Inicio > Historia > Nuevos momentos estelares de la humanidad > Robert E. Howard pone fin a sus días
Robert E. Howard pone fin a sus días

Todo parece indicar que Robert E. Howard ya pensó en suicidarse cuando tan sólo contaba diez primaveras. Al menos escribió a esa tierna edad los versos que dejó a modo de epitafio: “Todo se desvanece… Todo acaba. / Arrojadme a la pira. / La fiesta ha terminado / y las lámparas languidecen”.

De ser así, podemos concluir que en Howard se dio una precocidad tremenda: fue anterior la idea de darse muerte a sí mismo que la de dar vida, en su ficción, a Conan el cimerio —para las viñetas de la posteridad El Bárbaro—; antes también que imaginar a Solomon Kane para las páginas de Weird Tales o antes, incluso, de alumbrar a Kull de Atlantis, Bob Dos Pistolas —que llamaba Lovecraft a Howard por sus orígenes tejanos y su afán de western— decidió disparar una de dichas armas contra sí mismo. Fue otro 11 de junio, el de 1936, hace hoy 89 años.

"El apodo, por el que era conocido en el círculo de acólitos de Lovecraft, luego de ser llamado así por el Outsider de Providence, resultó ser y no ser acertado: Bob Dos Pistolas no sabía de armas"

Su complejo de Edipo era sobresaliente. La misma fijación maternal que le había impedido relacionarse con mujeres le abocó a su dramático y prematuro final. Howard se despidió pegándose un tiro en la cabeza. Pero el suyo no fue ese romántico pistoletazo común a tantos asesinos de sí mismos. A decir verdad, el de Howard fue un suicidio planeado tan meticulosamente que se nos presenta como algo racional, entiéndase: desde esa razón alterada de un infante que decide ligar su existencia a la de su madre.

Unos días antes de que llegase el último momento, el suicida inminente preguntó a un experto sobre la posibilidad de sobrevivir a un disparo en la cabeza, después dispuso cuanto fue necesario para las futuras publicaciones de sus textos y pidió prestada el arma con la que habría de quitarse la vida. El apodo, por el que era conocido en el círculo de acólitos de Lovecraft, luego de ser llamado así por el Outsider de Providence, resultó ser y no ser acertado: Bob Dos Pistolas no sabía de armas. Tuvo que aprender cómo hacerlo para matarse con un revólver.

"Indiscutiblemente, la descomunal fuerza del héroe cimerio Conan el bárbaro, su más célebre personaje, toca muy de cerca de esa temprana debilidad de Howard"

Siendo un niño enclenque en la frontera entre Texas y Oklahoma donde transcurrió su infancia, todo fueron burlas por parte de los otros pequeños en los primeros años del futuro escritor. Todo menos las lecturas de su madre, quien le inculcó el amor por las letras. Hubo de ser entonces cuando Howard alumbró la idea de quitarse la vida cuando se fuera ella. Apenas supo que era irreversible el coma en el que había entrado su progenitora, compró tres nichos en el cementerio de Brownwood (Texas) y se descerrajó el tiro en su coche.

Indiscutiblemente, la descomunal fuerza del héroe cimerio Conan el Bárbaro, su más célebre personaje, toca muy de cerca de esa temprana debilidad de Howard. La patética muerte de la madre del pequeño Conan es otro tanto respecto al temor del escritor de perder a la suya.

En fin, no hubo preguntas sin respuesta cuando el once de junio de 1936, contando apenas treinta años, Robert E. Howard se quitó la vida mientras agonizaba su madre. El dato no hace sino aumentar la sombría leyenda de este autor de cuentos de miedo —de “espada y brujería”, que se dice ahora— efímero por la brevedad de su vida, pero aplicado colaborador de la mítica revista Weird Tales. En la estela de August Derleth, Frank Belknap Long, Robert Bloch y Clark Ashton Smith, justo es decirlo: Bob Dos Pistolas brilla con luz propia.

Refiriéndose a él, apunta el mismo Lovecraft en una nota biográfica aparecida tras su muerte —publicada a modo de prefacio en Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural—: “su pérdida es una tragedia de primera magnitud y un golpe del cual la ficción tardará en recuperarse”.

