Román Piña Valls, mallorquín del 66, es un disfrutón del trabajo. Le apasiona escribir y lo compagina con sus clases de Griego en un Instituto de Palma y su labor como editor de Sloper. En Ediciones del Viento ha publicado Pisábamos los charcos, XXVIII Premio Ciudad de Salamanca, un retrato generacional de sus años de estudiante en Valencia. La entrevista tiene lugar en Málaga. Rosa, su mujer, está en la otra habitación. No queda mucho tiempo para que hable de su novela en Rayuela, un santuario libresco de la ciudad andaluza.
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—¿Qué hubiera pensado Germán Coppini del título de tu novela?
—Espero que le hubiera hecho ilusión que un novelista escogiera un verso de una canción suya. Pero también he escrito esta novela para que le hiciera ilusión a algún lector… que no le ha hecho ni puta gracia. Así que nunca sabes. Ja, ja. A lo mejor le habría pedido permiso estando vivo, pero en realidad es un homenaje clarísimo.
—¿Tenías claro desde el principio que ese iba a ser el título?
—Yo diría que no. Si te soy sincero, no me acuerdo de si estaba antes de empezar a escribirla. En todo caso, se me debió ocurrir bastante al principio de la escritura. Lo menciono al principio de la novela.
—Pisábamos los charcos podría haber sido perfectamente tu primera novela, porque funciona también como novela de iniciación. De hecho, con el cuaderno de Enri parecía que tú ya tenías claro que lo podría ser. Sin embargo, la publicas en una edad ya madura, con 59 años. ¿Por qué tanto tiempo? ¿Necesitabas tiempo para madurarla?
—Cuando has dicho novela de iniciación, ¿te refieres a que podría haber sido mi primera novela?
—Sí, ambas cosas. Una novela de iniciación y que fuese la primera novela.
—Pues es exactamente lo que estás comentando. Lo primero que escribí sobre este piso de estudiantes fue una canción con cuatro partes. Y eso fue muy pronto, después de los hechos. Eso debió de ser un año después o dos. Se titulaba Costa 37. Teníamos una banda de pop en Valencia y llegamos a tocar esa canción. No descarto ahora, para promocionar la novela, hacer una nueva versión aprovechando que ahora toco mejor. Ja, ja. Y luego, cuando ya había publicado Las ingles celestes y ya había escrito Un turista, un muerto, pero no estaba publicada —estaba en un cajón— tiré de esos recuerdos de Valencia y me puse a escribir una novela que iba a titular Hogar del depravado. Escribí dos páginas y lo dejé enseguida por circunstancias X.
—¿Qué pasó?
—Entre otras circunstancias, que Las ingles celestes empezó a tener un poco de éxito. Y eso me perturbó y no pude escribir más. Pero también porque no había pasado la distancia suficiente. Era más doloroso recordar a esos amigos que ya estaban fuera de mi vida. Me alegro mucho de no haber intentado hacer algo que hubiera sido un desastre. Yo creo que necesitaba esa distancia de 30 años y ya definitivamente saber que ese personaje estaba muy enterrado. Era un personaje en el que yo ya no me reconocía, ni a él ni todo su mundo. O sea, como si fuera un personaje de ficción más que yo mismo. No sé si necesitaba también que se hubiera muerto alguno de esos personajes. Eso no lo había pensado.
—Sí, porque a lo mejor cuando se murió Ricardo Ortega, reportero de guerra de Antena 3 TV que murió en una cobertura en Haití en 2004, podría haber sido también otro momento para publicarlo.
—Cuando muere Ricardo escribo un largo poema que está en Los trofeos efímeros. Yo creo que fue un poema de homenaje, fue una elegía, el poema más largo que seguramente he escrito hasta ahora. Y tampoco era buen momento, porque seguramente estaba la cosa muy en carne viva. De eso hace ya 21 años. Recuerdo que hablé con Tomàs Bordoy (en aquel momento subdirector de El Mundo / El Día de Baleares) y le dije que él era muy amigo mío y no sé si le comenté para escribir algo en el periódico, pero no quise hacer nada aparte del poema, que era una cosa muy privada.
—¿Por qué las mejores historias cuesta tanto escribirlas?
