Nadie podíamos imaginarnos hace apenas unos lustros lo que ahora está ocurriendo en nuestra prosa de ficción. Entonces se produjo una auténtica epidemia de cosmopolitismo que condenaba sin paliativos el llamado color local decimonónico. No podía caerle a un narrador peor baldón que apellidarle costumbrista. Recuerdo las explicaciones de un escritor vasco —corrían, creo, mediados los años noventa— que había emplazado su nueva novela en Nueva York porque le parecía que localizarla en Bilbao la apartaba de la modernidad. Ahora, en cambio, asistimos a un neorruralismo ya algo cansino. Esta vuelta a la naturaleza sigue patrones diferentes. El título de Sergio del Molino, La España vacía, se ha convertido en acuñación lingüística de una realidad demográfica inapelable e irreversible, por muchos paños calientes que se pongan, según advierte Julio Llamazares, uno de los pioneros del recate literario de la naturaleza. Un aire provocador anuncia el de Santiago Lorenzo, Los asquerosos. Y la mirada irónica y desmitificadora ha llegado con Un hipster en la España vacía del divertido Daniel Gascón, que comenté aquí mismo recientemente.
Algo habrá influido esta fuerte tendencia en Olga Merino a la hora de escribir La forastera. Aunque no creo que mucho, y, desde luego, su libro responde a un impulso genuino, no a una concesión a la moda. En cualquier caso, su libro reúne rasgos singulares bastantes como para diferenciarse por completo de dicha corriente de actualidad. En una primera impresión global, Merino reinventa con eficacia narrativa su claro entronque con el viejo drama rural de hace un siglo o de la alta posguerra. Como en aquellos olvidados relatos, la autora recrea un ámbito campestre donde los malos instintos y el primitivismo moral se convierten en distintivo de la naturaleza humana.
Esto ocurre, en primera instancia, en la trama argumental de La forastera, título intencionadamente paradójico, pues la protagonista es justo lo contrario, alguien que, tiempo ausente de su tierra, vuelve a sus raíces familiares y geográficas. Otros serán quienes quieran echarla, marcándola con el estigma de la forastera y extraña, porque rompe la paz convenida y hurga en la inconfesable historia lugareña. El trazado narrativo adquiere, de este modo, la dimensión de una tragedia, dicho en estrictos términos literarios.
La también narradora de su historia, Ángela o Angie (nombre debido a los decisivos años que vivió en Londres), se instala, tras la destructiva experiencia inglesa de camarera y pareja de un pintor suicida, Nigel, en la casa familiar de El Hachuelo, una aldea andaluza de imprecisa localización, emplazada en una gran finca, Las Breñas. Sobre el lugar planea la irresuelta querella entre dos viejas familias, la de Ángela, los Marotos, y los Jaldones, caciques feudales que expoliaron a los Marotos. Ángela vive solitaria, solo acompañada por dos perros y con escaso trato personal, nada más un par de inmigrantes, el negro senegalés Ibrahima y el ucraniano Vitali, a quienes acoge en la casa cuando son despedidos del trabajo en Las Breñas, y el cura. El estrecho círculo apenas se amplía con algún esporádico contacto con lugareños. Vive, además, en situación de gran precariedad: en una casa desvencijada y sin ocupación laboral alguna.
Pronto sufrirá Ángela la conspiración de las dos hijas mellizas y herederas del amo de Las Brañas, que se ha suicidado. Se encadenan coacciones, amenazas y violencias —impactante relato del martirio de sus dos perros— que buscan la huída de Ángela para facilitar un negocio inmobiliario y turístico. Como escribe la narradora: “Me están echando el cerco”. Pero ella se arma con una obstinada determinación para hacer frente a tantas asechanzas y planifica una defensa que remata con implacable venganza. En un paisaje ahora con el mar de fondo concluye el relato y proclama su relativa victoria: “No sé si me atraparán, pero ya no importa. Sé que vendrán más primaveras”.
La primavera inicial, la que enmarca la acción narrativa, ha sido mucho más que la confrontación con los Jaldones. Se ha producido en ella el desvelamiento de una cadena de secretos que afecta desde antaño, desde la conflictividad social de la República y la guerra civil, a ambas familias e incluye pasiones clandestinas. Ángela —rectificando la acción motriz de Juan Rulfo en Pedro Páramo, que copia con lechada de cal en la pared del desván de la casa— descubre que volvió a la aldea para saber quién fue su padre y cuál la verdadera causa de su muerte. Ello enlaza con una maldición de suicidios en su entorno, en cuya cadena se inscribe también el del amante pintor de quien todavía guarda vívido y traumático recuerdo, de la que la propia mujer teme verse también víctima. Lo cual espolea un ánimo justiciero.
El tema clásico de la necesidad de conocer la verdad se encuadra en el entorno de violencia e instintos elementales y de pasiones dañinas —el poder y el dinero— de lo rural. El relato es escueto y verista. El léxico de voces locales rescatadas con función testimonial y no como artificio arqueológico reafirma la veracidad testimonial. Además, el documento de actualidad, sin ser un objetivo prioritario de la novela, alcanza una dimensión infrecuente en el género ruralista. El drama rural clásico menospreciaba la precisión histórica por mor de alcanzar valores intemporales: el feroz primitivismo humano fomentado por el subdesarrollo económico y por las carencias educativas.
Olga Merino, en cambio, concreta mucho las circunstancias del relato. Se aprecia la intencionalidad en la precisión con que se apuntala la precariedad de Ángela: solo dispone de un subsidio, la renta mínima por riesgo de exclusión social. También recuerda la represión política de anteguerra que motivó el despido del padre de la protagonista por su activismo sindical; se refiere a los efectos en Inglaterra de la política conservadora de Thatcher y a los humildes trabajos de los emigrantes en el Reino Unido; constata la presencia de otros emigrantes, los ilegales explotados en España (seiscientos euros al mes y un camastro miserable percibía Ibrahima en un matadero donde le habían hecho un contrato con los papeles de otro), y deja constancia de una de las lacras económicas actuales de nuestro país, la especulación inmobiliaria.
La dura historia referida desarrolla la problemática de un personaje ideado con una gran capacidad para la observación psicológica. Esa emotiva historia personal, barnizada con intensas y eficaces situaciones melodramáticas, habla de conflictos genéricos de nuestra especie —la humillación, la soledad, el dolor, la impotencia, la venganza— a la vez que se presenta en un contexto específico. La suma de ambas perspectivas tiene como resultado una magnífica novela, un vigoroso drama contemporáneo. Poco importa a tal efecto que su marco sea urbano o rural.
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Autora: Olga Merino. Título: La forastera. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros y Amazon
Pues me ha gustado mucho como ha desmenuzado la novela, acabo de terminar de leerla y sus argumentos me parecen muy buenos.