Lara Moreno regresa a la narrativa breve con una recopilación de relatos —muchos inéditos— que indagan en los restos del amor, la soledad, la violencia contenida y los silencios que atraviesan las relaciones humanas.
En Zenda reproducimos el relato homónimo de Ningún amor está vivo en el recuerdo (Lumen), de Lara Moreno.
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Siete años es toda una vida. En siete años un país se viene abajo, cambia de Gobierno, se viene más abajo todavía, se vislumbra la punta del iceberg de una revolución social, esa punta se derrite aplastada por la mala costumbre y el iceberg entero se derrite debido al cambio climático, manchando las aguas de derrotismo e insatisfacción. En siete años desaparece una estación, en este caso la primavera, y aquello convierte una península cálida en un lugar que hiela o arde. En siete años da tiempo a envejecer, canas, miopía, hernia de hiato, arrugas, varices. En siete años da tiempo a asistir a varios entierros e incluso a un par de muertes en directo. Siete años dan para la perversa mutación de muchas células que aún los médicos no han descubierto, pero que sin duda están asolando mis órganos.
A pesar de todo, como vivimos en un mundo de movimiento retardado, aún me sentía más o menos joven cuando me llamaron para trabajar en un congreso de especialistas en alimentación macrobiótica. Yo no tengo conocimientos sobre el tema, pero asistiría como coordinadora, gracias a un contacto que había hecho en un máster de organización de eventos culturales. Aquello ya estaba organizado; en realidad solo tenía que supervisarlo, atender a los ponentes, los horarios, vigilar que cada mesa tuviera suficientes botellas de agua y que el público no se perdiese por los pasillos del pabellón. El sueldo no era gran cosa, pero me daba la oportunidad de escapar varios días a otra ciudad, que a esas alturas era lo más parecido a unas vacaciones pagadas. Lo arreglé todo en casa, planifiqué los socorros que podían avenirse durante mi ausencia, hice una estúpida maleta caribeña y me monté en el avión. Cerré los ojos fuertemente al despegar. Cuando los abrí no estaba muerta, estaba en el aire, por encima de las nubes, así que aún había esperanza. Como, además, aterrizamos sin estrellarnos, esta sensación se fortaleció.
Disfrutar de la soledad cuando una lleva mucho tiempo sin estar sola no es fácil. Pero yo hice lo posible por adaptarme a la felicidad. El hotel era bonito, porque lo había elegido yo. No dormía en el mismo sitio que los ponentes, alojados en una mole de cristal metalizado de cuatro estrellas en la zona moderna de la ciudad, sino en un hotel del centro, en un edificio de piedra, con techos altos, alfombras suaves y balcones de puertas de madera blanca. La ilusión era perfecta: de pronto mi vida no era mi vida, sino una cosa detenida a punto de ser cualquier otra.
Al tercer día, cuando me encontraba en el epicentro de mi retiro, supe que él también estaba en la ciudad. Absolutamente todos mis amigos y conocidos habrían pensado que aquello estaba planeado. También los guionistas de las series de televisión y por supuesto mi madre. Pero no era así. No estaba más planeado que la vida. En siete años da tiempo a olvidarse de que la mayoría de las veces las aparentes conexiones no significan nada.
Me enteré por las redes sociales. Cenaba en el pequeño restaurante que había junto a mi hotel, donde había acudido puntualmente cada noche, a las nueve y media, a comerme un pastrami con pepinillos y mostaza en una de las mesas cercanas a los ventanales, desde la que podía observar la calle de piedra iluminándose y a los transeúntes, con la ilusión de que quizá alguno de ellos, no importaba de qué sexo o edad, se fijara en mí, en mi soledad deseosa de acontecimientos. Incluso una vaporosa pandilla de estudiantes extranjeros quince años menores que yo habría sido bien recibida en mi mesa. En el bolso llevaba el mismo libro que leía en el váter y en la bañera, pero siempre acababa pasando el dedo por mi smartphone mientras me bebía la segunda copa de vino, ya con el plato vacío. Él exponía en una galería de arte del centro de la ciudad. De aquella ciudad en la que yo me encontraba en ese mismo momento. El jueves. Era martes. Revisé el evento de principio a fin, busqué la localización de la galería, me cercioré de no estar confundiéndome. Luego investigué las últimas actualizaciones de su perfil, por hacerme una idea de no sé qué, como si pudiéramos deducir algo de la realidad a través de semejante automatismo. Me puse nerviosa, busqué a mi alrededor, ¿podía compartir con alguien aquella coincidencia? No levanté el brazo para llamar al camarero, yo misma me acerqué a la barra a pedir algo más fuerte. Un licor transparente que me quemase por dentro. Siete años. Más allá de la fragilidad y la ignorancia.