—Las mejores historias, ¿eh? ¡Qué pregunta! Pues supongo que es parte de su ADN, ¿no? Algo así como el peaje de que sea buena. Por hacer honor al refrán: lo que vale, cuesta. Tiene toda la lógica, aunque no es una garantía lo que cuesta, ni tampoco es una condición. Pero bueno, está bien visto que hay grandes historias —ojalá que esta lo sea— que cuestan.
—En esta novela hay recuerdos, hay memoria, hay frases muy bien construidas, pero no deja de ser el Román Piña de los diálogos, del humor disparatado y de un mundo muy personal.
—Pues supongo que sí. Eso los lectores lo tenéis que descubrir o reconocer, pero no puedo negarlo. Es la suerte de haberme tomado esta escritura no como memorias, sino habérmela propuesto como novela. Aunque tenga un detonante súper personal, como es la muerte o la enfermedad mortal de uno de los amigos de aquellos años. Yo me lo planteé gracias a ese distanciamiento que tengo, por los años que han pasado, como novela disfrazada de memorias. Sí, al tener ese objetivo estético y artístico, no quiero desaprovechar todas mis marcas de la casa, todos mis recursos habituales como la invención o la imaginación cuando ha hecho falta. Claro, me he tenido que imaginar muchas palabras y discursos y diálogos porque no puedo acordarme de ellos 40 años después.
—En un momento dices que qué pena no haberte fijado en los detalles cuando escribías los cuadernos, que muchas veces son una enumeración de cosas que pasan.
—Seguramente fue así por pura pereza y vaguería. Era un cuaderno con notas telegráficas de aquellos hechos. Pero bueno, algo me ayudó, la verdad es que sí. Yo quizá no había contado con ese cuaderno al principio.
—¿Ese cuaderno lo tenías muy cerca, estaba muy presente en tu vida?
—Sí, porque durante todos estos años me lo encontraba y lo abría. No estaba perdido ahí en una caja. No, estaba muy bien guardado y muy bien localizado. Lo tenía en un sobre acolchado acompañado de otros papeles de la época, como telegramas, papeles de chocolatina y notas manuscritas de esas que nos dejábamos en el piso unos a otros.
—¿Crees que vende mucho la nostalgia, o tu novela es más melancólica que nostálgica?
—He oído hablar varias veces de esa diferencia. La melancolía es la dicha de estar triste. Es como si la melancolía fuera más feliz que la nostalgia. No veo grandes diferencias entre los conceptos de nostalgia y melancolía. Podríamos decir que la nostalgia no tiene por qué venir acompañada de melancolía. No sé. Yo veo un especie de reivindicación de la melancolía y denostación de la nostalgia que yo no comparto. Etimológicamente, no sé qué es peor, si melancolía o nostalgia. La sustancia negra de la melancolía o ese dolor al regreso a los recuerdos de la nostalgia. No sé cuál era la pregunta exactamente.
—La pregunta es si vende mucho la nostalgia.
—No tengo ni idea. Yo creo que a la gente no le gusta leer y quedarse con una sensación de tristeza.
—Lo digo porque en tu penúltima obra, La heroína intergaláctica, también apelas al pasado, a la nostalgia. Es un adolescente. No sé si te has planteado una trilogía biográfica, referencial.
—No, no hay nada ni escrito ni en vistas de escribirse que responda a una etapa de mi biografía. No creo que haya más. Lo último que he escrito no responde a la autobiografía ni a la nostalgia de una etapa pasada porque son hechos que está viviendo el narrador, ya que es un diario. Con eso no puedo saber si habrá más. No sé si dentro de cinco años me da por escribir otra novela que en vez de Pisábamos los charcos se titulara Pisábamos los callos sobre mi etapa de columnista, ja, ja [lo fue del diario El Mundo].
—Volvemos a la pregunta.
—No lo sé, pero entendería que vendiera. Porque la nostalgia es un pozo, o más bien la tapadera a un pozo, que si la quitas, ahí hay mucho que sacar. Y entiendo que el autor se inspire en los hechos del pasado y que el lector también encuentre algo interesante, sobre todo porque con la lectura de la nostalgia de otro está llamando a su propia nostalgia. Se reconoce en muchas cosas del pasado.
—En el arranque tienes claro también que es una novela metaliteraria y explicas el proceso. ¿Tuviste claro desde el primer momento que iba a ser esa estructura o le diste muchas vueltas hasta poder contar bien cómo era la historia?