"Incluido por Rafael Llopis, el gran Rafael Llopis, en Los mitos de Cthulhu, todas sus creaciones vienen a cantar, de una manera tan tortuosa como atrayente, la vitalidad de los pioneros del oeste americano"

Nacido en Peaster (Texas) el 22 de enero de 1906, supo a través de sus mayores de las últimas etapas de la conquista del Oeste: la colonización de las grandes llanuras y el sur de Río Grande. Inmerso totalmente en la cultura de la frontera, la virilidad, con sus grandezas y miserias, fue para él un dogma de primerísimo orden. Amante, no obstante, de la historia, todo parece indicar que, de haber vivido lo suficiente, hubiese acabado por alumbrar alguna novela histórica. Pero es el Howard alucinado el que hoy nos preocupa.

Apenas tenía Robert Ervin dieciocho años cuando publicó en un número de Weird Tales su primer cuento. “La lanza y el colmillo” era su título, y está fechado en julio de 1925. Meses después —abril de 1926—, la misma publicación daría a la estampa una novela corta de nuestro artista: Cabeza de lobo.

Los relatos concernientes a Solomon Kane, muy probablemente trasunto del autor —o del tipo que el autor hubiera querido encarnar—, comienzan a ser redactados en el verano de 1928. A decir de la crítica especializada, dichas piezas son una de las cotas más altas de un escritor que, pese a que la inmediata posteridad ha querido considerarle como prosista, cultivó también una poesía “extraña, bélica y aventurera” (Lovecraft dixit). “Fue, por encima de todo, un amante del mundo antiguo y sencillo, de los días bárbaros”.

Si bien dicha postura, para no pocos, convierte a Howard en un auténtico reaccionario, para el Outsider de Providence, eterno enemigo del presente y del futuro, es la mejor carta de presentación que se pueda imaginar. Pero sería falso reivindicar a Howard sin más argumentos que la simpatía que generó en su maestro. Incluido por Rafael Llopis, el gran Rafael Llopis, en Los mitos de Cthulhu (1969), todas sus creaciones vienen a cantar, de una manera tan tortuosa como atrayente, la vitalidad de los pioneros del oeste americano.

"El 11 de junio de 1936, Robert E. Howard murió antes que su madre, que emprendió el viaje sin regreso unas horas más tarde"

Ahora bien, que nadie se llame a engaño: Robert E. Howard no es Francis Bert Hart. Ese valor que cantara este último, en nuestro hombre hay que trasponerlo a los monstruos que engendra la razón, para quien los padece tan abominables o más que los horrores de la guerra. Sí que hay algo en común con Ambrose Bierce, con el Bierce que nos traslada a sus fantásticos horrores desde uno de los planteamientos clásicos del western, llamando a la narrativa del Oeste como a esas películas que vienen emocionándonos desde nuestros primeros años.

En efecto, pueden establecerse ciertos paralelismos entre el Bierce de El desconocido (1909) y el Howard de El pueblo de la oscuridad (1932), o el póstumo El valle de lo perdido (1967). La propuesta de Bierce da comienzo con un espectro que se aparece a unos jinetes, que hacen noche en un desierto de Arizona, para dar a entender que su alma está en pena desde que traicionó a sus compañeros cuando se suicidaron todos menos él al verse atrapados por los indios. El protagonista de Howard se introduce en los horrores de un mundo antiguo al buscar refugio en una cueva, huyendo de una batalla campal entre dos familias que se odian de antiguo en el viejo Oeste.

El 11 de junio de 1936, Robert E. Howard murió antes que su madre, que emprendió el viaje sin regreso unas horas más tarde. En ese compás de espera, mientras su obra ascendía al panteón de la literatura fantástica —y allí se venera ahora, entre los escasos crossovers en los que las sombras del western se confunden con los arcanos ultraterrenos—, el escritor se rindió finalmente a su complejo de Edipo y se convirtió en un espectro. Todo se desvanecía, todo se acababa. Las lámparas aún languidecen.

4.8/5 (41 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios