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Selección del concurso de relatos #VocesdeUcrania

Selección del concurso de relatos #VocesdeUcrania

Con este concurso, patrocinado por Iberdrola, nuestro objetivo es solidarizarnos con las víctimas de la invasión de Ucrania. Desde el lunes 13 hasta el domingo 20 de marzo de 2022 se han presentado más de 300 historias en nuestro foro.

Hoy publicamos la selección de los 10 relatos que optan a los premios de #VocesdeUcrania El viernes 25 de marzo de 2022 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premio de 500 euros, que serán donados a las organizaciones humanitarias que elijan.

El jurado de esta edición está formado por los escritores Margaryta Yakovenko, Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

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1

Autor: Lola Sanabria

Título: Vuestras guerras, nuestros muertos

Voy de la habitación de mi madre a la de mis niños y a la nuestra; de la cocina, al baño. Día y noche. Los cuento y recuento. Sigue faltando él. A veces ocurre el milagro de unos minutos de silencio atronador. Entonces echo el pestillo, bajo la tapa y me siento en el váter a llorar. Ruedan las lágrimas, redondas y pesadas, por mi cara, bajan y se despeñan en mis rodillas y corren por los cauces secos de las junturas de las baldosas. La primera vez que lloré aquellas lágrimas que se movían bajo la presión de un dedo pero no se deshacían, comenté la rareza con el médico del vecindario y se quedó embobado con aquellas bolitas parecidas al mercurio. Vinieron a llevárselas para analizarlas: agua y sal, poco más. Y sin embargo, densas como metal líquido. Experimentaron con los monos. Ninguno sobrevivió. Muerte por tristeza extrema, determinó el forense. El ejército me ofreció comprar mis lágrimas para la guerra, pero yo no quise. Así pues, cuando un grito tras una detonación me reclama, me pongo de rodillas y busco bien por todos los rincones, las recojo y las meto en un termo grande de acero inoxidable y enrosco bien la tapa para que no lleguen nunca a las manos de mis hijos, para que nunca se usen como armas.

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2

Autor: Ignacio Cortina

Título: Algodón de azúcar

Cuando el primer misil estalló a pocas manzanas de su habitación, Daryna se tapó las orejas con sus pequeñas manos y cerró los ojos, apretando con fuerza los párpados. Imaginó que era un día de verano y que el sol brillaba en lo alto, mientras arrancaba trozos de un enorme algodón de azúcar rosado. Cada vez que uno de los pedazos se deshacía de manera instantánea en su boca, no podía contener una sonrisa. La siguiente explosión lo convirtió en un verano eterno.

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3

Autor: Inma Sánchez Lluch

Título: DECLARACIÓN DE (NO)GUERRA

Declaro una guerra donde
el dictador será un maestro que incite a escribir,
y los soldados de plomo.

La arena de playa se utilizará para construir castillos
y no para llenar sacos de trincheras.

En las batallas se usarán globos de agua,
y los niños se refugiarán en parques de bolas.

Se abandonará el país en caso de tener que disfrutar las vacaciones,
y lanzar bombas será una forma de tirarse a la piscina.

Los tanques se emplearán para tomar cerveza fresca,
y no se conquistarán territorios, sino personas amadas.

La pólvora amenizará fiestas,
y si alguien muere… será de risa.

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4

Autor: Susana Rizo

Título: Miradnos

Tras recorrer las escaleras empezamos a perder el rostro donde solo residía lo cotidiano. Ahora, en este nuevo infierno, el registro ha cambiado. Solo lo inmediato importa. Arriba, otros mueren para que ese ayer y este último refugio perduren. Permanecemos muy quietos, en silencio. A través de las paredes se escucha el silbido de la metralla y el rugir de los misiles. Todo tiembla. Muy cerca algún edificio, herido de muerte, se está derrumbando. Tal vez sea el mío. Hace mucho frío y me aferro a la manta, bloqueando, como hacemos todos, el pánico. Solo podemos esperar. Solo queda resistir.

En la estampa ocre que compone nuestro sigilo veo las motas de color de las colchas que día tras día se van degradando, como si se marchitaran al mismo tiempo que se consumen las fuerzas. Conformamos manchas de pintura abstracta en un caótico cuadro. Hemos ido conquistando cada uno de esos diminutos reductos donde esparcimos los enseres de esta irrealidad en la que se ha convertido cada día, y cada noche.

