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Una vida fragmentada

Una vida fragmentada

Para mí, un día tipo tiene de 7 a 10 llamadas telefónicas, de una duración de entre 5 a 40 minutos. Unos 3 Teams de cerca de 15 minutos a 1 hora. Algunos son reuniones colectivas, otros de petit comité y otros simples tête-à-tête. 1 reunión presencial, en terraza, con café cortado descafeinado o té, de 1 hora aproximadamente, con taxi de ida y de vuelta. 1 sesión de pilates o 1 sesión de piscina (2 kilómetros) según el día. Piano de Guillem, 1/2 hora. Baile de Inés 3/4 hora. 0,2 horas de clases de inglés. 80 páginas de manuscritos leídos. 60 mails despachados. De 5 a 7 citas agendadas. 0,1 horas de bronca de pareja. 5 gritos a hijos. 2 sesiones de cosquillas. 4 o 5 besos dados. 4 o 5 besos recibidos. 1,7 cuentos. 7 ¡a dormir de una vez! 0,002 relaciones sexuales. 1 ducha. 30 minutos de redes sociales (incluido Whatsapp). 15 minutos de cadena SER. 15 minutos de podcast. 4 idiomas leídos. 3 minutos de llamada a madre. Segundos fragmentarios de soñar despierto. De 10 a 30 minutos de reflexión. 20 minutos de coche. 5 o 6 horas de sueño.

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A este 2021 lo podríamos llamar el año de la ausencia. Veo pocos informativos últimamente, pero en la mayoría de los que he visto estos días la ausencia atraviesa todas las noticias.

«Ximo Puig, president de la Generalitat, ha comparecido hoy para comunicar que se suspenden las Fallas». «María Chivite, presidenta de la Comunidad Foral de Navarra, anuncia que no se celebrará San Fermín». Y así con todo: los carnavales de Cádiz, la Feria de Abril, Sant Jordi, la London Book Fair…

No me cuesta imaginar esas reuniones de redacción con el director de informativos sentado a la cabecera, masajeándose el puente de la nariz con el pulgar y el índice mientras con la otra mano hace flotar sus gafas de pasta en el aire, preguntando a los diferentes redactores «¿qué no tenemos hoy? ¿Con qué no abrimos?». Los redactores, confusos, se mirarían entre sí. Interrogarían con la cabeza al realizador, al coordinador. La más joven, con voz temblorosa, se animaría a balbucir: «¿Las no vacunas?». Otros se sumarían a su iniciativa: «¿la no decencia política? ¿Los no puestos de trabajo?». El realizador empezaría a montar en su cabeza la no escaleta. Cada una con sus no imágenes y sus carteles vacíos de palabras.

El primero en desvanecerse sería el redactor de cultura, claro, seguido del de sociedad. Internacional, nacional, deportes… Todos, uno a uno, irían perdiendo solidez, carnalidad, hasta ser gas que a su vez se diluiría en el oxígeno. Luego los papeles blancos sin nada escrito, los bolis secos sin tinta, la mesa y las sillas. Todo borrado. Suprimido. Evaporado.

Solo quedaría, al final, la más joven, la que apenas se habría atrevido a hablar. Ahora sí. Ahora grita con todas sus fuerzas. Grita ante la no vida. Ante el silencio.

Ante el silencio.

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Creo que fue André Gide quien escribió la lúcida frase que reza que «de los buenos sentimientos nace la mala literatura».

Por desgracia siempre me ha parecido tan amarga como certera. La bondad, la felicidad, la solidaridad, la alegría, el amor dichoso, no es materia prima idónea para provocar grandes obras. Todos esos buenos sentimientos tienen la gracia de que se expresan ellos solitos. En nuestros actos físicos. En la celebración del cuerpo. Lo positivo se expresa como viene, como pasa. No se piensa, se experimenta.

El ser humano, está visto, solo vigila el dolor. Lo contempla con morbo y lo disecciona. Lo analiza con cuidado y mimo. Es lo más valioso que tenemos, porque en la alegría es la vida la que nos atraviesa, no somos nosotros, es la existencia en su máxima expresión. En la dicha no somos. El nirvana, que es el destilado de la felicidad, su mayor cota, es el no ser.

Solo somos en lo doliente. Ahí la existencia nos abandona. Ahí es el individuo quien le da vueltas a la amargura, no por un gusto enfermizo, sino porque es la única materia posible de arte, de pensamiento o de expresión individual. Lo que no es dolor nos es ajeno.

Si yo os hablo del inconmensurable amor que siento por mis hijos, opinaréis que mi discurso es banal, totalmente carente de interés y hasta pretencioso, al pensar que mi amor paterno es mayor que el vuestro. Sin embargo, si me atrevo a compartir con vosotros lo vulnerable que me sentí en el momento de ser padre, probablemente la cosa cambie. Sí, antes era mucho más inmortal que ahora, mucho más invulnerable. Ahora hay tres personas en el mundo de cuyo bienestar depende el mío. Y de mi bienestar, el suyo. ¡Qué puta trampa! El dolor me diferencia. El dolor nos hace individuos. Nos hace diferentes.

En la dicha, en cambio, todos somos iguales. En la dicha, todos somos vida.
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P. D.: sí, el de la foto es Gide.

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