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Una maravillosa cabra

La gota de sangre, aparecida en 1911, en plena madurez de la escritora, que acababa de cumplir los 60 años, pasa por ser la primera novela policiaca española, con permiso si se me permite de ese otro relato titulado El clavo de Pedro Antonio de Alarcón que data de 1853. Pero nadie le va a quitar a la ilustre condesa el privilegio de haber contribuido a la difusión y, sobre todo, a la aceptación en nuestro territorio del género noir, en un país aún anclado en su eterno realismo, sin concesión alguna a lo imaginativo.

Para empezar, la edición que nos ofrece Siruela es sencillamente espléndida, cuidada al máximo. Y, además, con prólogo de una de nuestras mejores escritoras dentro de este difícil terreno, Alicia Giménez Bartlett, la inventora de esa singular pareja de detectives, Petra Delicado y su acompañante, el subinspector Garzón. Giménez Bartlett, con excelente criterio, comienza por elogiar la más que demostrada valentía de doña Emilia, que se enfrentó, ella sola, al mundo, y que a la luz de sus rasgos biográficos siempre hizo lo que le dio la gana, gozando de sus muchos privilegios, de la vida, de los placeres sensuales, del amor y de la literatura. A pesar de los muchos reveses que tuvo que soportar, como el desprecio que mostraron por su persona y su inteligencia los académicos de la lengua, encabezados por un orgulloso don Juan Valera. Ni siquiera tales circunstancias privaron a la autora de Los pazos de Ulloa, según deja aquí reflejado Giménez Bartlett, de ser una mujer “simpática, divertida, inteligente y libre como un pájaro”: una cabra, en fin, una maravillosa cabra que hizo lo que quiso y que pastó donde le salió del moño.

"Selva, un hombre inteligente y culto, algo señorito, observador, además de arrogante y meticuloso, que siente predilección por el arte y por la literatura, es, en esta ocasión, el detective aficionado que pretende descubrir al asesino"

Las escasas 70 páginas de que se compone este relato, lo que lo convierte en una novela corta o, como diría mi añorado profesor Baquero Goyanes, en cuento largo, no impiden, sin embargo, que hallemos tan tempranamente los rasgos más destacados de la novela negra moderna. Y así nos lo hace saber la prologuista en su breve pero sustancioso estudio preliminar. De un lado, están las típicas pesquisas que lleva a cabo el improvisado detective, como las cuentas bancarias de la víctima, las prevenciones de cara a la prensa, las trampas que tiende al sospecho para hacerlo caer en contradicciones. Y por otra parte, esa treta tan genial de que el detective ocasional sea, al mismo tiempo, un sospechoso de cara a los agentes de la ley. Negocio redondo. Y, por si todo ello fuera poco no conviene dejar de lado la elegancia del estilo —marca de la casa— y la precisión de cada término que aquí se emplea, donde la autora se tiene que mover en muy poco espacio y escaso margen para el error.

Para un lector del siglo XXI —me pongo en la piel de uno de mis estudiantes de Grado de Lengua y Literatura Española—, vocablos como “vírgula” (línea delgada), “fámulo” (criado), “lustrina” (betún), “valetudinario” (enfermizo) o “híspido” (áspero, duro) resultan completamente desconocidas. Sin embargo, el conjunto resulta moderno y el estilo ágil, incluso divertido cuando la Pardo Bazán emplea palabras castizas como “malismo” (aún he podido escuchar la expresión en algunas zonas rurales de La Mancha) o el diminutivo “gótica”, que, como ya sucedió en las páginas del Lazarillo, le añade un componente más íntimo y menos serio al relato. Amén de las espléndidas reflexiones y magistrales frases que la escritora gallega nos deja por el camino. Como aquella en la que asegura que “no hay vida humana sin misterio”.

"La autora quiere dejar constancia de que nada se oculta, que no hay crimen sin rastro, que en los actos humanos siempre se reconoce algún móvil, alguna causa"

Selva, un hombre inteligente y culto, algo señorito, observador, además de arrogante y meticuloso, que siente predilección por el arte y por la literatura, es, en esta ocasión, el detective aficionado que pretende descubrir al asesino. Y para ello no duda en acudir a los métodos científicos, como las llamadas “improntas digitales”, a las enseñanzas, por entonces en plena efervescencia, de Cesare Lombroso sobre los rasgos físicos y mentales del infractor, guiándose para ello —y aquí aparecen los detectives españoles más famosos y renombrados, como Plinio, Petra Delicado, Cupido, Bevilacqua o Víctor Ros— en su intuición, en la corazonada, en los pálpitos, en el instinto y, por qué no, en la fantasía. Porque nada es lo que parece.

Pardo Bazán pone junto a Selva a todo un coro de personajes secundarios, pintados con gracia y mucho tacto, como un policía —Corredero— que mira con envidia a su contrincante, anclado en los viejos métodos de la investigación criminal; un sereno, llamado Pacomio, que aunque un tanto despistado tira de experiencia; y Chulita Ferna, mujer simple como un pájaro frito —la expresión pertenece a doña Emilia—, guapa, “astro de la galantería equívoca”, a la que le inventa un pasado y por la que Selva, misericordioso con los culpables, siente una especial “querencia”, una considerada piedad.

En estas páginas, la autora quiere dejar constancia de que nada se oculta, que no hay crimen sin rastro, que en los actos humanos siempre se reconoce algún móvil, alguna causa, de ahí que el desencadenante de toda esta historia sea una simple gota de sangre.

Llama la atención que el muerto, un joven con bigotillo rubio, vestido de etiqueta y sin abrigo, aparezca en un solar cercano al hotel en el que, con todas las comodidades, rodeado de sus criados, vive Selva. A este propósito, decía Baroja, en uno de sus más celebrados cuentos, “La trapera”, que, en las grandes ciudades, “si Dios está en algún lado, es en los solares”.

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Autora: Emilia Pardo Bazán. Título: La gota de sangreEditorial: Siruela. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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