Los libros, la vida
En uno de los pabellones centrales de la Feria del Libro se ponen a charlar Miguel Munárriz y Juan Cruz sobre escritores y libros, lo que es tanto como decir sobre sus vidas. Los ha reunido el editor David Trías para organizar una celebración de sus dos últimas criaturas, Empeñados en ser felices y Secreto y pasión de la literatura, que han publicado respectivamente Aguilar y Tusquets. Cruz es dicharachero y risueño, como corresponde a ese carácter isleño que no ha conseguido arrebatarle la mucha más de media vida que lleva en Madrid; lo de Munárriz es otra cosa, la reserva y la socarronería norteñas que tanto y tan bien reconozco. Esa brecha que se abre entre sus personalidades no llega a menoscabar todo lo que los une: la pasión compartida por un oficio que desarrollaron desde ángulos unas veces enfrentados y otras coincidentes ―Munárriz dirigió el suplemento cultural de El Mundo cuando Cruz era una de las firmas estelares de El País, luego el primero trabajó a las órdenes del segundo en Alfaguara― y que los convirtió en testigos privilegiados del devenir literario y editorial de las últimas décadas en España. Desfilan por la charla nombres ilustres ―el de Monterroso, el de Bioy Casares, el de Borges (cómo no), el del añorado Juan Cueto― y anécdotas que se van engarzando como teselas para conformar un mosaico en el que se confunden lo vivido y lo leído. La conversación es sustanciosa, divertida, interesante por lo que se cuenta en ella y por lo que se deja de contar y apenas se entrevé en sus márgenes. Tan amena que cuando termina apenas podemos creer que haya transcurrido nada menos que una hora desde que llegamos allí y tomamos asiento, lo cual parece un fastidio pero no deja de ser ―a fin de cuentas― un síntoma de pasión y de felicidad.
New York, New York
Como tengo que tratar el tema en una mesa redonda que organiza la Asociación Colegial de Escritores en la Biblioteca Eugenio Trías, me pongo a hacer memoria, trato de averiguar en qué momento me trajeron los libros la noción de que existía al otro lado del océano una ciudad llamada Nueva York y constato que la revelación primera me llegó a través del cine y seguramente antes por largometrajes como Cazafantasmas o Solo en casa 2 ―no suena muy intelectual, pero la vida no puede ser siempre sublime― que por ciertas obras paradigmáticas de Woody Allen o Coppola o Scorsese. Las dos lecturas que inauguraron mi imaginario literario neoyorquino llegaron con el inicio de la adolescencia y me temo que no resultan nada originales porque concuerdan con lo que, en mayor o menor grado, fue el itinerario lector de mi generación. Se trató de Caperucita en Manhattan, de Carmen Martín Gaite, y El guardián entre el centeno, de Salinger, dos narraciones iniciáticas de cariz distinto pero con algún que otro paralelismo, o al menos eso recuerdo por más que no haya vuelto nunca a la primera. Llegó después el inevitable Paul Auster y vinieron más tarde Philip Roth y Don De Lillo, también Vivian Gornick hace unos pocos años. Todo eso voy desgranando en la tertulia que mantenemos a media tarde, con el paisaje primaveral del Retiro estallando al otro lado de la ventana, y a la hora de abordar el asunto de la Nueva York traigo a colación los nombres de Eduardo Lago, con su Llámame Brooklyn, Antonio Muñoz Molina, con Ventanas de Manhattan, y Elvira Lindo, con Lugares que no quiero compartir con nadie y muy especialmente con Noches sin dormir. Hay dos razones por las que siento una querencia especial hacia este último: la primera es que supe de él antes de que entrara a imprenta porque Elvira me lo estuvo contando durante un largo paseo que dimos por las calles anochecidas de Avilés; la segunda, que ella misma me invitó a que se lo presentara en la librería Méndez. Fue un atardecer del que han transcurrido ya casi diez años. Nueva York era entonces el destino apetecible que ha sido casi siempre, y me entra cierta melancolía al advertir que, apenas una década después, se ha convertido más bien en un lugar que vale más evitar, por si las moscas.
Retomar el volante
Me saqué el carnet de conducir hace doce años, y ése es el tiempo exacto que llevo sin coger un coche. Ni se me daba mal ni me desagradaba, pero las circunstancias se empecinaron en hacerme peatón aun cuando la Dirección General de Tráfico me consideró perfectamente capacitado para moverme por el mundo sobre cuatro ruedas. Me cuenta Antonio que él ha vuelto a ponerse al volante después de más de tres lustros sin hacerlo porque sólo así puede huir del mundanal ruido y buscar refugio en predios desprovistos de aeropuertos, estaciones ferroviarias o cualquier nudo gordiano que posibilite la llegada más o menos masiva de personas. No sólo entiendo su razonamiento, sino que lo comparto: el otro día, mientras volvía desde Asturias con Lorena, hablábamos de lo bonito que sería tomarse el viaje con calma e ir deteniéndose en esos pueblecitos castellanos en los que parece que nunca pasa nada y donde ciertos detalles ―el campanario de una iglesia decrépita, la torre arruinada de un castillo, las hechuras de algún edificio parapetado tras las lomas― incitan a un descubrimiento que queda irremediablemente postergado en la ferocidad de la autopista. Antonio se sacó el carnet cuando había sobrepasado los cuarenta y aprendió a conducir en Madrid, lo que era como lanzarse a la aventura en plena selva, y me dice que le costó aprobar, pero que ahora le ha resultado extremadamente fácil reengancharse. Ha reaprendido en modo automático y no manual, lo que le evita ciertos engorros que conocemos bien quienes en alguna que otra ocasión nos hemos visto calados en una rotonda, y recordamos entre risas aquella famosa respuesta, «te lo pide el coche», que nos daban cuando preguntábamos acerca del momento exacto en el que había que activar la palanca de cambios para incrementar o reducir la marcha. Ahora que no tiene que verse en esos trances, los defensores de la conducción lo reconvienen: «Si conduces en automático te pierdes la ocasión de escuchar a tu automóvil». La contestación que él les da la suscribo yo punto por punto: «¿Y por qué me iba a interesar a mí escuchar a un coche?».
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: