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Un taburete en el Milford 

Un taburete en el Milford 

Toda la vida había querido decir “siga a ese taxi” y aquella noche lo consiguió. Hay días en los que se junta todo. Por la mañana había logrado otro de esos hitos sin los que no pensaba morirse: que el camarero del bar al que veía con más frecuencia que a su propia madre pasase de preguntar “qué va a ser hoy, caballero” a servirle directamente al verlo entrar. Como si el barman supiera mejor que uno mismo de qué está el día y el ánimo. Porque un buen camarero sabe más de todo, incluso de lo nuestro que nosotros mismos. Un camarero es un confesor laico con el que no se han cambiado más de tres frases en los últimos años sencillamente porque no es necesario. Él ya lo ha deducido todo.

Mientras enfriaba la coctelera el lugar se iba llenando del bullicio de los habituales rostros desconocidos que llevaban allí desde antes de la guerra, porque ésta es la única esquina de Madrid en la que no se ha movido nada desde el siglo XIX. Más que un bar era un cuadro de Degas, a ratos un oleo ajetreado y otros un silencio perfectamente pintado. Y entre todos ellos había al fondo un limpiabotas a sueldo, discreto pero eficaz. Desde un esquinazo de la barra observaba la escena, la vida y los pies. Si el camarero tenía algo de cura que colgó la sotana para estar más cerca del prójimo, en el limpiabotas había algo de cardenal. Le gustaba más hablar que al camarero y, por supuesto, que al cliente.

"Decía Ramón que los limpiabotas eran peluqueros para los pies y que los madrileños se limpiaban mucho los zapatos por tener con quien hablar"

En España sólo hay un limpiabotas, que es Rafael Álvarez, el Brujo, el de Juncal. “¡Búfalo de mi alma! A Búfalo lo pintó Murillo, en cambio este nuestro del Milford parecía sacado de un cuadro de Madrazo unos cuantos siglos después. Decía Ramón que los limpiabotas eran peluqueros para los pies y que los madrileños se limpiaban mucho los zapatos por tener con quien hablar. Si bien al Milford se iba con los zapatos limpios, el limpiabotas era el oráculo de aquel lugar; iba de una mesa a la otra leyendo el futuro al lustrar el cuero de los pies.

Así se entiende que un taburete en el Milford era mejor que tener una butaca a tu nombre en un teatro, una cuenta con varios ceros en alguna sucursal suiza o un palco en el Bernabéu. En el Milford ya saben lo que bebemos y desde ayer no preguntan al entrar.

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martillo de mediocres
martillo de mediocres
11 meses hace

Bravo, sencillamente excelente. Estoy seguro de que Don Arturo en persona aprueba este artículo.

Ricarrob
Ricarrob
11 meses hace

No soy especialmente de bares, ni de limpiabotas, aunque me fascinan los bares antiguos y bien conservados, esparcidos por toda la geografía europea. Lo símbólico en este artículo, a mi modo de ver, son las relaciones humanas directas, las de tú a tú, las de observar, mirar a los ojos, reconocer al otro y su completa imagen, no tergiversada por una cámara o la voz con sus múltiples matices, no disfrazada por un micrófono. Impagabies relaciones humanas que ninguna red social de Internet podrá nunca sustituir. Espacios de sociabilidad opuestos a los impersonales «no lugares» donde encuentra refugio la soledad buscada o la soledad compartida y, por supuesto, la nostalgia.