El hogar que pudimos llevar con nosotros está concentrado en un carro de la compra, en una maleta o en un cesto. No hay fotos dentro. No hay recuerdos. Solo ropa de abrigo y medicamentos, que tarde o temprano se agotarán. La comida llega en raciones cuando salimos por turnos al exterior, un mundo extraño, amenazante y gris en el que se ha convertido mi ciudad. Ese breve intercambio de aire, cuando nos reencontramos con los nuestros, es nuestro hálito de esperanza, como lo es la risa espontánea que surge de algún rincón o del cruce de nuestras miradas. La poderosa sustancia de la compasión y el amor que compacta nuestro fracturado mundo es cuanto tenemos.

El objeto más insignificante me devuelve ahora una insólita sensación de amabilidad, como la esterilla a la que nunca hice demasiado caso y me aísla del frío y duro suelo del andén. Ecos de una comodidad remota. La vida transcurre compartiendo el dolor y la incertidumbre con nuestros compañeros de refugio, y buscando la intimidad del silencio imposible.

Ayer nacieron Anna y Svetlana. Apenas lloran. Sus madres las acunan mientras cantan en susurros. Las demás mujeres miran a los hijos para contarles una verdad a medias. La anciana de la mantilla aguanta estoicamente sus achaques y pasa las horas mirando sin inmutarse, resignada. No siente temor. No se hace preguntas, ni se las hace al resto. En algún lugar, alguien está viendo a través de una pantalla los instantes de nuestro horror. Un momento después la imagen cambia, es un árbol que florece en alguna parte, ajeno a todo, imperturbable. Pero nosotros seguimos aquí, mientras afuera el fuego cruzado deja cuerpos retorcidos y maletas que se detienen para siempre. Inertes.

Somos masa y todo se ha vuelto esencial. A veces, una reacción se contagia como antes hiciera el virus mortífero que también nos convirtió en máscaras. Una risa espontánea y extraña, esa especie de calma en la tregua de los estallidos, el llanto. Detrás de todo solo hay cansancio. La lejanía de lo familiar arrebata el rostro, y con él, todos los detalles. Somos uno y millones de historias en cada uno.

Resistimos en la hora oscura, mientras el cielo se tiñe de negro y las calles de rojo. En mitad del inmenso lienzo cada leve movimiento es un grito por la libertad.

Quiero dejar de ser una mancha más en ese cuadro del espanto. Miro directamente a una de las cámaras de un reportero que ha bajado a nuestro sótano. Son apenas unos segundos. Estoy dirigiéndome al mundo entero.

Miradnos.

Devolvednos nuestro rostro.

5

Autor: Anna Melnique

Título: Y ahora, ¿qué?

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—Y ahora, ¿qué?
Olga hablaba con voz entrecortada, temblorosa. Sus manos estaban frías, sus ojos, llenos de tristeza congelada. No encontré palabras para contestarle. Ella prosiguió:
—Podríamos irnos al Oeste. Luego a Polonia, quizá. Todavía hay trenes.
Nos abrazamos, tumbados en el pasillo de su piso, supuestamente el lugar más seguro durante los bombardeos. Estábamos tan agotados que ya logramos dormir a pesar de las sirenas y las explosiones. Llevábamos así una semana.
Por fin conseguí murmurar:
—Ya sabes, no me van a dejar salir. Y mi madre…

De repente Olga se levantó. Dijo con frialdad:
—Tu madre cree en lo que dice la televisión allí. Que somos unos nazis despiadados y que es una operación especial. Ni siquiera quiere escucharte a ti, que estás aquí bajo los bombardeos.
—Ya.
—Y si esto va para largo, te pueden movilizar. ¿Te convertirás en uno de ellos? Dime, Sasha, ¿vas a matarnos como nos matan ellos?
Su voz temblaba cada vez más.
—No pienso volver allí —dije—. Pero mi madre… Y tampoco podré vivir aquí con mi pasaporte ruso. Ahora soy enemigo para vosotros. Para ti.
—Esto es una guerra, Sasha. Cada uno tiene que elegir de qué lado está.

***

Salí del piso antes de la madrugada, mientras Olga seguía dormida en el colchón, tan bella, sus mechones oscuros cubriendo la almohada entera. En las calles oscuras todavía reinaba un silencio que asustaba más que los disparos.

***

—¿Tiene alguna experiencia militar?
—No.
—¿Está seguro de que quiere ser voluntario en la Defensa Territorial de Kyiv?
—Sí.
—Vale, su pasaporte, por favor.

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6

Autor: Karen Stadler-Marcos

Título: Otro día más

En una maternidad de Zaporiyia, Natasha se encoge en un rincón de la sala de prematuros, con el biberón en la mano, hasta sentarse en el suelo junto a la única incubadora que aún sigue funcionando. Dentro de ella hay tres bebés, dos de los cuales mueven de vez en cuando las manitas o lloran un poco. El tercero es el que ella querría haber alimentado. Además de sin leche, ahora Natasha se ha quedado sin lágrimas.

Mientras tanto, en Odesa, su hermano Vitali está cerca de la playa, junto al camión en el que está cargando los sacos de arena que sus compañeros y él acaban de llenar, cuando suenan las alarmas aéreas. Todos corren a la zona portuaria, a refugiarse en los sótanos de alguno de los locales de alterne. Vitali se sienta en un rincón y controla su móvil. Hay un mensaje de Ksenia, su mujer.

Ella está en Algo-dorf, un pueblo perdido de Alemania, con los ojos enrojecidos por el llanto, sentada en un rincón de un campamento improvisado en los almacenes de una empresa de modas. El mensaje dice: “Tres tests hoy. Tuberculosis negativo, covid-19 negativo, embarazo positivo”. Vitali no sabe si reír o llorar.

Afuera el mundo sigue girando.

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7

Autor: Natalia MP

Título: Maslenitsa

«Maslenitsa significa el día en el que el invierno y la primavera luchan entre ellos para quedarse»— me explicaba siempre la babushka Tatiana cuando me quedaba con los ojos fijos al fuego que devoraba al espantapájaros de paja en las fiestas que se celebraban durante la Cuaresma.

Ahora también veo un fuego, pero uno distinto y fatuo en los ojos de Kiril; en sus grandes y rasgados ojos negros de herencia kazaja que le dejó su madre que ya no está.

«¿Maslenitsa?»— le digo a Kiril mientras le tiendo un par de blinis que nos han dado unos chicos voluntarios que ayudan también a otros como nosotros en la estación a la que acabamos de llegar. Debido a que siempre nos atiborrábamos de blinis durante la Cuaresma cuando aún era muy pequeñito, aprendió a llamarlos así. Y aún así lo seguimos llamamdo cariñosamente como en un lenguaje cómplice establecido entre nosotros y que sólo nosotros entendemos.

Desde que los granizos alcanzaron el sótano donde nos refugiábamos junto a su madre y el resto de nuestras familias y todo se convirtió en humo negro —literal y metafóricamente—, no ha vuelto a articular palabra. Estoy preocupada. Ni siquiera ha preguntado por ella. Quizás evita encontrar la respuesta certera a dónde está. O de dónde no está. Porque ya no está.

Supongo que uno de los mayores actos de defensa del ser humano es permanecer en la oscura ignorancia para sobrevivir. Para no saber. Para no pensar ni preguntarse: «¿por qué a mí?» aunque sólo tengas cinco años.

Kiril es el hijo de la que era mi mejor amiga. Siempre le he profesado un profundo amor en contraposición al sufrimiento que me producía no poder tener hijos. Por caprichos del destino Dios acaba de regalarme uno. O más que Dios: la guerra.

Después de quince días de eso, de guerra, sin decir ni una sola palabra, el pequeño por fin pronuncia la primera: «da«, coge los blinis que tanto le gustan y pronuncia una segunda «da, Maslenitsa«. Y sonríe.

Me agacho, lo cojo a pesar de las pocas fuerzas que tengo ya y le abrazo como quien abraza a lo único que le queda. Él me responde al inesperado acto de cariño y me toca la cara con sus manitas aún pringosas. Lo miro. Lo miro a sus grandes y rasgados ojos negros y, a sabiendas de que no entenderá nada de lo que le digo, le susurro: «Kiril, nos ha vencido el invierno».

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8

Autor: Irene Madrigal González

Título: Su refugio

Oleksandr removía el café lentamente mientras miraba por la ventana de la cocina. Atravesaba el cristal con la mirada sin ver nada, con los ojos llorosos y sumido en un solo pensamiento: «¿qué podía hacer?». Tenía la radio de fondo. Era un viejo aparato a pilas, que daba gracias por haber conservado, puesto que hacía ya dos días que no tenían electricidad en casa. La guerra estaba acabando con todo, desde sus sencillas rutinas de jubilado, a la vida de miles de jóvenes y no tan jóvenes; algunos de ellos soldados por accidente u obligación, que por amor a su patria habían decidido exponer su vida para defender sus hogares. Según decían las noticias, las fuerzas enemigas rusas avanzaban inexorablemente en Kiev y pronto llegarían a su zona. En los últimos días, habían tomado territorio rápidamente y se habían hecho con el control de la planta de energía nuclear que les abastecía de electricidad. Era marzo, pero en Ucrania el invierno seguía castigando, con su frío letal, hasta entrado el mes de abril. Su casa se había convertido en una nevera. A él no le importaba demasiado, pese a que la artrosis le castigaba más las rodillas con el frío; quien le preocupaba era su mujer.

Natalka vivía ajena a la guerra. El alzheimer servía de filtro para emborronar tan cruda situación. Era la primera vez, desde que le diagnosticaron la enfermedad hacía ya seis años, que Olek le veía algo positivo a ese ladrón invisible que tan cruelmente le robaba los recuerdos a su amada esposa. Su deterioro era ya evidente, no sólo en su mente, sino en su estado físico. Cada día le costaba más levantarse de la cama, y más aun desde que empezó la guerra y habían dejado de salir a la calle a pasear. Él salía sólo para lo imprescindible: comprar comida y medicinas. Cada día era más difícil conseguir cosas básicas. Le daba pavor que algo ocurriera mientras ella estaba sola en casa, así que espaciaba sus salidas tanto como le era posible.

No tenían hijos. La vida les negó ese regalo, pese a que se lo pidieron con toda la fuerza del gran amor que se tenían. Durante un tiempo, eso entristeció mucho a Natalka, pero se querían tanto que tenerse el uno al otro bastaba para llenar sus vidas y sus corazones. Ya habían cumplido cincuenta y dos años de casados, y Olek no cambiaría ni un solo minuto de ellos por nada del mundo. Habían vivido en esa casa desde que se casaron. Allí tenían todos sus recuerdos. Era el escenario que había albergado tantos momentos compartidos; de los más felices a los más tristes: cada despertar junto a su amada, el canturreo animado de Natalka mientras cocinaba, el resonar de su risa cuando él le gastaba alguna de sus bromas, sus primeros olvidos, tontos despistes que después no lo fueron tanto, y las lágrimas compartidas cuando esos episodios tuvieron nombre: alzheimer. Pero eran sus recuerdos, era su vida, y a su manera, con estar juntos eran felices. Por eso no iban a dejar su casa. Pasara lo que pasara, había decidido que iban a quedarse allí. No podía llevarse a su mujer él solo, y tampoco tenían dónde ir. Si la vida, una vez más, había decido por ellos, si su final estaba próximo, lo afrontarían con valentía, pero juntos. Lo harían unidos como siempre lo habían estado. En su hogar. En su refugio.

Y en ese pensamiento estaba Oleksandr cuando escuchó acercarse los lentos pasos de Natalka, arrastrando suavemente las zapatillas por el pasillo. Apagó la radio rápidamente para que ella no pudiera escuchar la realidad de la que él intentaba protegerla.

—¡Qué frío hace hoy! —dijo ella—. ¿Por qué no has encendido la calefacción?

—¡Qué cosas tienes! Eres una friolera. Espera, te traeré un chal para que te cubras los hombros, ya sabes que siempre se te quedan fríos, incluso en días tan cálidos como este. Siéntate y tómate esta taza de café mientras. Ya verás cómo se te arregla el cuerpo.

—¡Qué haría yo sin ti! —exclamó ella.

«No. ¡Qué haría yo sin ti!», pensó él.

Ella sujetó la taza entre las manos, sintiendo que el calor que desprendía le calmaba el dolor de los dedos rígidos y entumecidos por el frío, y por los años. La fina piel marchita se le coloreó por un momento, ruborizada por el agradable calor de la taza. Reconfortada dio un sorbo y sonrió, mientras él le echaba el chal cariñosamente sobre los hombros.

—Olek, ¿qué cuece en ese puchero? —quiso saber ella—. ¿Y por qué has sacado ese hornillo de gas? ¡Tiene más años que tú y yo juntos!

No podía decirle la verdad, así que contestaba a sus preguntas con la primera excusa que se le ocurría.

—Estoy haciendo sopa de patata, y ya sabes que no sabe igual si no se prepara al fuego. Las cocinas modernas sólo sirven para salir del paso, pero la comida no sabe a nada con esas vitrocerámicas.

—¿Sopa de patata otra vez? —preguntó ella.

—¡Pero si hace un siglo que no la preparo! Y hoy me he levantado con antojo.

La verdad es que no les quedaban mucho más que patatas y algunas cebollas en la despensa, y llevaban una semana comiendo sopa. Al menos calentaba el cuerpo.

De repente un gran estruendo sonó a lo lejos. Un rugido de odio que anunciaba muerte y vacío. Una explosión de egoísmo e injusticia que sobrecogió el corazón de Olek, confirmando el peor de sus temores: las bombas se acercaban.

Natalka se sobresaltó, y asustada miró a su marido con miedo en sus ojos grises, ahumados por la huella del tiempo.

Él le cogió la mano con cariño, intentando disimular el temblor del pánico en su voz.

—No tengas miedo, mi amor. Es sólo que se aproxima una gran tormenta. Habrá rayos y fuertes truenos, según han dicho en las noticias. No temas, como siempre, yo estaré contigo.

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9

Autor: Candelas Peral García

Título: Fragmento del Diario de Iryna

Jueves 24 de febrero:

Hoy no había hecho los deberes de Mates y la profe me ha sacado a la pizarra. Creo que no lo ha notado mucho. Cuando estaba haciendo el ejercicio me he dado la vuelta y he visto como Marko me miraba de arriba abajo. A ver si de una vez deja a esa chica de tercero. No lo puedo evitar, me gusta aunque se lo tiene un poco creído.

Luego he ido corriendo al conservatorio. Hoy hemos empezado una obra nueva, y mientras la profesora tocaba yo acariciaba con los ojos cerrados mi violín color miel. Me he acordado de mi abuela. Ella me lo regaló y siempre le gustaba oírme tocar.

Viernes 25 de febrero:

Cuando he salido de la ducha esta mañana he oído a mis padres discutiendo en la cocina. Últimamente les noto raros, ellos antes no discutían. Lana estaba con cara triste esperando a la puerta del baño agarrada a Misha. No le gusta cuando la gente se enfada. Yo le he dado un abrazo, le he dicho que no pasa nada, que los mayores son así, no hay quién les entienda.

En el instituto hoy ha habido un simulacro.  Estábamos en clase de Física cuando se ha empezado a oír la señal de alarma. Como otras veces, hemos dejado todas nuestras cosas y hemos salido de forma ordenada al sótano del edificio. Marko se ha sentado a mi lado. Me encanta su sonrisa, es como si me envolviera con ella. Al cabo de un rato se ha empezado a correr la voz de que no era una simulación, que esta vez iba en serio. Al final de la mañana hemos vuelto arriba, y en el salón de actos el director nos ha dicho que se suspenden las clases hasta nuevo aviso. ¡Qué rabia! Ahora que parecía que Marko se fijaba en mí.

Sábado 26 de febrero:

Hoy la piscina no estaba abierta. En la puerta había un cartel que ponía: “Cerrada por mantenimiento”. Me he vuelto a casa. Como no tenía nada que hacer me he ido con mis padres, Lana y su osito gris a hacer la compra al hipermercado. En la gasolinera hemos tenido que aguantar una fila de más de una hora. Menos mal que llevaba los auriculares para escuchar música. El supermercado estaba hasta arriba. He visto a dos señoras discutiendo por una garrafa de aceite. Muchos de los estantes estaban vacíos. Lana se ha quedado sin sus cereales preferidos, mi madre se ha llevado la última bolsa de manzanas y mi padre ya no ha encontrado espuma de afeitar. Lo único bueno es que ya no quedaban arenques en la pescadería. Los odio.

Domingo 27 de febrero:

Mi padre se pasa todo el día con la radio puesta oyendo las noticias. Mi madre, de un lado para otro, haciendo como que limpia. Está nerviosa. Esta tarde ha dicho que al menos ya no están los abuelos para ver esto. Lana no suelta a su peluche. Me he pasado toda la tarde tocando el violín mientras pienso en Marko. Me gustaría estar con él. Seguro que ya ha dejado a la chica de tercero.

Lunes 28 de febrero:

Esta mañana se me ha roto una cuerda del violín y ya no he podido tocar más. Como no hay calefacción y hace frío me he ido a la cama de Lana. Mamá nos ha traído unas tostadas calientes con mermelada de naranja y se nos ha llenado la cama de migas. Después hemos estado haciendo una pelea de cosquillas.

A la hora de comer mi padre nos ha dicho que estamos en guerra. Yo ya lo sabía. Estaba muy serio, además le está saliendo barba y parece mayor. Después de eso la comida ya no sabía igual.  Por la noche, Lana me ha preguntado que qué era una “guerra” y yo le he dicho que es cuando un país no te quiere. Sus ojos verdes me miraban sin entender. Le he explicado que es como si el malote de tu clase se metiera contigo, te insultara y luego te diera un empujón. Entonces me ha preguntado: “¿Y también nos ha puesto la zancadilla?”.

Martes 1 de marzo:

Otra vez les he oído discutir, pero lo hacían en voz baja. Cuando  he llegado a la cocina mi madre miraba por la ventana mientras mi padre le acariciaba el pelo. A la hora de comer mi padre ha apagado la radio y nos ha explicado que nos tenemos que ir. Que no podemos seguir allí, que es peligroso porque el enemigo está cada vez más cerca. Mi madre estaba muy callada y he visto cómo ponía su mano pálida encima de la de mi padre, que estaba firme sobre el mantel azul de girasoles amarillos. Ha dicho que nos llevará a la frontera y él se volverá a ayudar a nuestro país. Por la tarde he hecho mi maleta, no sé cuándo volveremos. Salimos mañana temprano.

Miércoles 2 de marzo:

Estamos en el coche. Llevamos dos maletas y una bolsa de viaje. Mi padre ha puesto a Chopin, el preferido de mi madre, y de vez en cuando lo cambia para oír las noticias. Me pongo mi música y pienso en Marko. Por la carretera se ven muchos coches que salen de la ciudad como nosotros, casi ninguno entra. Mi padre nos ha contado otra vez la historia del loro que decía palabrotas. Lana siempre se ríe, pero yo ya no tengo ganas.

Queda un cuarto de hora para llegar a la frontera. Desde la ventanilla veo gente andando por el arcén arrastrando sus maletas. He apagado la música y me he quitado los auriculares. Ya no se escucha la radio. En el coche ahora nadie habla. Dentro de un rato nos despediremos de mi padre. Mi violín se quedó allí.

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10

Autor: Elena Enciso

Título: Limpieza de sangre

Por fuera parecía una fábrica de lavadoras casi idéntica a aquella en la que trabajó mi padre durante décadas. Lavadoras Koroliev, orgullo soviético.
Entramos y lo registramos todo.
Fue Viktor el que encontró la doble pared detrás de una estantería repleta de herramientas y de utensilios abandonados. Le pegó con la culata del fusil –‘aquí parece que hay algo’– y se abrió ante nosotros: unas escaleras grasientas que conducían a la oscuridad.
Cargamos los fusiles y bajamos con cautela.
Un sótano sin ventanas con un corredor al fondo. Paredes grasientas, cucarachas, suciedad, olor a basura… Varias mujeres sentadas en el suelo o tiradas encima de unos colchones viejos. Cuando nos vieron llegar se incorporaron, se pegaron a la pared sin decir nada. Los ojos paralizados. Una mujer dándole el pecho a su hijo. El niño giró la cabeza, nos miró, y después siguió chupando de la teta. Toda la estancia mal iluminada por una sola bombilla que colgaba del techo en el centro de la habitación. Otra mujer se levantó y Andrey le pegó con el fusil. La mujer cayó al suelo.
–No las toquéis –dijo el teniente.
Las órdenes eran claras: ‘quien le haga daño a una mujer inocente o a un niño indefenso, lo pagará con el gulag.’ Palabras del mayor Antonov. ¿Un poco de humanidad en medio de tanta barbarie? Puede ser, pero también un argumento siniestro: ‘si queremos reconstruir la gran patria soviética, debemos cuidar a las mujeres y a los niños, ellos son la esperanza y el futuro.’
Miro a las mujeres: los ojos aterrados, pero también llenos de odio. No me parece que quieran volver a la gran patria…
De pronto, un ruido dentro del corredor. Una rata seguramente. El teniente les hace una señal a Viktor y a Andrey para que vayan. Nosotros dos nos quedamos vigilando a las mujeres, apuntándolas con nuestros fusiles. La que intente hacerse la valiente lo pagará caro. Nadie se mueve. Viktor y Andrey entran en el corredor. Se escuchan voces, forcejeos, y al cabo del rato aparecen con un hombre.
–¡Camina! –le dicen.
El hombre sale y se sienta debajo de la bombilla para que lo veamos bien. Las manos detrás de la cabeza. El fusil de Viktor apuntándole al pecho.
Lo reconozco al instante. Es Pavel, mi antiguo amigo, mi compañero de colegio. Nuestros padres trabajaban juntos. Vivíamos en el mismo edificio. Me mira aterrado, mira mi uniforme y mi nueva bandera cosida en el pecho.
–Vaya, vaya… –dice el teniente–, ¿qué tenemos aquí?
Saca su pistola, la manosea, la pone a contraluz para que se vea bien. Sonríe, enseña los dientes, parece disfrutar con la crueldad.
–¿Qué pensabas, que no te íbamos a encontrar?
Da varios pasos, le escupe en la cara, le pega un culatazo. Las mujeres gritan.
–¡La que se mueva está muerta!
Pavel me mira. ¿Cuántos años hace que no nos vemos? Quince, por lo menos. Desde que me fui a Rusia a vivir con mis abuelos. Él se quedó en Ucrania y perdimos el contacto. Creo que fue a la universidad.
El teniente se pasea por la habitación. Después se detiene y me da su pistola:
–Hazlo tú, acaba con esta rata, demuestra que eres uno de los nuestros.
Él conoce mis raíces, quiere que renuncie a ellas, que abrace la pureza de la sangre. La pureza de la sangre…, ese argumento tan líquido y perverso…
–Hazlo –me dice.
Las órdenes son claras: ‘todo varón adulto que sea capturado en combate será considerado un enemigo de la patria y por tanto una amenaza, y será debidamente ajusticiado.’ Sin juicios ni historias. Un tiro en la frente y se acabó.
Cojo la pistola y miro a Pavel. Él me mira aterrado. ‘No lo hagas’, parece decirme, ‘no tienes por qué hacerlo, somos amigos.’ ‘Somos amigos, pero ahora estoy en el otro bando. Si no lo hago me matarán ellos a mí.’ ‘No lo hagas, por favor, tengo mujer e hijo.’ La mujer me mira desde una esquina. Sus ojos me suplican que no lo haga. El niño ya no mama, ahora está en brazos de su madre mirándome sin entender nada.
Viktor y Andrey apuntan a las mujeres. La que se mueva está muerta.
¿Por qué lo hacemos aquí?, ¿por qué no nos vamos a otro sitio donde nadie nos vea?, ¿por qué no evitarles el sufrimiento de tener que ver morir a uno de los suyos en directo? Miro al teniente.
–¿A qué esperas?, hazlo.
Miro a Pavel. ‘¿Por qué demonios te has tenido que esconder en este agujero? ¿Por qué no estás en el frente como todos? Sabes perfectamente que no podemos hacer prisioneros de guerra. Lo tenemos prohibido. Todo varón adulto del enemigo será considerado un traidor a la gran patria soviética y…’ ‘¿La gran patria soviética? ¿Qué demonios es eso? Tú y yo somos amigos. ¿No te acuerdas?’
Por supuesto que me acuerdo. Tantos años de colegio y de juegos en el parque. Tantos recuerdos… Aquella vez que fuimos al bosque a jugar a cosacos y ladrones. Nos escondimos tan bien que no nos pudieron encontrar. Cuando se hizo de noche salimos y ya no había nadie. Se habían ido todos. No sé cómo conseguimos volver a casa. Estaba tan oscuro… No teníamos linterna, yo estaba muerto de miedo, pero Pavel consiguió encontrar el camino en medio de la oscuridad…
Pongo el dedo en el gatillo, levanto la pistola, y me doy la vuelta. El teniente me apunta con su fusil y me dice que siga, que proceda. Acerco la pistola a la frente de Pavel y pido perdón. ‘Perdóname, Pavel… Que me perdone el cielo.’ Cierro los ojos, intento dejar la mente en blanco, y entonces lo veo claro: encontrar el camino en medio de la oscuridad. Me giro rápidamente y disparo a la bombilla. Que sea lo que dios quiera.
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