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Seiscientas cuarenta y ocho

Seiscientas cuarenta y ocho

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XLVIII: SEISCIENTAS CUARENTA Y OCHO

María Brito acababa de cumplir los dieciséis el año que nadie quiso ponerle el ramo por San Juan. Los mozos se habían reunido ya a media tarde, ansiosos por alargar la fiesta cuanto fuera posible. Iban de bar en bar con jolgorio de tribu, trasegando vino sin freno, dando voces y luciéndose como pavos reales por todo el pueblo.

—¿A quién le vas a poner el ramo, Carlos? —bromeó Nicolás, el hijo del alcalde, mirándose de reojo en el espejo y atusándose el traje de domingo.

—A Tere Acuña, claro. Así que ya sabéis. Ni se os ocurra.

—Yo se lo quiero poner a Luisa, la del zapatero —anunció Damián—. Qué pechugas que tiene, la madre que la parió…

—Calla, animal —increpó Germán, dándole un capón—. Que Luisa es mi prima, coño.

—¿A quién se lo vas a poner, “Gero”?

—A tu madre, cabrito.

—¡A Elenita Carril, seguro! ¡Y eso que no le hace ni caso!

—¿Y tú, Esteban?

—Se lo pondrá a la Tensi, borregos —intervino Marcial—. A Tensi, la de los ojitos verdes.

Esteban enrojeció hasta la raíz del pelo, intentando ignorar las carcajadas de los demás y el pellizco de sus tripas. Hortensia Valdizán le tenía sorbido el seso desde la escuela. Para él, no había otra ni podría haberla jamás. Se recreó un buen rato en la imagen de su amada, sin hacer el menor caso a la interminable lista de nombres que sus amigos de parranda iban desgranando.

—¿Y María Brito? —preguntó de pronto, sin malicia alguna.

La concurrencia enmudeció un instante y le miraron, pasmados.

—¿María Brito? —se escandalizó Carlos, torciendo el morro—. ¿Estás borracho?

—La estirada esa, no fastidies…

—¡Si tiene ojos de sapo!

—Y unos aires que ya me dirás. Se pensará que es la reina de Saba…

Los Brito habían sido una familia importante, de posibles. Pero de eso hacía lo menos cien años. Tres generaciones de señores fanfarrones y señoras manirrotas dieron al traste con una fortuna que llegó a ser legendaria, y que se fue más rápido de lo que vino. Lo único que sobrevivió a la debacle fue un orgullo descomunal. Por él fue que siguieron comportándose como los marqueses que nunca fueron, pese a los zapatos ya sin suelas y a las telarañas de un caserón en el que cada vez había más parches clareando suelos y paredes, vestigios de cuadros y muebles que, uno tras otro, se malvendían para ir tirando.

Esteban había sido un alma cándida desde el principio de sus días. Era tranquilo, casi melancólico. Más aficionado a los libros que a la escopeta, amante de la botánica y, en secreto, de las novelas románticas de su madre. Por eso, seguramente, no pudo evitar acordarse de María Brito, y la idea de que su ventana fuera la única sin ramo aquella noche, empezó a mortificarle. Acompañó a sus amigos en el via crucis de balcones, y, como había planeado, dejó su ramo de castas rosas blancas en la ventana de Tensi. Cuando, al amanecer, todos los mozos se hubieron retirado, Esteban se escabulló como un zorro, robó unas cuantas rosas más en el jardín de la maestra y las dejó en la reja de María Brito. En su aturullamiento, ni siquiera se fijó en el color de su piadosa ofrenda. Cuando bajó a la cocina, a mediodía, tras dormir como el bendito que era, su hermana menor le salió al paso, sonriente y zalamera.

—¡Le han puesto el ramo a María Brito! —espetó, pletórica—. ¡Rosas rojas! ¿Quién habrá sido el infeliz?

—La gente es muy cruel —suspiró la madre, sirviéndole café a su primogénito—. Mira que burlarse así de la pobre muchacha…

—A lo mejor iba en serio —se defendió Esteban, entre desolado y rabioso—. A lo mejor le gusta a alguno. ¿Qué sabréis vosotras?

Su hermana soltó una carcajada que desbordaba saña. Asqueado, Esteban se bebió el café de un sorbo, achicharrándose la lengua, y se fue a su habitación.

—¿No vas a misa? —le reprochó su madre.

—¡Me duele la cabeza! —mintió él.

