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Una felicidad antigua

Una felicidad antigua

Foto de portada: Júbar  

El niño de la locomotora

Hace un tiempo, Miguel Munárriz traía a colación el Me acuerdo de Georges Perec e invitaba a unos cuantos amigos a que aportásemos nuestros meacuerdos particulares. Escribí: «Me acuerdo de una tarde remota en que mi abuelo me llevó a un descampado donde se acumulaban los despojos de la Fábrica de Mieres y me sacó una foto encaramado a una vieja locomotora de vapor». Había algunas licencias poéticas: no fue una tarde, sino una mañana, y aunque efectivamente vaya quedando muy atrás en el tiempo, también puedo fecharla con cierta exactitud: ocurrió en febrero de 1984; tampoco era el solar donde se hacinaban los pocos restos que aún pervivían de la vieja factoría siderúrgica que en tiempos dio fama y lustre a la pequeña ciudad donde transcurrieron mi infancia y mi adolescencia, sino los terrenos que todavía ocupa el lavadero de El Batán, una construcción tan fea como entrañable cuyas instalaciones siguen saludando a los viajeros que llegan a esas latitudes desde el norte. No puedo precisar las razones por las que mi abuelo quiso llevarme hasta allí aquella mañana —era fotógrafo de profesión, quizá le habían realizado algún encargo y me tenía aquel día a su cuidado, o no le apetecía ir solo—, pero conservo con mucha nitidez aquellos instantes —aunque no esté en condiciones de asegurarlo por completo, quizá constituyan el primer recuerdo de mi vida— por dos motivos: primero, porque me gustaba mucho el abrigo largo que llevaba; pero también, o sobre todo, porque nunca me había subido a una locomotora de vapor. Estaba allí humilde y solitaria, abandonada sobre el césped. Me acerqué a ella, la toqué, la rodeé, me agaché para discernir bien sus engranajes y mi abuelo me ayudó a encaramarme a su interior y me hizo unas cuantas fotos que unas semanas después se incorporaron a los álbumes familiares. No volví a ver aquella maquinita y siempre había dado por hecho que los estragos del tiempo habrían convertido sus chapas en chatarra. Tampoco creí que pudiera tener una historia propia y discernible, que su biografía se diferenciase de la de cualquier otro ingenio de su naturaleza. Ocurre que a veces se dan epifanías que arrojan un destello de emoción en medio de las grisuras cotidianas. El otro día, de visita en el Museo del Ferrocarril de Asturias, me dio por escribir a mi madre para pedirle que me enviase al teléfono móvil aquellas fotografías que mi abuelo me había hecho casi cuarenta años atrás, y de inmediato se las mostré a Nuria Vila y Javier Fernández, que es el mayor experto en trenes que conozco. «¡Es la Upina!», me dijeron, y averigüé así que aquella locomotora pequeñita que se había prestado a posar junto a mí ante el objetivo de una cámara tenía nombre propio y una vida que podía rastrearse. Ahora sé que la construyó en 1890 la empresa Krauss de Múnich, que pesaba cuatro toneladas y que llegó a Asturias cuando la Sociedad Julio Bertrand la adquirió con el propósito de que diera servicio a las minas que esa compañía poseía en Mieres. Andando las décadas, fue cambiando de propietarios hasta terminar en manos del dueño de Minas Tres Amigos, cuyo director quiso bautizarla con el diminutivo del nombre de una de sus hijas, Guadalupe Sela Álvarez, y mantuvo la caldera en marcha hasta la segunda mitad de la década de 1960. Su tamaño reducido y su apariencia tan coqueta fueron su tabla de salvación: en vez de llevarla al desguace, alguien pensó que podría quedar bien como elemento decorativo en los jardines del lavadero donde la conocí yo y del que siempre pensé que había desaparecido para no emerger jamás. Me equivocaba, por suerte: se conserva, intacta y restaurada, en el Museo de la Minería y la Industria, en las afueras de L’Entregu, y me ha bastado una pequeña búsqueda en Internet para volver a verla, después de tanto tiempo. Pese al siglo y pico que tiene a sus espaldas, está fresca y lozana: la han restaurado reluce arropada por unas capas de pintura que dan empaque y fulgor a sus formas. Tal vez haya perdido el encanto de antaño, pero a su edad se ha ganado el derecho a exhibirse como quiera. Me he hecho el propósito de ir a verla algún día para que sepa que no la he olvidado, aunque a ella le cueste reconocer en el que soy ahora a aquel niño que en una mañana remota se dedicó a brincar por sus alrededores mientras su abuelo le hacía unas cuantas fotos que se han convertido, al cabo de tantos años, en el testimonio vivo de una antigua felicidad.

Del arte moderno

"De alguna manera, Chillida imaginó unas formas que explicaban algo innombrable de lo que nadie se había percatado"

El 19 de junio de 1990 se inauguró en Gijón el Elogio del horizonte, una colosal escultura de hormigón con la que Eduardo Chillida quiso hermanar en un abrazo metafórico lo material y lo invisible. Era una pieza hermosa que padeció la incomprensión general de una sociedad que aún no se había acostumbrado a las interpelaciones del arte contemporáneo. Hubo protestas sonoras en los fastos de su puesta de largo —alguien llegó a agredir físicamente al alcalde de entonces— y la socarronería local la rebautizó con un mote que durante años hizo fortuna y por el que aún hoy se refieren a ella los individuos menos proclives a aceptar las corrientes que emanan del curso de los tiempos. Más de treinta años después de su irrupción en lo alto del Cerro de Santa Catalina, el Elogio del horizonte se ha convertido en un símbolo que la ciudad mima y atiende y al que en ningún caso estaría dispuesta a renunciar. De alguna manera, Chillida imaginó unas formas que explicaban algo innombrable de lo que nadie se había percatado, pero que había pertenecido desde siempre al imaginario colectivo. He pensado en ese proceso arduo que viajó del rechazo a la aceptación —y más allá: a la identificación plena— mientras leía Obra maestra (Anagrama), la soberbia novela documental en la que Juan Tallón se ocupa de otra polémica reciente que tuvo el arte en su eje gravitatorio: la desaparición, sin que nadie se diera cuenta hasta algunos años después, de la estatua Equal-Parallel/Guernica-Bengasi, concebida y ejecutada por Richard Serra, del almacén donde la tenía depositada el Centro de Arte Reina Sofía. La pieza, que pesaba treinta y ocho toneladas, se desvaneció sin que a día de hoy nadie haya logrado precisar aún su paradero y el Ministerio de Cultura, para resarcir al artista, le encargó una réplica exacta que es la que en la actualidad pueden contemplar quienes se adentran en las salas del museo instalado en el antiguo Hospital General de Madrid. Puesto que lo original es la idea, argumentaron desde las instancias oficiales y ratificó el propio Serra, una vez extinta la primera pieza, su copia —a la que orienta la misma idea para generar formas idénticas— se convertirá a su vez en original. Desde entonces, y con el permiso evidente del Guernica de Picasso, la pieza de Serra es una de las obras que más atracción suscitan en el Reina Sofía, hasta el punto de que casi se podría decir que, si volviera a desaparecer, el centro de arte se quedaría sin uno de los elementos que conforman sus principales señas de identidad. Igual que ocurrió con el Elogio del horizonte, quienes empezaron denostándola tuvieron que tragarse sus palabras cuando el tiempo acentuó su potencial simbólico; como en el caso gijonés, el entorno que la envuelve ha terminado deviniendo de contexto en razón misma, como si la obra y su marco hubiesen estado ahí desde mucho antes de que ninguna de las dos partes hubiese sido concebida, aguardando únicamente el momento de que alguien tuviese la lucidez de ensamblarlas.

Eso será poesía

"Laura Barrachina me preguntaba si no habría más libros de poesía que lectores, y yo le respondí que esa apreciación podría extenderse a todo el ámbito literario"

Dice en una entrevista Karmelo C. Iribarren que cada vez se lee más poesía y que ésta está incorporada a la vida de bastante gente. Hace unos días, Laura Barrachina me preguntaba si no habría más libros de poesía que lectores, y yo le respondí que esa apreciación podría extenderse a todo el ámbito literario, o editorial, y que, aunque sonase paradójico, no me parecía que fuese algo malo. En verdad, la poesía —que es lo que de entrada todos sabemos que es, pero también la «cualidad que suscita un sentimiento hondo de belleza, manifiesta o no por medio del lenguaje», según la RAE— puede aparecer en la esquina más insospechada y su irrupción siempre es motivo de alborozo. A Karmelo lo conocí hará pronto un año. Cuando le pedí que me firmara el ejemplar que reunía la que por aquellos días era su obra poética completa, le expliqué que yo era quien había rubricado el documento oficial que le había permitido viajar desde San Sebastián hasta Gijón para tomar parte en unos encuentros de escritores. Me escribió entonces la que creo que es la dedicatoria más bonita que me han hecho nunca: «Para Miguel, mi salvoconducto.»

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