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Mejores de lo que éramos

Un feliz guiño del azar

Hace algunos años cayó en mis manos una novela titulada Nuestros hijos volarán con el siglo en la que se ficcionaba la travesía que en noviembre de 1811 realizó Gaspar Melchor de Jovellanos desde su Gijón natal hasta Puerto de Vega, donde terminaría falleciendo unos pocos días más tarde. Fue aquél un viaje agónico: el ilustrado huía de los franceses cuando hacia sólo unos meses que había regresado de su exilio, y si bien su intención era llegar hasta Galicia para emprender desde allí un nuevo viaje hacia Inglaterra, una tempestad inoportuna y una enfermedad irreversible extinguieron sus días sin que llegara a ver cumplidos, siquiera en parte, sus propósitos. La novela me gustó mucho —resultaba realmente admirable que alguien hubiese sido capaz de recrear con tanto nervio y tanta tensión narrativa lo que debió de ser un viaje plano y anodino, más pródigo en miserias y padecimientos que en aventuras dignas de ser consignadas— y escribí sobre ella en un par de revistas. Gracias a Lorenzo Rodríguez Garrido, que fue quien me pidió una de aquellas reseñas y tuvo la amabilidad de facilitarme su dirección, inicié un intercambio de correos electrónicos con su autor, Juan Pedro Aparicio, que se ha venido prolongando de manera intermitente a lo largo de estos años. Aparicio —uno de los miembros de esa egregia escuela de narradores leoneses que capitaneó el inmenso Antonio Pereira y en la que militan José María Merino, Luis Mateo Díez y Julio Llamazares— acaba de publicar ahora La novela de Lot, un grueso volumen que lleva el sello de Eolas y en el que recopila cuatro narraciones anteriores —La forma de la noche, El año del francés, Retratos de ambigú (con la que obtuvo el Nadal en 1989) y El viajero de Leicester— que tienen en común el escenario —esa ciudad de Lot que es un trasunto ficticio del León en el que vino al mundo— y una vocación de contar el siglo pasado a través de las sombras que extendían sus trampantojos. Tras tanto intercambio de frases escritas, nos conocemos al fin esta tarde en que él viene a Gijón a presentar el libro y yo acudo a saludarlo, y por fin nos miramos a los ojos y nos ponemos cara y cuerpo y voz, y es como si al fin se hiciera cierta la suerte de amistad que hemos venido labrando a distancia en el transcurso de estos años. Que el encuentro se produzca en la puesta de largo de este nuevo libro suyo en el que se recapitulan otros que yo fui descubriendo después de aquella novela que tanto me fascinó, no deja de ser un feliz guiño del azar.

Cómo hemos cambiado

"Hemos cambiado lo suficiente como para entender que no existen subterfugios con los que justificar lo que de ningún modo debe tolerarse"

No suelo encender mucho el televisor, pero al ponerlo en este atardecer doy con un programa especial que, con motivo del Día Internacional contra la Violencia de Género, una cadena dedica a Ana Orantes, la mujer asesinada por su marido en 1997 después de confesar públicamente en un plató de Canal Sur las canalladas que éste le había infligido a lo largo de cuarenta años. Aquel caso marcó un antes y un después en lo que atañe al modo en que la sociedad percibía los episodios de maltrato en el ámbito conyugal y abrió el camino que desembocaría, en tiempos del presidente Zapatero, en la aprobación de la primera ley integral contra las agresiones machistas. En un momento del programa se traen a colación declaraciones de gente de la calle, personas normales y corrientes, acerca de las mujeres que de pronto hablaban de las humillaciones que sufrían en sus casas y ponían de manifiesto un dolor soterrado asumido durante décadas, mientras todo el mundo disimulaba y dirigía la vista hacia otro dados. El modo en que hombres y mujeres de a pie quitaban hierro o justificaban esas fechorías —«si mi mujer se porta mal, tendré que darle un correctivo», decía uno; «las mujeres están para quedarse en casa», sostenía otro; «si se pone chunga, se le da una hostia y ya está», declaraba un chaval que debía de tener sólo unos pocos años más de los que yo contaba con entonces— me inspira una vergüenza que no sé cómo calificar, al tiempo que me procura algo parecido al sosiego. Me abochorna pensar que esas barbaridades pudieran no ya decirse por la tele, sino incluso pensarse, y que tal cosa ocurriese mientras yo era ya una persona con uso de razón y, sin embargo, o no presté atención o no supe percatarme de ello; y, sobre todo, que incluso puede ser que escuchara alguna de esas declaraciones en el tiempo en que se hicieron y que llegaran a mis oídos sin que me resultaran chirriantes, o terribles, o directamente intolerables, como ahora me resultan. Esto último es, a la vez, lo que me tranquiliza: si hoy escuchar palabras como aquellas —tan duras y pronunciadas, sin embargo, con tanta frivolidad o ligereza, como si dar una paliza a la persona que convive con nosotros fuese la cosa más normal del mundo y, de hecho, se tratara de algo apropiado o deseable para la buena marcha de la relación— produce tanto rubor y enflaquece el ánimo hasta el punto de dejarlo a uno hundido en la butaca, será porque, al fin y al cabo, hemos cambiado lo suficiente como para entender que no existen subterfugios con los que justificar lo que de ningún modo debe tolerarse y somos, pese a los agoreros que de continuo proclaman lo contrario, algo mejores de lo que éramos hace un cuarto de siglo.

