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Sergio del Molino: «Nadie puede escribir literatura que diga algo al mundo al calor de una tribu»

Sergio del Molino: «Nadie puede escribir literatura que diga algo al mundo al calor de una tribu»

Tres hermanos se encuentran entre las tumbas vacías de aviadores del cementerio alemán de Zaragoza, que conservan las muescas negras de los cigarrillos que fumaban allí a escondidas cuando eran niños. Gabi, el mayor, cantante y homosexual, acaba de morir, propiciando así el reencuentro de los otros dos: el melancólico intelectual Fede y la ambiciosa política Eva. Son los últimos vástagos de una dinastía industrial alemana cuyos orígenes datan de dos barcos germanos con seiscientos ocupantes que llegaron a la península desde el Camerún en 1916 y echaron raíces y prosperaron en la capital aragonesa. Son también los últimos depositarios de un pasado familiar tenebroso que deberán enfrentar al fin para poder seguir adelante.

Los alemanes (premio Alfaguara 2024), la última novela de Sergio del Molino (1979), se sirve de una peripecia apenas conocida para urdir una historia compleja y emocionante sobre la memoria, la culpa y la amenaza que el pasado tiende sobre el presente. Y plagada de personajes memorables: nazis salchicheros, mafiosos judíos cazanazis, políticos corruptos y tres fascinantes hermanos cuyos distintos puntos de vista se alternan y contraponen sinfónicamente.

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—Explica en el epílogo cómo fue su encuentro con esos papelotes con el discurso de Goebbels editados en Zaragoza en los años cuarenta, el hilo del que nace esta novela. Pero, ¿qué llamó su atención de aquella historia? ¿Y por qué decidió que ahí había una novela?

"El narrador omnisciente es un mito. No ha existido nunca. El narrador omnisciente siempre se ha trampeado"

—Me llamó mucho la atención la historia de la construcción de una patria imaginaria. Encontré muchos elementos de desarraigo, de desubicación y de extrañeza con los que yo me siento identificado. Pensé que podía proyectar mis propios sentimientos y mi biografía sobre esos personajes que han fabricado su propio mundo  sin ninguna relación con el mundo de alrededor. Viven encapsulados dentro de una realidad paralela.

—Hábleme de la construcción narrativa, de los puntos de vista que se alternan. ¿Podemos decir que el narrador omnisciente es hoy algo vergonzante?

—El narrador omnisciente es un mito. No ha existido nunca. El narrador omnisciente siempre se ha trampeado, como se trampean los planos secuencia en el cine. Siempre ha estado pegado a la consciencia de algún personaje. Una narración omnisciente pura sería ilegible. Me interesa mucho más la teoría del lector omnisciente. Quería que fuera el lector quien completase la historia, porque es la forma en la que puede implicarse. Cada personaje tiene su propia visión parcial, y el único que realmente lo sabe todo, que conoce todos los secretos, es el lector. Como ese lector de Sherlock Holmes que va anticipando la resolución del enigma y se cree más listo que el detective.

—Los tres hermanos Schuster protagonistas son los herederos de un imperio salchichero que data del Tercer Reich. Nazis y salchichas. ¿Es una metáfora del pasado oculto o más bien de la indigestión, como le ocurre a Fede después de comerse un currywurst aeroportuario?

—Muy bien traído. De hecho, Fede es el único de sus hermanos que se come lo que fabrica su familia, como una suerte de penitencia. Me interesa más eso que la idea de que las salchichas son materia secreta embutida. ¿Qué haces con tu herencia? Fede se tiene que zampar la herencia muy a su pesar porque la detesta. Es un bulímico del pasado.

—La banalidad del mal. El manido y polémico leitmotiv de Hannah Arendt atraviesa esta novela discutiéndose constantemente. Fede, diría que sirviendo de altavoz del autor, niega que sea un cliché inválido. Defiende, más bien, que lo hemos malinterpretado.

"El problema llega cuando nos damos cuenta de que esos que encarnan el mal, como observamos en la entrevista de Évole a Josu Ternera, son seres que no tienen nada de mefistofélicos"

—Es otro caso evidente, como hay tantos en la historia del pensamiento, de coger el rábano por las hojas. Si uno lee Eichmann en Jerusalén, está muy claro lo que Arendt quería decir. Sí, comparto la tesis de Fede y, de hecho, en una primera versión de la novela, este asunto ocupaba mucho más espacio y lo fui acortando porque me llevaba por otros derroteros. Lo de la banalidad del mal no quiere decir, como algunos se piensan, que Eichmann fue un tipo que se dejaba llevar por la corriente. De lo que habla Arendt es de una banalidad hipócrita. Eichman es perfectamente consciente de lo que hace, mantiene un compromiso real con los ideales del Tercer Reich y el Holocausto. No sólo cumple órdenes, está comprometido con la causa. El problema llega cuando nos damos cuenta de que esos que encarnan el mal, como también observamos en la entrevista de Évole a Josu Ternera, son seres que no tienen nada de mefistofélicos. Son convencionales, banales, como el tío tonto que hay en toda familia. Y ahí llega la decepción. ¿Cómo puede ser que el mal lo encarne alguien tan banal? ¿Cómo es posible que pueda destruirnos alguien que no está a nuestra altura? Ocurre algo parecido en Twitter cuando te acosan un montón de mendrugos. Piensas: «¡Me merezco enemigos mejores!».

—Zaragoza, «ciudad provinciana, rancia, que me recordaba mi ciudad alemana». No por casualidad llegan allí los 600 del Camerún. ¡Y refugio de nazis! De la Legión Cóndor, por ejemplo.

—Lo que ocurre con Zaragoza es que se trata de un núcleo industrial tardío pero muy relevante. Fue el lugar donde más afiliados tenía la CNT después de Barcelona, por ejemplo. Y gobernada durante mucho por una serie de familias con mucha influencia de capital económico y humano alemán muy fuerte, no sólo por los alemanes del Camerún de mi novela. Esa colonia muy influyente y bien conectada se convierte más tarde en un nodo fundamental de las rutas de ratas, cuando los nazis huyen al final de la Segunda Guerra Mundial y muchos encuentran allí refugio.

—Es muy inquietante lo de la lápida de Friedrich Dogert en el cementerio alemán de Zaragoza: «Por la libertad de España». Porque, como bien le recuerda Gabi a su hermano pequeño, aquellos alemanes vinieron a España a matar españoles. 

—De hecho, esa inscripción, «Für Spaniens Freiheit», se encontraba en las tumbas de los alemanes que murieron en la Guerra Civil Española y fueron enterrados por el Tercer Reich. Sólo podía leerse en el cementerio alemán de Zaragoza, no por ejemplo en el otro cementerio alemán de Cuacos de Yuste que hizo más tarde la RFA y donde no hay ninguna referencia al nazismo.

—Vamos con los tres hermanos a la sombra de su ominoso padre, tan fenomenalmente contrastados: Gabi, el cantante homosexual muerto que propicia la reunificación familiar, el intelectual Fede y la realista y política Eva. Suena mucha música en Los alemanes. ¿Hay también aquí algo así como una triste sinfonía familiar?

"La composición de la novela es muy musical, no solo por toda la música que referencia"

—Desde luego. La composición de la novela es muy musical, no solo por toda la música que referencia. Tres personajes principales, tres líneas melódicas que juegan constantemente a la fuga y al contrapunto. La música no solo es un tema que les une, sino que estructura la historia y las diferentes tramas. Podemos decir que cada uno de los hermanos compromete su propia melodía.

—Me caen curiosamente simpáticos los dos villanos Ziv y Gal, esos desalmados empresarios judíos que quieren dar el pelotazo con el club de fútbol local: «Compramos la infancia de una ciudad», dicen. Y Ziv es cazador de nazis… Reconozca que ha disfrutado creando un malvado cargado de razones.

—¡Mucho! Ja, ja, ja. La gracia del asunto es que se trata de un villano terrible y, al mismo tiempo, ¡tiene razón! Lo he gozado un montón, pero ojo, es lo peor: no querrías acercarte a alguien así de ninguna manera. Pero tiene toda la razón. Y mantiene viva la llama de la venganza judía. He visto hace poco esa ópera maravillosa que es La pasajera, en el Teatro Real, y una de las canciones termina precisamente así: «No os perdonaremos nunca». Y, sin embargo, si observamos bien, vemos que casi todo el mundo ha perdonado. Pero mi personaje no. Ziv va a echar mano de todos los recursos a su alcance, pelotazos urbanísticos incluidos, para seguir la misión cazanazis de su padre pese a que ya casi todos los nazis han muerto.