—Fue bastante improvisado. Empecé a tirar del hilo de la memoria por orden cronológico de mis recuerdos. Estructuralmente sí que luego, una vez escrito, hice cambios, porque había escenas que eran movibles. No hay flashbacks, pero hay un presente de un tipo de 54 años, que cuenta anécdotas de un encargo editorial. Y hace alguna reflexión sobre su propia realidad de señor casi viejo de 54 años pero bueno, luego se apoderan de toda la narración los hechos de 1986 y 1987. De vez en cuando vuelve a asomar el presente con una conversación por WhatsApp con Pedro, el amigo enfermo, pero eso fluyó de manera improvisada, y es verdad que de los hechos del pasado sí que pude recolocar algunos en la estructura de la novela, una vez que ya estaba acabada.
—¿Trabajaste muy rápido entonces?
—La escribí en 2020 y le dediqué cuatro meses, todo el tiempo libre que tenía. Seguramente descuidé grandes responsabilidades: no leí manuscritos o no edité libros. Tuvo que ser así, intensivo, porque si no no me explico, porque me parece mucho, mucho curro.
—La reescritura también sería complicada.
—Como la dejé un año descansar, más que reescritura hubo corrección, revisión y paciencia; mucha calma. El manuscrito se enriqueció con alguna escena muy maja gracias a recuerdos de otros amigos.
—¿Con cuál?
—Hay una conversación entre Xavi y José Ricardo en el piso a la que yo no pude asistir porque estaba ausente. Y el personaje, Xavi, me la contó después por teléfono, incluso me la escribió. Me pasó unas páginas y yo más o menos con mi estilo la relaté luego.
—¿Qué ocurre cuando uno vuelve a ese pasado? No digo en cuanto a escritor, sino cuando tú has vuelto físicamente a Valencia. ¿Se te revuelven muchas cosas?
—Como me casé con una valenciana, toda la vida hemos vuelto continuamente a la ciudad. No he podido tener un encontronazo histórico, pero ha habido algún momento en el que, estando en Valencia de paso, se me ha ocurrido volver a escenarios muy concretos. Recuerdo que la última vez fui con Rosa a un edificio que yo pensaba que ya no existía. Pero si me preguntas por Valencia en general, te puedo contar distintas historias. También volví al Colegio Mayor Alameda, donde yo no viví, pero sí alguno de los personajes, y entré un día para ver los salones, la escalera, la capilla… los escenarios que conocía. Pero no he podido volver, por ejemplo, al café Zorbas, porque ya no existe, pero sí he pasado varias veces por la calle Joaquín Costa a lo largo de mi vida. Y hasta hace muy poco estaba la tienda de lámparas de aquella época. También hace bastantes años fui a ver a Mercedes, un personaje de la novela.
—Aquella Valencia de tu novela ya no es la misma.
—Sí ha cambiado. Todas las ciudades del Mediterráneo lo han hecho, pero Valencia en especial y para mal. Son no lugares. Es verdad que hay sitios del centro que estaban sucios, pero eran calles que hervían de vida y de autenticidad.
—Dice un momento un personaje de la novela que los amigos se reconocen en el hospital y en la cárcel. ¿Tú estás de acuerdo con esa frase?
—Pues yo creo que sí. Es muy convincente. Parece que tiene mucha sensatez.
—Cuando eres estudiante no hay intereses en juego y ahí todo está a flor de piel.
—Eres más idealista, eres joven, eres más ingenuo. Te crees más generoso, eres más confiado o tienes más ilusión. Se juntan muchos factores. Pero, ¿quién es el amigo de verdad? El amigo de verdad es el que viene a las presentaciones de tus libros. Esa es la prueba. Ja, ja.
—La autoparodia es una de las claves de tu narrativa. Aquí un parecido más que razonable con Felipe de Borbón, entonces Príncipe de Asturias. Y alucinaciones, o un personaje que liga con acento argentino. Veo difícil, e incluso peligroso, que la novela, con tanta acumulación de anécdotas divertidas, pudiera caer en un cierto caos narrativo, pero lo salvas con solvencia. Y además, ambientada en la década de los ochenta, un territorio mítico para muchas personas. Te pregunto por el desarraigo. En la novela cuentas que viviste en Valencia en cuatro pisos de estudiantes, en un colegio mayor, en dos pensiones… Y vuelves a Mallorca y tus padres te han quitado la habitación y te vas a vivir a casa de un familiar.
