se derrama del tajo. Des­truirla lo hace sentir como si ella le perteneciera. Podríamos sentir que participar de este naufragio hace que nos perte­nezca a nosotros también, pero no es así.

La obliga a abrir las piernas. Se saca la mazorca y se hin­ ca. La sangre se derrama de su mejilla, su nariz y su cabeza mientras él se alimenta con su cuerpo. La penetra al ritmo de su estertor de muerte. Su agonía sustenta su erección, la sostiene.

Él se congela. Se queja y tiembla. Su mazorca flácida se desliza, saliéndose de ella. Su venida rezuma de entre sus piernas. Brilla como poesía impronunciable.

// //

Un reportero describió el asesinato así: «Matan a golpes a una mujer de paso en Oakley Park».

Es una descripción cruel. La reduce a alguien transitorio, como si personificara la impermanencia, e ignora su nom­bre. Su nombre importa. Es una palabra que ha enamora­ do a los filósofos.

Aparece muchas veces en la Biblia: Sophia. En griego, sophia significa «sabiduría».

Le doy vueltas a su nombre una y otra vez en mi cabeza. Mi cerebro lo frota hasta volverlo liso, de la S a la a.

Sophia.

En mi ensueño macabro, pienso: «Ella es la capital de Bulgaria. Amo el yogur búlgaro. Tan delicioso, tan agrio, tan mala onda. Tan adulto».

Mi mente sigue frotando su nombre. Un reloj de arena colma mi imaginación: Sophia Loren.

Enciendo una vela votiva, observo a la llama saltar y su­ surro su nombre en voz alta.

Suena como respirar. Una sibilancia transitoria lo atra­viesa.

// //

Sophia siempre está conmigo. Me atormenta. La culpa es un fantasma.

// //

A veces, en mi coche, me doy cuenta de que he estado escu­ chando música mexicana que en realidad no me gusta. Una ranchera a todo volumen, donde un hombre de voz nasal y quejumbrosa canta sobre tener el corazón roto, y un acor­ deonista le hace segunda.

Yo pienso: «¿Por qué estoy escuchando esto? Ni siquie­ ra me gusta». Luego recuerdo: Sophia…

// //

Algunos fantasmas escuchan el radio utilizando el cuerpo de los vivos. Nos usan como conductos de dolor, placer, música y significado. Nos cargan con sentimientos que son tanto nuestros como suyos.

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Autora: Myriam Gurba. Traductora: Elisa Díaz Castelo. Título: Mala onda. Editorial: Tránsito. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

© Geoff Cordner.

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