Grandes en el Ateneo

"Hubo un tiempo en que los caminos que conducían en España a los olimpos de la intelectualidad pasaban, indefectiblemente, por los salones del Ateneo de Madrid"

Hubo un tiempo en que los caminos que conducían en España a los olimpos de la intelectualidad pasaban, indefectiblemente, por los salones del Ateneo de Madrid. Cualquier escritor que aspirara a ser considerado como tal necesitaba el reconocimiento de ese foro para presentar sus credenciales con cierta solvencia. Es muy conocida la anécdota que protagonizó César González-Ruano cuando todavía no era un reputado columnista y sí un mero plumilla imberbe que anhelaba obtener la fama a cualquier precio. Andaba iniciando su carrera cuando consiguió que lo invitaran a pronunciar allí una charla. Consciente de que tenía más bien poco que perder y bastante que ganar, optó por labrarse una popularidad a costa de armar gresca. Ante un auditorio que había registrado un aforo discreto, se puso a encadenar, durante una hora, encendidas soflamas contra Cervantes y El Quijote, asegurando que ni la novela era tan buena como se decía ni su autor merecía la reputación con que lo había agasajado la posteridad. Todo lo que consiguió fue que, al día siguiente, tan sólo un periódico diera noticia de su conferencia; se trataba de un breve suelto a pie de página encabezado por un titular mínimo y exacto: «Al señor González no le gusta Cervantes». Recuerdo la anécdota siempre que me adentro en el 21 de la calle del Prado y supero el largo zaguán con el recogimiento de quienes sienten que sus pisadas recorren un tramo de la historia, ésa que sintetizan los retratos al óleo que guardan la memoria de los antiguos presidentes de la institución y de algunos de sus miembros más ilustres. Andan por allí Mariano José de Larra, Ramón de Campoamor, Miguel de Unamuno, Fernando de los Ríos o Manuel Azaña, representantes de aquellas generaciones que pugnaron por traer nuevos aires al país y siempre encontraron cobijo y comprensión entre estos muros, antes de que las silenciaran las desastrosas consecuencias de esa guerra que también aquí dejó su huella de ignominia.  Desde ahora, figura entre esa galería de ilustres el rostro de Almudena Grandes, que también fue defensora de esta casa y falleció hace ahora justo un año, en otro de esos otoños fríos y soleados que amortiguan los bullicios madrileños. Que su nombre y el cuadro de Juan Vida que retrata su efigie se incorporen a estas paredes es un acto de justicia que adquiere especial relieve tras las descalificaciones póstumas que tuvo que conocer su memoria hace no mucho. No está el cuadro que la homenajea lejos de la biblioteca, cuyos fondos históricos se conservan gracias al compromiso y el tesón de Bernardo G. de Candamo, el único miembro de la Junta de Gobierno que permaneció en Madrid cuando los franquistas asediaban la ciudad, que se ocupó de que buena parte de las páginas que se guardan en estos anaqueles sobreviviesen intactas a ese conflicto cuyas heridas Grandes señaló en sus novelas y sus artículos. Las mismas que llevaron a ciertos representantes públicos a vilipendiar su memoria. Las mismas que se cierran un poco al ver cómo su recuerdo pasa a formar parte de un lugar que lo valora.

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Josey Wales
Josey Wales
2 años hace

Una de las cosas que he aprendido en la vida es no tragarme lo que dice la gente, y mucho menos lo que la gente diga ante un micrófono. Que antes la gente dijera burradas ante una cámara y ahora diga lo que es normativo sólo indica que antes los hombres hablaban con más desenvoltura y, si se quiere, con más desvergüenza, pero en ambos casos, lo que se decían eran lugares comunes. Eso no significa que las cosas hayan cambiado realmente en el verdadero terreno de juego, es decir, en el interior de cada uno. Simplemente, hoy es más difícil saber lo que piensa realmente cada uno. Las leyes de los gobiernos y la publicidad no va más allá de la epidermis del pensamiento. Podemos repetir lo que percibimos como normativo decir en público pero, ¿es lo que pensamos? No, lo que una persona piensa realmente no suele revelarse así como así. Yo no soy mejor que mi padre. Ahora bien, si con lo que dice el señor Barrero nos consolamos al creer que hemos avanzado moralmente en una sociedad evidentemente deteriorada en todos los ámbitos respecto a la de nuestros padres, pues adelante. Quien no cree en Peter Pan es porque no quiere. En los tiempos de mis padres, casi todo el mundo se casaba. Hoy, más de la mitad de la gente de mi generación está sóla, y sin embargo, sigue habiendo crímenes pasionales y violencia asociada, con la novedad de que la edad ha descendido hasta la pubertad. Pero estamos avanzando. Es de noche, pero hace sol. Claro, claro.