—»Un físico teórico es lo más parecido a un brujo en este mundo descreído y sin religiones», le dice Fede a Berta, que trabaja buscando «el límite de lo cognoscible» y se pregunta si la física cuántica no es «fruto de nuestra incomprensión para comprender el universo».

—¡Es que cada vez veo más científicos convencidos de que debe ser algo así! 

—Tal vez la ciencia no sea suficiente para agotar la comprensión de lo real, pero sí parece que las Humanidades se quedaron hace tiempo atrás. ¿Llegará un día, tal vez cuando la IA escriba (bien) todos los libros, en que las letras deban aceptar su derrota?

"No parece que las ciencias lleguen a satisfacer esa necesidad que tiene que ver con nuestra parte más irracional"

—De todas las decadencias se sale. Para empezar, creo que la decadencia de las Humanidades será larga. Nos queda un largo declive, y en los declives pueden ocurrir cosas muy interesantes. Sí creo que las Humanidades deben acabar de encajar el golpe del fin de los grandes sistemas filosóficos y encontrar su lugar, cosa que aún no han logrado. Pero también creo que lo conseguirán, porque en el núcleo de las Humanidades hay algo que acompaña al homo sapiens desde la invención de la escritura, que es el ansia por conocer cosas que es muy difícil cuantificar. No parece que las ciencias lleguen a satisfacer esa necesidad que tiene que ver con nuestra parte más irracional. Como dice Steiner, al que cita Fede en un pasaje del libro, las Humanidades deben recuperar su parte mística y religiosa, el sentido del misterio y lo inefable, para seguir jugando un papel relevante en la cultura occidental. Mientras tanto, las Humanidades no serán más que un juego intelectual, algo ridículo, una especie de sudoku más sofisticado.

—El desarraigo y la identidad transitan por esta novela, por toda tu literatura podríamos decir. Y dices al final: «La epopeya de los desubicados me ha ayudado a entender mi propia desubicación». ¿Podríamos decir que en un mundo donde crecen las identidades fuertes no hay nada más saludable que ser un desubicado como tú?

—Estoy convencido de que sí, pero es duro. No todo el mundo está hecho para algo así. La tribu es muy acogedora, ofrece muchas cosas sin apenas esfuerzo, y fuera de ella, en la desubicación, hay mucha incomprensión y soledad. Eso sí, para el escritor, para el artista, se trata del único camino sincero posible. No creo que nadie pueda hacer una literatura que diga algo al mundo de hoy al calor de una tribu. Debes irte al yermo.

—¿Heredan los hijos la culpa de sus padres? Se me ocurre que tal vez los hijos sí, pero, ¿y los nietos? Se me ocurre al ver el ascenso actual de la extrema derecha en Alemania, que tal vez sea mejor sentir la culpa que olvidarla.

—Arendt respondía tajantemente que no a eso. No hay que sentir culpa, y quien parece que la siente en realidad es un impostor o un coqueto que se apropia de culpas que no le corresponden. El pasado se actualiza constantemente. Yo no creo tanto en la culpa como en ser consciente de lo que heredas, e intentar manejarlo de forma constructiva, sin eludirlo. Las herencias te caerán encima quieras o no. Debes asumirlas y reflexionarlas. El problema es que vivimos en unos tiempos adanistas en los que o bien debes asumir culpas de tus lejanos tatarabuelos o bien haces borrón y cuenta nueva. Habrá que decidir. O nos creemos que somos los primeros que nos inventamos absolutamente todo, como pretendió esa nueva política que se volvió vieja tan rápidamente, o asumimos nuestra tradición. Andamos entre muertos, y esos muertos viven con nosotros. Yo estoy a favor de esta segunda opción.

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Joshua
30 ddís hace

Qué tontería de novela, a eso le llaman buena literatura? Es un asco.