Ya en el hotel, metida en la cama, no podía dormir. Todo era tan obvio en mi comportamiento. La excitación, los recuerdos, la imaginación. Él no era una herida abierta, ni siquiera era el eco de una herida. Pero era algo tan familiar y a la vez tan desproporcionadamente alejado de mi vida que se me antojaba el elemento perfecto para adornar mi viaje. O para destrozarlo. Me levanté varias veces, andar descalza por la habitación del hotel me daba sosiego, entereza, encendí el teléfono, lo volví a apagar y lo encendí de nuevo, tentada de llamarlo, ¿y si ya estaba en la ciudad? Pero ¿y si no había venido solo? Si me hubiera alojado en la mole de cristal metalizado con los ponentes, podría haber encargado un vodka doble al servicio de habitaciones; estaba convencida de que el problema era que no había bebido lo suficiente. En mi neceser, un bromazepam brillaba como una luz, como un puño cerrado en el desierto. Lo tragué, respiré hondo, al cabo de treinta minutos encontré la paz.
Al día siguiente todo salió mal. Problemas técnicos con la megafonía, el cáterin desastroso, la ausencia imprevista de uno de los ponentes y un humillante dolor de barriga que me tuvo encerrada a intervalos largos en el baño durante toda la mañana, temiéndome lo peor, como siempre: peritonitis aguda, enfermedad de Crohn, muerte súbita. Regresé al hotel antes de tiempo, como un mamífero asustado por las inclemencias de su propio corazón. Magullada, aturdida. Pero las sábanas estaban frescas y me calmaron. Abrir una cama de hotel y deslizarse entre esa geometría perfecta, helada, como hecha por primera vez en el mundo, devuelve a la conciencia. Cuando llegaron las nueve y media, después de ducharme y estrenar un vestido, obvié el pastrami del restaurante de siempre y salí a pasear, con aire de gravedad. En una plaza torpemente iluminada, donde se alineaban unos veladores enfrentados a unos bancos de piedra, tomé la decisión. Una pareja de unos cincuenta años fumaba en silencio, mientras aguardaban, supuse, a que trajeran sus bebidas. Me acerqué y les pedí un cigarro. Me hizo sentir vulnerable que no me sonrieran al dármelo, ni tampoco cuando uno de ellos me lo encendió, con un mechero de plástico azul que apenas tenía llama. Pero yo sí les sonreí, les agradecí en el alma su generosidad. Ya estaba casi lista. Allí en medio de la plaza, de pie, viendo cómo el cielo era de pronto negro, lo llamé por teléfono.
Siete años es toda una vida pero su voz seguía siendo la misma cosa turbadora. Una mezcla entre la dejadez y la angustia. Qué fluido fue todo, qué fácil. No, no llevábamos siete años sin vernos, pero en el fondo, qué importa eso. A partir de la desaparición del amor el tiempo es una confusión, una nostalgia, puramente una máquina de matar, la contabilidad de una supervivencia. Y también todo lo contrario, porque cuando el tiempo pasa, ningún amor está vivo en el recuerdo. Sinceramente, yo no estaba en ese plan trágico cuando me decidí a llamarlo. De hecho, hacía años que no alimentaba la tragedia. Yo solo estaba precipitando un acontecimiento, una mancha de fruta morada en un labio seco.