—¿Todo eso sale en la novela?
—Sí, sí, ja, ja. El desarraigo también es uno de los temas de esta ficción.
—Ni idea. Si lo hay, es un desarraigo inconsciente y positivo. Un desarraigo feliz y celebrado. En parte estoy a favor del desarraigo. ¿A quién le leía yo hace poco en una novela una reivindicación de la casa portátil? Era un concepto más original que lo que te estoy diciendo, o sea, lo de poder echar raíces en 24 horas en cualquier sitio. En Valencia no me sentía que estuviera fuera de mi tierra. Tampoco en Ibiza, donde viví. No sé qué decirte.
—¿Fue muy duro en el momento de escribir la novela haber perdido a tus amigos, no solamente físicamente, algunos por su muerte, sino ya no tener esa comunicación durante tantos años?
—Bueno, fue “triste”, entre comillas. La vida es así, no es fácil conservar los amigos. Es más, en el caso de José Ricardo Ortega, es verdad que lo perdí dos veces: cuando deja de ser amigo tuyo es como un muerto en tu vida, y luego cuando muere físicamente sale del planeta y de la faz de la tierra. Entonces llega el momento en que vuelves a recordar una amistad que fue real, pero al recordarla es como si volvieras a perderla. Ves cambiar tu círculo de amistades y cómo te haces mayor. Y eso implica siempre ver entrar y salir a la gente de tu vida. Y algunas personas te duele que salgan.
—¿Tú crees que la amistad es mucho más valiosa que el amor?
— No [se lo piensa varios segundos]. Depende de qué amor hablemos, ¿no? Pero el amor en el que estoy pensando también incluye la amistad.
—¿Se escribe mejor lejos de Valencia?
—¡Ja, ja! ¡Qué pregunta tan rara!
—La siguiente pregunta es si Mallorca es un buen refugio.
—A ver, la respuesta primera sería no. No creo que tenga Valencia ningún problema como lugar de escritura. Me consta que se escriben grandes novelas desde Valencia y sobre Valencia. Es que es curioso, porque algún crítico me ha dicho que la novela puede estar muy bien, pero que la Valencia de los ochenta no le interesa a nadie.
—Puede ser, porque la Valencia que se conoce más por el gran público, fuera del ámbito local o regional de la zona, es la de los novena, la ruta del bakalao, que tú no conoces, claro.
—Valencia no tiene ningún problema ni como telón de fondo ni como protagonista de mi novela.
—Discrepo. Yo creo que sí es protagonista. Hay toponimia, muchos bares, cafeterías, cómo huele el café en ese piso de estudiantes, los cines…
—A ver, claro, tiene muchísima presencia y novelísticamente es mimado y no desperdiciado el escenario de Valencia, pero lo importante no es la ciudad, no es la protagonista. Entonces, la crítica esa a mí me toca un pie, la verdad.
—“El verano en Mallorca huele a coco”, escribiste en Un turista, un muerto. ¿A qué huele Pisábamos los charcos?
—¿Te quedaste con esa frase?
—La tengo subrayada. ¿Sigue oliendo a coco la isla?
—No. Me acuerdo además de en qué calle de Palma se me ocurrió esa frase y cada vez que paso por esa esquina digo: “Ya no huele a coco”. Se ve que alguien que iba a la playa aquel día cambió de planes a última hora y se metió en el centro de la ciudad.
—“Carmen Mir tenía 30 años y pensaba que siempre había tenido mala suerte”, decías en Gólgota.
—La autoparodia siempre aprovecha la imagen del fracasado amoroso, un personaje especialmente simpático.
—Otra frase de una novela tuya. Esta de Stradivarius Rex: “Lo bueno de despertarte cada día en un pellejo diferente es que aprendes mucho”. Esa frase me parece muy kafkiana, en el sentido literal del término. Podría ser de Kafka.
—No he leído tanto a Kafka, pero es una frase demasiado optimista para ser kafkiana.
—¿Pisábamos los charcos se puede catalogar como una novela de autoficción?
