Un título genérico y demasiado explícito puede desmerecer seriamente la obra que designa. Verbigracia: Serie negra, la espléndida cinta de Alain Corneau, de 1979. Se trata, sin duda alguna, de una de las mejores adaptaciones de Jim Thompson, un escritor cuyas ficciones, de ordinario, han sido el origen de grandes películas: La huida (Sam Peckinpah, 1972), 1280 almas (Bertrand Tavernier, 1981), Los timadores (Stephen Frears, 1990)… Sin embargo, leído así, en una primera noticia de la cinta, en una primera apreciación, eso de “serie negra” se antoja un documental sobre el filme noir en su conjunto, una parodia sobre él o una producción tan execrable que, para que el espectador comprenda en qué sentido apunta, precisa dejarlo claro desde ese primer epígrafe que le habla de ella.
Fue allí, en aquellas secuencias de Corneau, donde vi por primera vez a la dulce Marie Trintignant. Mona, su personaje de entonces, se le muestra a Frank Poupart (Patrick Dewaere) asomada a una ventana. Poupart es el clásico tipo que estaba muy lejos cuando la suerte se repartió. Vendedor puerta a puerta de artículos que no interesan a nadie, se mueve en un mundo que está cayéndose a pedazos. Le gustaría ser un hombre bragado —acabamos de verlo jugando a serlo, haciendo sombras, desafiando a enemigos imaginarios—, pero no es más que un modesto representante, al que sus clientes acostumbran a no pagar. Todo un infeliz que apenas consigue cobrar una deuda al dueño de un gimnasio, éste manda tras él a uno de los matones que allí se entrenan: Andreas Tikides (Andreas Katsulas) un griego que abulta como cuatro.
En fin, en ese mundo en que los exteriores, donde Poupart finge desafiar a enemigos imaginarios, son solares desolados, y los interiores, como su propia casa, son espacios sucios y desvencijados, ver a Mona asomada a la ventana, para nuestro don nadie es una visión tan poderosa que lo deja todo para llamar a la puerta de la mujer endemoniada. Mujer que en realidad es una muchacha de 16 años, edad que tenía Marie Trintignant cuando incorporó al personaje.
Le abre la pérfida tía de la muchacha (Jenne Herviale), una anciana tan miserable como la Aliona Ivanovna de Crimen y castigo (1866), acaso más. Thompson tiene ese apunte oscuro y fatalista de Dostoievski. Sus personajes a menudo se enfrentan a situaciones desesperadas y parecen estar atrapados por su destino. Sí señor, uno y otro tienen una visión sombría de la condición humana. Pero en Thompson no existe esa capacidad de cambio y redención que sí queda patente en Dostoievski. La tía le ofrece Mona a Poupart a cambio de una de las batas de su catálogo. Cuando la joven, ya desnuda, se le va a entregar, nuestro piernas la rechaza. Poupart es un desgraciado, un títere de su constante fracaso. Pero no puede aprovecharse de una muchacha a la que su tutora prostituye. Ante su gesto, Mona se enamora de él. Pero el amor no suele redimir a nadie en el polar, ese relato criminal francés que tiene en Serie negra una de sus obras maestras. Eso queda para las comedias románticas con final feliz. Será Mona quien convenza a Poupart, todo un pusilánime, amén de un asesino que no sabe arrastrar un cadáver.
A menudo recuerdo a Marie Trintignant en la última secuencia de Serie negra, dando vida a Mona con la cara al frío, esperando a Poupart en medio de un descampado con trazas de basurero. Estaba muy abrigada con uno de esos jerséis de fantasía y las manos enfundadas en unas manoplas a juego. La alegría que rezuma es vana: cuando Poupart va a buscarla, acaban de robarle el dinero que la tía ganó prostituyéndola, cifra que a la anciana acabó por costarle la vida. Pero para ellos tampoco habrá esa quimérica “nueva vida”, en otro lugar, que buscan todos los criminales tras el último palo.
Creo haber visto las más destacadas, de las estrenadas en España, de las 63 películas interpretadas por Marie Trintignant —La terraza (Ettore Scola, 1980), Un asunto de mujeres (Claude Chabrol, 1988), Betty (Claude Chabrol, 1992)— antes de que su último novio, el músico antifascista Bertrand Cantat —líder de la banda de rock Noir Desir, formación que se alzaba contra la “mundialización capitalista”, y uno de los más destacados detractores de la invasión de Irak en 2003 por las tropas estadounidenses y la coalición aliada—, la dejase en coma de veinte puñetazos. Fue en la noche del 26 al 27 de julio de 2003. Trasladada a París —estaba rodando en Vilna (Lituania), a las órdenes de su madre, Nadine Trintignant, una miniserie sobre Colette—, murió en la capital francesa, sin haber salido del coma, consecuencia de la paliza que le dio su novio.
En fin, un asesinato que conmovió a cuantos países, ya entonces, hace más de 20 años, se aplicaban en la lucha contra el maltrato a la mujer. Aquel antifascista que mató a una actriz de belleza melancólica, en la que todo era dulzura, tanto al recrear a la alcohólica de Betty como al fingir ser Janis Joplin en Janis y John (Samuel Benchetrit, 2003), no sabía que la dialéctica del fascismo es imponerse por la fuerza. Como también ignoraba que, en contra de lo que sostienen las antifascistas que quieren abolir la hombría, la masculinidad y todo cuánto les suene a tío, no es de hombres —de hombres que se precien de serlo, de hombres de ley quiero decir— pegar a las mujeres, ni a nadie que no se pueda defender en buena lid.
Siempre que escribo sobre una asesinada recuerdo ese monólogo de Susie Salmon —la niña de 14 años que lo fue por un maniaco, tan magníficamente interpretada por Saoirse Ronan en The Lovely Bones (Peter Jackson, 2009)—. Su voz en off conduce todo el filme y, además de descubrirnos quién fue su verdugo, añora todas las cosas que hubieran podido ser —y nunca habrían de serlo— si un mal hombre, un asesino, no hubiera acabado con su vida.
En los cuentos de miedo, los asesinados —y las asesinadas— suelen devenir en almas en pena. Cuando son actrices, parece que su espectro transitase su filmografía. Las de Dorothy Stratten y Dominique Dunne quedaron en el aire. Sus carreras fueron tan breves que su espectro apenas puede conjurar una película. No fue el caso de Marie. Hija del célebre actor Jean-Louis Trintignant —quien lloró la suerte de su hija hasta el final de sus días—, la futura víctima del maltratador pacifista —como lo son cuantos se oponen a las guerras del imperio— ganó su propio reconocimiento por su versatilidad y talento. Su legado es considerable, pese a su muerte: atroz, injusta y prematura.
Yo la recuerdo con las manoplas y la cara al frío, como la Mona de Serie Negra —siendo Corneau el segundo marido de su madre, trabajó con él con cierta frecuencia—. Pero quizás me llama más la atención esa Janis Joplin a la que dio vida en su última comedia. Benchetrit, su director entonces, era su exmarido, con el que ya había roto. Sin embargo, fue una llamada de él, que su asesino le descubrió en el móvil, lo que provocó la última paliza del novio, aquel Raskolnikov antifascista.


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