Ya había llegado a la ciudad, y estaba solo, como yo. Inauguraba exposición al día siguiente y había trabajado hasta última hora en la disposición de los cuadros en la galería. Sí, una fase nueva, colorida, dramática. Todo óleo. Bla bla bla alimentación macrobiótica. Bla bla bla qué casualidad. ¿Dónde estás? Yo, en una plaza torpemente iluminada, con demasiado fulgor, muy cerca de su galería. Él, tomando cervezas con unos amigos. Se despidió de ellos muy rápido. Quedamos quince minutos más tarde en un bar de copas: de camino me dio tiempo a engullir dos bolsas de patatas y un batido de vainilla; la leche siempre ayuda a asentar el estómago.
Joder, qué casualidad, no me lo puedo creer. Estás aquí un miércoles cualquiera el día antes de mi nueva exposición y estás sola y me llamas por teléfono y al momento siguiente estamos los dos en la barra de un bar tomando una copa, es alucinante, ¿no te parece?, es como si el tiempo no hubiera pasado, lo último que hubiera imaginado que me pasaría en esta ciudad de provincias, pero es bonita, ¿no crees que es bonita?, tengo algunos amigos aquí, he venido un par de veces, por eso me ha salido la exposición, pero cuéntame tú, ¿alimentación macroqué?, ¿estás metida en esos rollos?, qué más da, al final estamos todos metidos en un montón de rollos sin poder evitarlo, es como el sino de estos tiempos, dentro de poco nos meterán un microchip por aquí por la sien hasta el cerebro y accederemos a toda la información que queramos, la veremos de verdad frente a nuestros ojos como vemos ahora todo el rato todo a un palmo de los ojos en los teléfonos móviles y no nos hará falta venir a convenciones ni tampoco hacer exposiciones ni nada, en fin, lo tendremos todo dentro, quizá esté bien, puede ser acojonante, ya casi es así, yo ahora estoy bastante terrestre de todos modos, creo que es por el óleo o al revés, por eso he vuelto al óleo, no sé, necesitaba alejarme de lo sofisticado, aunque en realidad no hay nada tan sofisticado como el óleo en lo que se refiere al color, pero bueno, ya sabes lo que quiero decir, el óleo tiene esa textura única y ahora me ha dado por pintar a veces con los dedos, no solo con los pinceles, bueno, ya lo verás mañana, me interesa mucho tu opinión, joder, ¿no te parece alucinante?, ¿cuántos años hace que no me acompañas a una inauguración?, cuéntame, cómo estás, te veo muy bien, estás muy bien, de hecho estás preciosa, ¿cuánto tiempo hace que no nos vemos?, bebes vodka ahora, eres toda una mujer, pero te veo aquí junto a mí en esta barra, ¿no hay demasiado ruido en este bar?, no sé, es como si no hubiera pasado el tiempo.
Lo que yo le hubiera dicho y no le dije es: ha pasado el tiempo ha pasado todo el tiempo del mundo no te imaginas hasta qué punto ha pasado el tiempo como una apisonadora como un atentado terrorista como una bomba atómica un simún una tormenta eléctrica un tornado estás más gordo más hinchado tienes algo un poco raro en la cara es como si tu cabeza fuera más grande pero no las mejillas no los pómulos sino algo arriba de la cabeza en el hueso frontal en los temporales no tienes muchas arrugas te odio profundamente por eso si estás serio si te ríes en el fondo no tienes muchas arrugas y claro que sigues siendo guapo con ese pelo oscuro ya no tan oscuro pero tan fuerte tus facciones tus manos tu solidez pero hay algo en tus ojos hay algo en alguna parte de ti en tus palabras incluso en esa forma que tienes de tocarme constantemente el hombro la rodilla esa forma cansina que tienes de dejar constancia de tu seguridad hay algo en tus ojos que no me da miedo y eso es una profunda decepción es la confirmación de que me estoy haciendo vieja la confirmación de que quizá tú seas mucho más viejo que yo aunque claro tu espontaneidad tu entusiasmo tu insumisión esas brillantinas que rodean tus actos pero no tengo miedo de estar aquí frente a ti solos los dos en una ciudad sola alejados no sé de nuestras propias cárceles tan bien adornadas nuestras cárceles tan acicaladas nuestras obligaciones al menos las mías porque tú jamás reconocerías eso ahora estamos solos como hace siete años lo estábamos pero ha pasado el tiempo de la más violenta de las formas que es cuando no parece que ha pasado porque hace poco lo teníamos todo por delante ¿no hace poco de eso? y ahora sencillamente no tenemos ya casi nada esa es la verdad y hay algo en todo esto que me aburre no la situación no la novedad de verte no los tres vodkas que ya me he tomado no el haber conseguido olvidarme de toda la mierda que llevo dentro y de la agresión física de los años de los corazones no lo que me aburre es quizá que quisiera que fueras nuevo para mí y no lo eres porque eres mi lugar deshabitado y ya no me das miedo no me das ansia no por qué.
