La literatura es un arma
¿Has oído hablar del libro?, ¿lo has leído?, ¿sabes algo del tema? Me lo preguntan varias personas, primero en Gijón y luego en Madrid, porque desde hace semanas o meses hay un revuelo cuya onda expansiva ha terminado por trascender los límites geográficos. Me hacen llegar artículos y comentarios, me comunican lo enfadadas que andan ciertas personas que aparecen en sus páginas o se ven reflejadas de una u otra manera en ellas, y es inevitable que la curiosidad me haga rastrear para ponerme al día. Nunca son agradables las polémicas, pero no puedo negar que me reconforta que, en estos tiempos en los que todo se despacha a través de las redes sociales y la vocación de inmediatez se sitúa por encima de cualquier veleidad reflexiva, de vez en cuando sea un libro el que se erija en objeto de debate y ponga patas arriba el escenario. No conocí a los implicados en éste del que ahora hablo y sólo tuve un trato muy tangencial y muy distante ―ni siquiera ella se acordará de mí― con quien es su protagonista ―o más bien antagonista― principal, así que ignoro de qué modo se ha tomado la existencia de estas páginas que ahora la retratan. Por lo poco que sé de ella, imagino que no muy bien y que su enojo habrá propiciado la reacción de la que se deriva todo este runrún que acompaña a la novela desde su publicación. Algo similar, salvando las distancias, ocurrió en Oviedo tras la publicación de La Regenta, lo cual confirma que, más de un siglo después y aunque no se ande retando ya la gente en duelos, la literatura sigue siendo un arma.
Lo del galán de la villa
En el verano de 1930 apareció por Mieres el filólogo Ramón Menéndez Pidal para asistir a un espectáculo verdaderamente peculiar. Eso se deduce al menos de la anotación que el domingo 3 de agosto de aquel año dejó en su diario: «En esta atmósfera de Mieres, agrisada por el humo carboniento de cien maquinarias creadoras, los jóvenes entonan la canción más arcaica que puede resonar hoy en España: “¡Ay!, un galán d’esta villa”». En realidad, no le había impactado tanto la pieza que se interpretaba como la ejecución del baile que se desarrollaba de manera simultánea. Tampoco fue el primero en sentirse impresionado. Poco más de un siglo antes, Gaspar Melchor de Jovellanos había descrito el ritual en su octava carta a Antonio Ponz: «Cada sexo forma las suyas [sus danzas, se entiende] separadamente, sin que haya ejemplar de que el desarreglo o la licencia las hayan confundido jamás. El filósofo ve brillar en todas partes la inocencia de las antiguas costumbres, y nunca esta virtud es más grata a sus ojos que cuando la ve unida a cierta especie de placeres, que la corrupción ha hecho en otras partes incompatibles con ella». Más adelante especifica que «su poesía se reduce a un solo cuarteto o copla de ocho sílabas, alternado con un largo estrambote, o sea estribillo, en el mismo género de verso, que se repite a ciertas y determinadas pausas. Del primer verso de este estrambote que empieza: “Hay un galán de esta villa” [sic], vino el nombre con que se distinguen estas danzas». Su testimonio es importante por dos razones: es el primero que da cuenta del modo en que se organizan estos bailes y también de la existencia de ese romance del galán de la villa que al parecer se usaba entonces, en el siglo XVIII, como un mero complemento de otras composiciones de tipo bucólico o sarcástico, pero que no tardaría mucho en convertirse en la única razón de ser de las coreografías que lo acompañaban. ¿Era ―es― realmente la canción más arcaica que puede resonar en España, como aseveró Menéndez Pidal? No es probable. Aunque no puede descartarse que el texto hunda sus raíces en las épocas medievales, parece claro que se fue modificando y rehaciendo con el paso de los siglos hasta dar lugar a un batiburrillo narrativo en el que es fácil perderse. Eduardo Martínez Torner, que fue quien organizó la celebración mierense de aquel domingo del agosto de 1930, lo recogió en su cancionero, y Menéndez Pidal lo incluyó en su Flor nueva de romances viejos, donde de manera un tanto sorprendente, y me temo que no poco arbitraria, lo presentaba como uno más de los poemas que glosaban la vida y las andanzas de Bernardo del Carpio. Luego, en una apreciación que suena más atinada, lo consideraba una reliquia de los antiguos cantos en versos paralelísticos que componían los juglares galaicoportugueses del siglo XIII e iban difundiendo en los viajes que los llevaban por León, Castilla, Navarra o Valencia. Podría decirse cualquier cosa porque el romance ―eso es lo divertido― es del todo punto indescifrable: si bien su planteamiento se ancla a los esquemas del amor cortés ―un caballero que llega a un lugar en busca de una dama―, su desarrollo va tomando ramificaciones en las que es imposible seguir el hilo y en las que aparecen joyas de procedencia incierta, culebras que cantan, un parto que tiene lugar no se sabe si en una romería o en la ciudad de Roma y hasta el mismísimo Jesucristo. El propio Jovellanos, que no era precisamente un iletrado, reconocía que él nunca había sido capaz de entender la historia, y desde luego tampoco yo lo he conseguido en las muchas veces que la canté y la bailé alrededor de la hoguera de San Juan que se celebra cada año en las fiestas grandes de mi pueblo, ésas a las que hace tres años que no voy y que tanto extraño cuando desembarcan en el calendario estas fechas e imagino a mis paisanos enlazados en sus merodeos circulares alrededor de las llamas, y me consuelo pensando que fabularlos no deja de ser una forma de estar allí con ellos, viéndolos sin que me vean.
Comprensión lectora
Nos explicó Juan de Mairena, aquel apócrifo de Antonio Machado, que el buen estilo no tiene que ver con los alambicamientos innecesarios, sino con hallar el modo de adecuar la forma al fondo. Dicho de otro modo: un texto no es más literario por incurrir en sintaxis complejas, ni en adjetivaciones procelosas, ni en audacias gramaticales; lo que finalmente define la excelencia de una obra literaria es la conexión que se establece entre aquello que se quiere contar y la manera en que se cuenta. Leyendo un libro que peca a menudo de exuberancias léxicas que no vienen al caso y se prodiga en epítetos que entorpecen la lectura en vez de embellecerla, me acuerdo de aquello que se cuenta acerca del día en que Federico García Lorca asistió a un recital poético de Rubén Darío y, tras escuchar uno de los versos pronunciados por el nicaragüense ―«…que púberes canéforas te ofenden al acanto»―, alzó la mano, se puso en pie y dijo: «A ver, otra vez, por favor, que sólo he entendido el “que”».


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