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Óxido, de Eduardo Marco

En Óxido (ediciones Turner) se recogen seis proyectos fotográficos realizados por el fotógrafo Eduardo Marco entre 2012 y 2017 en Estambul, El Cairo, Delhi, Brasil, Tokio y Jaipur. En palabras de Ray Loriga, que ha escrito el prólogo, quizá el talento más afilado del fotógrafo sea “encontrar el rastro del tiempo en sus fotografías. La obcecada permanencia de aquello que fue y sigue siendo, como el rencor de la memoria”.

Eduardo Marco ha colaborado con Elle y Vogue. Desde 2005 realiza proyectos fotográficos por todo el mundo. Está representado por galerías de arte de Madrid, Nueva York, París y Londres.

Zenda publica dos fotografías de este libro y las palabras introductorias de Ray Loriga.

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Óxido que marca y cuenta

Ray Loriga

¿Dónde estamos? ¿Qué nos queda?

Habitaciones vacías de un extraño paraíso abandonado en Estambul, paredes despellejadas, muros derruidos en El Cairo. Cobijos despojados de tormenta y compañía. Sin rastro de nosotros. El abrumador silencio de un reloj parado, un tic tac silenciado, amputado, como el picor de un miembro fantasma que aun camina por la casa abandonada. Así se construye la ausencia. Guardamos en las manos las llaves de puertas desvencijadas. ¿Por qué y sobre todo para qué? Una mirada nos precede y sin embargo nos deja a solas, frente a un abismo que es a la vez propio y ajeno. Todas y cada una de estas imágenes suponen al menos dos tiempos, un momento previo a nuestra incomoda presencia y este de ahora. Quizás el talento mas afilado de Eduardo Marco sea el de encontrar el rastro del tiempo en sus fotografías. Un tiempo que nos precede y nos aguarda y continua a nuestro pesar. No es lo que vemos el instante efímero revelado sino una cadencia persistente, una cadena que se arrastra y nos arrastra de eslabón en eslabón, paso tras paso, desde las calles perfiladas por múltiples destrucciones a la presencia severa de la muerte, de la vida acorralada. La obcecada permanencia de aquello que fue y sigue siendo, como el rencor de la memoria.

¿Es por eso que recuerdo entre la piel y los huesos de las vacas, el Dragón casi heráldico de Carpaccio tantas veces contemplado en la pequeña iglesia de San Giorgio degli Schiavoni en Venecia? Monstruos derrotados pero tercos, de alguna manera resistentes, como los ojos desafiantes de esos hombres atrapados en el viejo Delhi que parecen con su mirada desdecir la nuestra. Encarando con suicida valentía a su San Jorge. O el tesón de unos luchadores de sumo enfrentados al filo de los cuchillos de pescado en Tokio o las capas de óxido y pintura superpuestas que también se niegana desaparecer sin dejar señal de lo que fueron, de las ciudades que habitaron. Algo de lo que fue y es, persigue todas las creaciones de Marco, una necesaria obstinación que a la vez revuelve y conmueve, que sugiere su nombre mientras aparentemente lo calla. Puede que “dignidad” sea la palabra que andaba buscando, una profunda dignidad en las personas y en aquellas cosas y lugares que les pertenecieron, la constatación de aquello que sin arrogancia reclama su existencia. De nuevo un tiempo que se empeña en no desaparecer, en dejar huella y muestra. Óxido que marca y cuenta. Muescas que dicen, sombras que narran. Una mirada que carga la nuestra como quien cede sus palabras para que la historia continúe. “Crecidos de la misma raíz”, que decía el verso de Armantrout, y como ella, aquí las imágenes sugieren dos direcciones, no opuestas sino superpuestas, entre la mera percepción y aquello sugerido, entre presencia y ausencia, entre el hecho fehaciente y lo imaginado. Patada a seguir, le dicen en rugby, al movimiento aparentemente caprichoso pero de una intención certera de la pelota hacia delante. En ese juego siento que nos atrapan las fotografías de Eduardo Marco, sabiendo ya donde encontrar su destinatario en el momento mismo de la primera acción.

Aquí ya no somos espectadores, sino testigos a los que acorralar a preguntas que no sabemos responder. Nos sentimos obligados por un juramento a decir la verdad, pero no sabemos a ciencia cierta que maldita verdad es esta. También de nuestras dudas están construidas estas ruinas. Nuestra ausencia deambula por estas soledades, algunas de sus heridas nos pertenecen. Edificios mancillados, los juegos de un niño en imposible y colorido equilibrio, un retrato encontrado, la luz del sol pintando grafitis sobre un comercio cerrado, coches calcinados, plástico inútil, animales despiezados, hombres asustados, restos. ¿Qué historia construir con estas piezas? ¿Qué temores confesar? ¿Qué decir y qué callar?

“Descubierto por ningún nombre.” Dice Jack Kerouac en su poema “Una maldición al demonio” y cabe aplicarlo al método sutil y la inspiración firme de Marco que va desplegando sin nombre un abanico de sensaciones y gestos alrededor de ciudades no vistas de esta manera, no contadas así hasta ahora y por lo tanto descubiertas. Un regalo envenenado que a la vez desconcierta y reconforta, pero que sobre todo fascina por la contundente confianza del artista en sus materiales. Su trabajo continua tras cada una de las imágenes, como siguen las termitas afanadas en su empeño, escondidas en la madera, avanzando lentamente la demolición. Por las grietas de sus fotografías se cuela el alma de quien las contempla. Toca pues agradecer al artista tan formidable viaje a tan extraños paraísos. Si viajar es en suma regresar de otra manera, frente a estas instantáneas no cabe sino la memoria de lo bien viajado, de lo verdaderamente vivido. Hay ciertos lugares a los que no se va sólo de visita. Supongo que el infierno es también uno de ellos.

Gracias a Eduardo Marco por llevarnos hasta aquí, para quedarnos.

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Autor: Eduardo Marco. Título: Óxido. Editorial: Turner. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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