Lo pasé bien. Conseguimos encontrar un bar más oscuro, más deprimente, donde sentarnos muy juntos en un estrecho sofá. Me emborraché, pero no hablé de mi vida porque ya él habló lo suficiente de la suya, con esa pose que imaginé mil veces repetida en mil conversaciones. Me reí, porque me sentía viva. Él cavó poco a poco la pequeña tumba nuestra, el sitio asfixiante donde cabíamos los dos en retrospectiva. Lo dejé hacer, porque me sentía fuerte. Discutimos sobre adónde ir, a su hotel o al mío, y gané yo. Lo besé, porque me sentía libre. En siete años da tiempo a olvidarse de un placer, le dije.
Técnicamente fue un desastre. Lo que ocurrió fue que no pasó nada entre nosotros. Yo participaba de mi propio acontecimiento, guiada más por la oportunidad que por la sangre. Él decía cosas sentimentales o románticas que me sabían a pesadilla, a ingenuidad. Fue imposible follar. No nos pusimos tristes, estábamos agotados, en el sentido verdadero de la palabra. En varios momentos esquivamos una amenazante discusión, carne fresca mil veces comida. Supongo que todo era demasiado típico, cáscara de nosotros mismos. Bajo la piel, en realidad, ¿qué había? Y sobre ella, una mano, un molusco, una calidez inhóspita. Nos dormimos, nos despertamos. Yo tenía que ir a trabajar. Él se fumó un cigarro sentado en el váter, mientras yo me duchaba. Tuve ganas de llorar. Mientras escogía la ropa que iba a ponerme, paseándome desnuda a la luz de la mañana, él fue ruin: mirándome con cariño, me preguntó que durante cuánto tiempo les había dado el pecho a mis hijos. Siempre ha de quedar una lanza clavada en medio del amor.
Lo despedí con dulzura y con prisa, abrí el balcón, estiré las sábanas, recogí el desorden de la noche como si fuera mi hogar. Llamé al pabellón de la convención y me excusé, el dolor de barriga del día anterior, enfermedad. Me desvestí de nuevo, me limpié el maquillaje recién puesto. Bebí mucha agua del grifo del lavabo. Corrí las cortinas del balcón. Me metí otra vez en la cama y me tapé con las sábanas. En siete años da tiempo a que tu vida se convierta en otra. Agarré el teléfono móvil, pasé el dedo por la pantalla durante un rato, leí los titulares del periódico y luego vi doscientas cuarenta cosas inservibles que me ayudaron a conciliar el sueño.
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Autora: Lara Moreno. Título: Ningún amor está vivo en el recuerdo. Editorial: Lumen. Venta: Todos tus libros



“Me reí, porque me sentía
viva”.
“Supongo que todo era
demasiado típico”
“Bajo la piel, en realidad,
¿qué había?
Lara Moreno
Se supone que las personas somos agentes de poder que
más que una simple
impresión provocamos algo en otro; una sensación.
¿Qué sucede cuando sabemos de nuestro potencial y no dejamos nada o no nos dejan nada?
“los silencios que atraviesan las relaciones humanas”.
Zenda
Para María Negroni hay contenido en el NO decir con palabras.
¿Qué pasa cuando no hay palabras ni contenido y
solo en todo el Universo está nuestro vacío humano?
Precioso. Se siente tan caótico, real y humano.