Nunca se conoció la identidad del pretendiente secreto de María Brito, lo cual le ahorró a Esteban años y años de mofas y cachondeo. Sin embargo, siempre supo que ella estaba al tanto. Seguramente, le había visto poner el ramo, oculta tras las cortinas. Aquella misma tarde se cruzaron en la plaza, y la mirada de María fue reveladora.

Esteban se casó con Tensi año y medio más tarde. Fue una hermosa ceremonia, con la iglesia del pueblo engalanada de flores blancas. Finalizado el ritual, la pareja salió, entre vítores y aplausos. Apenas habían descendido la escalinata cuando una figura se encaró con ellos, abofeteando al recién casado con insólita furia.

—¡Puerco! ¡Mentiroso! —chilló María Brito, indignada y llorosa—. ¡Yo soy tu novia! ¿Cómo te atreves?

Unos primos de Tensi se la llevaron casi a rastras, mientras estallaban los murmullos. Esteban, con la mejilla como un tomate maduro, miró a su esposa, sin saber qué decir.

—Tranquilo —lo apaciguó ella, dándole la mano—. Vamos a seguir con la fiesta. Algún día nos reiremos de esto.

El matrimonio les duró toda la vida, y fue tan feliz como solo ellos dos lo imaginaron. Tuvieron sus más y sus menos, sus alegrías y sus penas, sus enfados absurdos y sus fogosas reconciliaciones. La bendición de una hija tardía les pilló por sorpresa, y la prematura muerte de esta, en plena juventud, resultó un golpe del que pensaron que no se recobrarían jamás. Lo hicieron, de algún modo. Con sus miradas cómplices, sus largos paseos en silencio, sus dedos entrelazados, incluso en la vejez. María Brito fue el más terco de sus problemas. Durante años, alentada por la maldad de los vecinos, que se recreaban viéndola perder la chaveta, organizó un escándalo tras otro, gritando a los cuatro vientos que tal matrimonio era una farsa y que ella era la auténtica novia de Esteban.

—¡Me tiene hasta la coronilla! —se lamentaba él, ya sin rastro de paciencia—. ¡Un día la mato, Tensi! ¡Te juro que la mato!

—No digas majaderías —replicaba su mujer, serena—. ¿No ves que no está en sus cabales, la pobre? Culpa tuya, por ponerle el ramo. De rosas rojas, además, qué atrevimiento…

Esteban no estaba para chanzas. Agradecía enormemente que Tensi no se tomara a mal los arrebatos pasionales de María Brito, pero aquella historia le tenía francamente harto. Y, de repente, un día se acabó. Sin previo aviso, obedeciendo a Dios sabe qué misterioso influjo, la novia que nunca fue empezó a comportarse de un modo intachable, todo sonrisas y buenas palabras. Jamás llegaron a intimar con ella, ni Esteban se hubiera arriesgado por nada del mundo a un acercamiento, pero, al menos, se puso fin a las hostilidades.

Cuando Esteban murió, cumplidos los ochenta y dos años, las dos mujeres que le amaron lloraron casi una hora ante su tumba, y se marcharon del cementerio, cogidas del brazo. Junto a la fuente, María Brito soltó un larguísimo suspiro. Se apartó de la cara un mechón, fugitivo de su moño desgreñado, y metió la mano en las profundidades del horrendo bolso que jamás la abandonaba. Extrajo un puñado de sobres amarillentos, atados con una cinta azul celeste.

—No están todas —aclaró enseguida, casi desafiante—. Las más bonitas me las quedo.

—Desde luego —respondió Tensi con dulzura—. Son tuyas.

Aceptó las cartas, que crujieron entre sus dedos. El nombre de Esteban aparecía en cada remite. Escrito con la hermosa y picuda caligrafía de su mujer.

—Las he contado, ¿sabes? —dijo María de pronto—. Una por estación, durante cincuenta y tres años. Eso hacen doscientas doce.

—Lo sé.

—Y las rosas. Una docena, por San Juan. Rojas, todas rojas.

—Seiscientas treinta y seis —concluyó Tensi.

—Seiscientas cuarenta y ocho —corrigió María—. Contando las doce primeras.

—Cierto.

—Así que debió quererme, ¿verdad?

Tensi miró aquellos ojos saltones, llenos de anhelo y de locura. La besó en la mejilla.

—Claro que sí. Debió quererte mucho.

Se enjugó las lágrimas, viendo a María Brito alejarse cruzando la plaza. Erguida como una reina, orgullosa. Con la barbilla en alto y el bolso bien apretado contra el pecho.

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