—A mí la etiqueta me molesta, no me convence, no me gusta, me parece una obviedad, una redundancia y algo innecesario. Toda obra literaria es ficticia por el hecho simplemente de que sale de la creatividad de un autor. Me parece un vocablo muy poco afortunado y que no sé si quizás se está dejando de usar.
—Hay algunos nombres que son reales y otros nombres que están cambiados en tu novela. ¿Por qué el protagonista no se llama Román?
—A mí me interesaba mucho ese juego de presentar el libro como una novela. ¿Por qué? Porque tampoco puedo engañar con que todo lo que sale ahí es autobiográfico. Lo importante no es que sea o todo ficción o todo autobiográfico o un 27% de autobiográfico, como dijo Vila-Matas bromeando. Lo importante es que sea un producto literario.
—¿Cuáles son ahora mismo tus autores favoritos?
—Preguntarle a un editor por eso…
—Cita a autores que no sean de Sloper.
—Entendemos que son contemporáneos y autores vivos, de literatura española.
—Puede ser extranjeros o clásicos.
—Voy a ver alguno que me pueda decir: “Por aquí me nutro”.
—Estoy calculando los segundos. Ya van 50 segundos esperando respuesta. Ja, ja.
—¡Qué duro! La pregunta es muy muy concreta.
—La reformulo. ¿Cuáles son los autores que más te han inspirado en la vida?
—Ahí abrimos mucho el abanico.
—Quizá demasiado, sí. La otra es concreta y esta resulta muy amplia.
—Si somos sinceros, me ha influido gente tan distinta y tan rara como Kurt Vonnegut, Chuck Palahniuk, Felipe Hernández —un autor que ya está desaparecido como novelista del panorama nacional después de publicar en Seix Barral y en Planeta— y Homero. En esta novela he tenido muy presente a John Irving por la profusión de detalles e información sobre los personajes y los escenarios que hace en sus novelas. Sí, me pareció que Irving sabe enganchar muy bien al lector de manera fluida.
—¿Te arrepientes de no haber podido dedicar más tiempo a la escritura de libros por la docencia o el trabajo como editor?
—No, si hubiera tenido un proyecto que no hubiera podido sacar adelante, te diría que sí, pero al final he escrito todo lo que he querido.
—Es un privilegio.
—Sí, y es más: quizá si no hubiera sido un profesor, no habría escrito tanto.
—¿Por qué?
—Porque mis fantasías de profesor han alimentado algunas historias, como en mi novela corta Sacrificio. Es una historia absolutamente fabulada, pura invención, pero el personaje principal, no el narrador, es un profesor de Clásicas metido a editor. Es mi perfil, pero todo lo que hace ese personaje no lo he hecho yo nunca en mi vida real. Es una salvajada sobre el mundo editorial y sobre los extremos a los que podría llegar la búsqueda de un éxito editorial. De eso va la novela.
—Reitero lo de privilegio porque hay gente con 50 años que dice que no le va a dar la vida para todos los proyectos de libros que tiene por delante.
—Eso es una amargura, eso es una pesadilla. Yo la vislumbro y la conozco, porque sí que ha habido momentos en mi vida que tenía un proyecto y carecía de tiempo. ¿Y eso qué ha supuesto? Que en vez de escribir una novela en cuatro meses lo he hecho en cuatro años. Y es muy frustrante porque tienes muchas ganas de escribir, que es un subidón. Lo que haces es abortar subidones meses y días, un día tras otro, porque no tienes el tiempo de sentarte a hacerlo.
—Escribir sigue siendo para ti una pasión juvenil. ¿Más la narrativa o la poesía?
—Igual, igual; el mismo placer.
—¿No echas de menos el columnismo?
—No, eso no.
—¿Te quitó tiempo para proyectos?
—Me quitó tiempo, no especialmente para escribir, pero sí para subirme al monte, para tocar la guitarra o estar con los hijos.
—¿Puedes anunciar algo de lo próximo que estás escribiendo?
—No tengo nada en la agenda para ser publicado y no estoy escribiendo nada. Hay un manuscrito que está en el cajón: un diario de ficción de 2021 que se titula Diario de un quely, “quely”, como la galleta mallorquina, un tipo que limpia pisos de alquiler turístico. Trabaja con su mujer, en Mallorca, en el puerto de Pollença. Es un diario de un kelly letraherido. Ja, ja.
—Me parece un temazo.




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